– Se han llevado a su marido hace un rato, yo lo he visto -susurra una criada.
– Retienen a la señora Lormond allá arriba. Quieren atrapar a la pequeña, no estaba cuando llegaron -precisa la portera del inmueble, que también está en la cola.
La pequeña de la que hablan se llama Gisèle. Gisèle no es su verdadero nombre, ni tampoco su apellido es Lormond. En el barrio, todo el mundo sabe que son judíos, pero lo único importante era que la policía y la Gestapo lo ignoraban.
– Es horrible lo que les hacen a los judíos -dice una mujer llorando.
– Era tan amable la señora Lormond… -responde otra, tendiéndole un pañuelo.
Arriba, en el primer piso, sólo hay dos milicianos y otros dos hombres de la Gestapo que los acompañan. En total, cuatro hombres con camisas negras, uniformes y revólveres que tienen más fuerza que los otros cien que esperan en la fila formada enfrente del colmado. Pero todo el mundo está aterrorizado, apenas se atreven a hablar, así que mucho menos a actuar…
La señora Pilguez, la arrendataria del quinto piso, salvó a la niña. Estaba en su ventana cuando vio llegar los coches al final de la calle. Se precipitó a casa de los Lormond para avisarlos de que los iban a arrestar. La mamá de Gisèle le suplicó que se llevara a su hija y la escondiera. ¡La pequeña sólo tiene diez años! La señora Pilguez dijo que sí enseguida.
Gisèle no tuvo tiempo de darle un beso ni a su mamá ni a su papá. La señora Pilguez ya la había cogido de la mano y se la había llevado a su casa.
– ¡He visto a muchos judíos irse, y ninguno ha vuelto por el momento! -dice un anciano cuando la fila avanza un poco.
– ¿Cree usted que habrá sardinas hoy? -pregunta una mujer.
– No sé nada; el lunes todavía quedaban algunas latas -responde el anciano.
– ¡Todavía no han encontrado a la pequeña y me alegro! -suspira una mujer tras ellos.
– Sí, sería preferible -responde con dignidad el anciano.
– Al parecer, los envían a los campos y allí matan a muchos; un obrero polaco se lo dijo a mi marido en la fábrica.
– Yo no sé nada en absoluto, y usted y su marido harían bien en no hablar de ese tipo de cosas.
– Vamos a echar de menos al señor Lormond -dice volviendo a suspirar la mujer-. En medio de la multitud, el único que decía algo sensato era él.
A primera hora, con su bufanda roja en el cuello, iba a hacer cola ante el colmado. Él se preocupaba por reconfortarlos durante la larga espera de aquellas mañanas. Sólo ofrecía calor humano, pero aquel invierno era lo que más se echaba en falta.
Se acabó, el señor Lormond ya no volverá a decir nunca nada. Sus chistes, que siempre provocaban risa y alivio, sus frasecillas divertidas o tiernas que se burlaban de la humillación del racionamiento se han ido en un coche de la Gestapo hace ya dos horas.
La muchedumbre se calla, apenas se oye un susurro. El cortejo acaba de salir del edificio. La señora Lormond está totalmente despeinada, y los milicianos la rodean. Camina con la cabeza alta y sin miedo. Le han robado a su marido y le han quitado a su hija, pero no le arrancarán ni su dignidad de madre ni su dignidad de mujer.
Todo el mundo la mira, así que ella sonríe; la gente de la fila no tiene la culpa, es su manera de despedirse de ellos. Los hombres de la Milicia la empujan hacia el coche. De repente, a su espalda, adivina la presencia de su hija. La pequeña Gisèle está allá arriba, con la cara pegada a la ventana del quinto piso; la señora Lormond lo nota, lo sabe. Querría girarse para dedicarle a su hija una última sonrisa, un gesto de ternura que le diga cuánto la quiere; una mirada que durara una fracción de segundo, pero que bastara para que ella supiera que ni la guerra, ni la locura de los hombres, le arrebatarán el amor de su madre.
Pero, girándose, haría que descubrieran a su hija. Una mano amiga la ha salvado, no puede correr el riesgo de ponerla en peligro. Con el corazón en un puño, cierra los ojos y avanza hacia el coche sin volverse.
En el quinto piso de un edificio, en Toulouse, un niñita de diez años mira a su mamá que se va para siempre. Sabe muy bien que ya no volverá, su padre se lo explicó; los judíos a los que se llevan ya no vuelven jamás, ésa era la razón por la que no podía equivocarse nunca cuando decía su nombre.
La señora Pilguez le pone la mano sobre el hombro, y con la otra aguanta la cortina de la ventana para que no las vean desde abajo. Gisèle, no obstante, ve a su mamá subirse al coche negro. Querría decirle que la quiere y que siempre la querrá, que de todas las mamás ella era la mejor del mundo, y que nadie ocuparía su lugar. No se puede hablar, así que piensa con todas sus fuerzas que tanto amor forzosamente debe poder atravesar un cristal. Se convence de que, en la calle, su mamá escucha las palabras que ella murmura entre sus labios, aunque lo haga apretándolos mucho.
La señora Pilguez ha apoyado su mejilla sobre su cabeza y le ha dado un beso. Siente las lágrimas de la señora Pilguez caer por su nuca. Pero ella no llorará más. Sólo quiere mirar hasta el final, y se jura que jamás olvidará esa mañana de diciembre de 1943, la mañana en que su mamá se fue para siempre.
La puerta del coche acaba de cerrarse y el cortejo se va. La pequeña extiende los brazos, en un último gesto de amor.
La señora Pilguez se ha arrodillado para estar más cerca de ella.
– Mi pequeña Gisèle, lo siento muchísimo. La señora Pilguez llora a lágrima viva. La pequeña la mira con una débil sonrisa. Le seca las mejillas y le dice:
– Me llamo Sarah.
***
En su comedor, el inquilino del cuarto piso se aleja de su ventana de mal humor. A mitad de camino, se detiene y sopla sobre el marco colocado en la cómoda. La foto del Mariscal se había llenado de un polvo enojoso. A partir de ahora, los vecinos de abajo no harán más ruido, no tendrá que aguantar más las escalas del piano. Mientras tanto, piensa también que tendrá que continuar su vigilancia y encontrar a quien hubiera podido esconder a esa asquerosa pequeña judía.
Llevábamos ya ocho meses en la brigada, y realizábamos acciones casi cada día. En tan sólo una semana, había llevado a cabo cuatro. Había perdido diez kilos desde principios de año, y mi moral se resentía tanto como mi cuerpo por el hambre y el agotamiento. Al final del día, fui a buscar a mi hermano a su casa y, sin decirle nada, me lo llevé a hacer una comida de verdad en un restaurante de la ciudad. Se le pusieron unos ojos como platos al leer el menú. Estofado de carne, verduras y tarta de manzana; los precios en la Reine Pédauque eran desorbitados, por lo que tuve que sacrificar todo el dinero que me quedaba, pero se me había metido en la cabeza que iba a morir antes de fin de año, y ya estábamos a principios de diciembre.
Al verme entrar en el establecimiento que sólo frecuentaban milicianos y alemanes, Claude creyó que lo llevaba a dar un golpe. Cuando comprendió que estábamos allí para disfrutar de una comida, vi revivir en su rostro las expresiones de su infancia. Vi renacer la sonrisa que ponía cuando mamá jugaba al escondite en el apartamento donde vivíamos, la alegría de sus ojos cuando pasaba por delante del armario y ella fingía que no había visto que él estaba allí.
– ¿Qué celebramos? -susurró él.
– ¡Lo que tú quieras! El invierno, nosotros, estar vivos, no sé.
– ¿Y cómo piensas pagar la cuenta?
– No te preocupes por eso y disfruta.
Claude devoraba con los ojos los trozos de pan crujiente de la cesta, tenía el apetito de un pirata que se hubiera encontrado piezas de oro en un cofre. Al acabar de comer, con un ánimo recuperado por ver a mi hermano tan feliz, pedí la cuenta mientras él estaba en el lavabo.
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