Marc Levy - Los hijos de la libertad

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En la Francia ocupada por los nazis, dos hermanos adolescentes de origen judío, Raymon y Claude, se unen a la Resistencia en la 35ª brigada de Toulouse. La clandestinidad, el hambre, las ejecuciones y los actos de sabotaje pasarán a formar parte de sus vidas cotidianas, pero también conocerán la solidaridad, la amistad y el amor, además del valor supremo de la libertad. Mientras esperan la llegada de los aliados, Raymond y sus compañeros cruzarán Europa a bordo de un tren de deportados a los campos de concentración.

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El tranvía avanza, las siluetas de los soldados se reflejan en las vitrinas iluminadas por las luces del tren. Hay que aguantar, ser paciente, controlar los latidos del corazón que envían la sangre hasta las sienes.

– Ahora -murmura Émile. Las clavijas caen al suelo. Las granadas hacen pedazos los cristales y ruedan por el pavimento del tranvía.

Los nazis han perdido toda su arrogancia e intentan huir del infierno. Émile hace una señal a François desde el otro lado de la calle. Arman las metralletas y disparan, las granadas explotan.

Las palabras que pronuncia Boldados son tan precisas que a Jacques casi le parece estar viendo la carnicería. No dice nada, su mutismo se mezcla con el silencio que volvió a reinar ayer noche en la calle desierta. Y, en ese silencio, escucha lamentos de sufrimiento.

Boldados lo mira. Jacques le da las gracias con la cabeza; los dos hombres se separan, y cada uno se aleja por su patio.

– Algún día volverá la primavera -susurra él cuando se reúne con nosotros.

Capítulo 22

Enero se ha acabado. A veces, en mi celda, vuelvo a pensar en Chahine. Claude está muy débil. De vez en cuando, un compañero trae una pastilla de azufre de la enfermería. No la utiliza para calmar el ardor de su garganta, sino para encender una cerilla. Entonces, los compañeros se juntan en torno a un cigarrillo que les ha colado algún guardia, y nos lo fumamos juntos. Pero, hoy, el ánimo no acompaña.

François y André se fueron a echar una mano a los maquis que acababan de establecerse en Lot-et-Garonne. A su regreso, un destacamento de gendarmes los esperaba para recibirlos. Eran veinticinco quepis contra dos gorras: un combate desigual. Declararon su pertenencia a la Resistencia porque desde que circulan rumores de una probable derrota alemana, las fuerzas del orden están menos seguras, algunos piensan ya en el futuro y se plantean preguntas. Pero los que esperaban a nuestros compañeros no han cambiado ni de opinión ni de bando, y se los han llevado sin contemplaciones.

Al entrar en la gendarmería, André no ha tenido miedo. Ha accionado su granada y la ha tirado al suelo. Sin intentar huir siquiera, mientras todo el mundo se ponía a cubierto, se ha quedado solo, de pie, inmóvil mientras la veía rodar por el suelo. Acabó su recorrido entre dos listones del suelo de contrachapado, pero no explotó. Los gendarmes se tiraron sobre él, y le quitaron las ganas de heroicidades.

Cuando fue encarcelado esta mañana tenía la cara ensangrentada y el cuerpo tumefacto. Está en la enfermería. Le han fracturado las costillas y la mandíbula, y le han abierto el cráneo, nada extraordinario.

***

El jefe de los guardias de la prisión de Saint-Michel se llama Touchin. Él se encarga de abrir nuestras celdas para salir a pasear por la tarde. Hacia las cinco, agita su manojo de llaves y empieza, entonces, la cacofonía de los cerrojos que crujen. Debemos esperar su señal para salir. Pero cuando oímos el silbido del jefe Touchin, esperamos todos unos segundos antes de franquear el umbral de nuestros calabozos sólo para fastidiarlo. Simultáneamente, se abren las puertas que dan acceso a la pasarela, en la que los prisioneros se alinean contra la pared. El guardia que está al mando, escoltado por dos colegas, se mantiene erguido dentro de su uniforme. Cuando le parece que todo está en orden, recorre la fila de los prisioneros con la porra en la mano.

Cada uno debe saludarlo a su manera; un movimiento de cabeza, una ceja levantada, un suspiro, cualquier cosa, pero el guardia al mando quiere que se le reconozca su autoridad. Cuando acaba la revisión, el grupo avanza en filas cerradas. Cuando volvemos del paseo, nuestros compañeros españoles tienen derecho al mismo ceremonial. Tienen que caber cincuenta y siete en la parte del piso que les está reservada.

Pasan por delante de Touchin y vuelven a saludarlo de nuevo. Pero los compañeros españoles también tendrán que desvestirse en la pasarela y dejar su ropa en la barandilla. Todos deben volver a la celda a dormir en cueros vivos. Touchin dice que, por razones de seguridad, el reglamento obliga a que los prisioneros se desvistan de noche, incluida la ropa interior. «Raras veces se ha visto a un hombre intentar huir con las pelotas al aire. En la ciudad, seguro que llamaría la atención», se justifica Touchin.

Aquí sabemos muy bien que ésa no es la razón de ese reglamento cruel; los que lo instauraron calibraron la humillación que sufrirían los prisioneros.

Touchin también sabe todo eso, pero le da igual, su placer diario todavía está por llegar y tendrá lugar cuando los españoles pasen ante él y lo saluden; cincuenta y siete saludos implican cincuenta y siete escalofríos de placer para el jefe Touchin.

Así pues, los españoles pasan ante él y lo saludan, obligados por el reglamento. Con ellos, Touchin se siente siempre un poco decepcionado. Esos muchachos tienen algo que no podrá domar jamás.

La fila avanza, el compañero Rubio la conduce. Normalmente Boldados debería estar a la cabeza, pero, como ya te he dicho, Boldados es castellano y con su carácter orgulloso podría encajarle un puñetazo en la cara al guardia, o incluso, tirarlo por el balcón gritando que es un hijo de puta; por eso Rubio abre la marcha, así es más seguro, sobre todo esta noche.

A Rubio lo conozco mejor que a los demás, los dos tenemos algo en común, una particularidad que nos hace casi inseparables. Rubio es pelirrojo, tiene la piel llena de pecas y los ojos claros, pero la naturaleza ha sido más generosa con él que conmigo: él tiene una vista perfecta, mientras que yo soy miope hasta el punto de que, sin mis gafas, estoy ciego. Rubio tiene un humor sin igual, basta con que abra la boca para que todo el mundo empiece a reír. Aquí, entre estos muros oscuros, ése es un don precioso, porque las ganas de reír, bajo la cristalera llena de suciedad que domina las pasarelas, son más bien escasas.

A Rubio debían de irle bien las cosas con las chicas en el exterior. Tendré que pedirle que me enseñe algunos trucos, por si algún día vuelvo a ver a Sophie.

La fila de españoles sigue avanzando, mientras Touchin los cuenta uno a uno. Rubio camina con rostro imperturbable, se detiene y hace una genuflexión ante el jefe; éste, encantado, entiende su gesto como una reverencia, aunque Rubio se está riendo abiertamente de él en su cara. Detrás de Rubio están el viejo profesor que quería enseñar en catalán, el campesino que ha aprendido a leer en su celda y ahora recita versos de García Lorca, el antiguo alcalde de un pueblo de Asturias, un ingeniero que sabía encontrar agua incluso aunque estuviera escondida en el fondo de la montaña y un minero apasionado por la Revolución francesa que canta las letras de Rouget de Lisie sin que nadie sepa si las entiende de verdad.

Los prisioneros se detienen ante la celda dormitorio y, uno a uno, empiezan a desnudarse.

La ropa que se quitan es la misma con la que luchaban durante la guerra de España. Sus pantalones de tela sólo se les sujetan con cordones usados, las alpargatas que se cosieron en los campos del oeste ya casi no tienen suelas; pero, a pesar de ir vestidos con harapos, los camaradas españoles tienen un aspecto noble. Castilla es bella y también lo son sus hijos.

Touchin se frota el vientre, eructa, se pasa la mano bajo la nariz y se seca los mocos con el reverso de la manga de su chaqueta.

Observa que los españoles se están tomando su tiempo esa noche, son más minuciosos de lo normal. Pliegan sus pantalones, se quitan las camisas y las dejan sobre la barandilla; todos a la vez, se agachan y alinean sus alpargatas en el suelo. Touchin agita el bastón, como si con su gesto pudiera marcar el tiempo.

Cincuenta y siete cuerpos delgados y opalinos se vuelven ahora hacia donde está él. Touchin mira y escucha, hay algo que no funciona, pero ¿qué? El guardia se rasca la cabeza, se levanta el quepi y se inclina hacia atrás como si esa postura pudiera darle un poco de perspectiva. Está seguro de que hay algo que no va bien, ¿qué es? Mira brevemente a su colega de la izquierda, que se encoge de hombros, y, después, al de la derecha, que hace lo mismo, y Touchin descubre algo inadmisible:

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