Marc Levy - Los hijos de la libertad

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En la Francia ocupada por los nazis, dos hermanos adolescentes de origen judío, Raymon y Claude, se unen a la Resistencia en la 35ª brigada de Toulouse. La clandestinidad, el hambre, las ejecuciones y los actos de sabotaje pasarán a formar parte de sus vidas cotidianas, pero también conocerán la solidaridad, la amistad y el amor, además del valor supremo de la libertad. Mientras esperan la llegada de los aliados, Raymond y sus compañeros cruzarán Europa a bordo de un tren de deportados a los campos de concentración.

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– ¿Quiere usted que me vaya, señora Dublanc?

– Mientras pague el alquiler, no tengo ninguna razón para echarlo, pero le ruego que no traiga usted más a sus amigos a revisar sus deberes a casa. Arréglese para parecer un tipo sin historia. Será mejor para mí y también para usted. ¡Eso es todo!

La señora Dublanc me guiñó un ojo, y al mismo tiempo me invitó a salir por la puerta de su estudio. Me despedí y salí corriendo para reunirme con mi hermano pequeño, que probablemente ya estaría refunfuñando y pensando que no iba a acudir a nuestra cita.

Lo encontré sentado cerca de la vitrina y tomando un café con Sophie. En realidad, no estaba tomando café, pero quien estaba frente a él era Sophie en persona. No vio que me había sonrojado conforme me iba acercando, o al menos eso creo, pero me pareció buena idea ir corriendo por mi retraso. A mi hermano pequeño parecía importarle un pimiento que yo llegara tarde. Sophie se levantó para dejarnos solos, pero Claude la invitó a quedarse con nosotros. Su iniciativa dejaba en el aire nuestra reunión, pero confieso que no se lo reprochaba en absoluto.

Sophie estaba contenta de compartir ese momento. Su vida de agente de contacto no era demasiado fácil. Como yo, se hacía pasar por estudiante con su casera. Por la mañana, muy pronto, salía de la habitación que ocupaba en una casa de la Côte Pavée y no volvía hasta bien entrada la tarde, para evitar así comprometer su tapadera. Cuando no estaba de vigilancia o transportando armas, recorría las calles esperando a que llegara la noche y poder, por fin, volver a su casa. En invierno, sus días eran todavía más penosos. Sus únicos momentos de respiro tenían lugar cuando se concedía una pausa en la barra de un bar para entrar en calor. Pero nunca podía quedarse mucho tiempo para no ponerse en peligro. Una chica joven, guapa y sola, llamaba fácilmente la atención.

El miércoles se regalaba una entrada de cine, y el domingo nos contaba la película. O bueno, los treinta primeros minutos, porque muy a menudo se dormía antes del intermedio arrullada por el calor.

Nunca supe si el valor de Sophie tenía algún límite; era guapa, tenía una sonrisa por la que condenarse, y una presencia increíble en todas las circunstancias. Si con todas estas circunstancias atenuantes no se entiende que enrojeciera en su presencia, entonces el mundo es verdaderamente injusto.

– La semana pasada me ocurrió una cosa increíble -dijo ella pasándose la mano por su larga cabellera.

Es innecesario precisar que ni mi hermano ni yo estábamos en condiciones de interrumpirla.

– ¿Qué os pasa, chicos? ¿Se os ha comido la lengua el gato?

– No, no, venga, continúa -responde mi hermano con una sonrisa tonta.

Sophie, perpleja, nos mira y continúa con su relato.

– Iba a Carmaux, a llevarle a Émile tres metralletas. Charles las había escondido en una maleta que pesaba bastante. Pues, imaginaos que me subo a mi tren en la estación de Toulouse, y cuando abro la puerta de mi compartimento, ¡me doy de bruces con ocho gendarmes! Vuelvo a salir en el acto de puntillas, rogando que no se hubieran fijado en mí, pero resulta que uno de ellos se levanta y se ofrece a hacerme sitio para que me pueda sentar. Otro se ofrece incluso a ayudarme con la maleta. ¿Qué habríais hecho en mi lugar?

– Bueno, yo habría rezado para que me fusilaran rápidamente -responde mi hermano pequeño. Y añade-: ¿Para qué esperar? Si se ha fastidiado, se ha fastidiado, ¿no?

– Ya, pues como ya estaba enfangada, de perdidos al río, como dices tú, así que les dejé hacer. Cogieron la maleta y la colocaron a mis pies, bajo el asiento. El tren arrancó y estuvimos charlando hasta Carmaux. Pero, esperad, ¡no acaba ahí la cosa!

Creo que si en ese momento, Sophie me hubiera dicho: «Jeannot, te besaré si te cambias ese horrible color de pelo», no sólo hubiera aceptado, sino que me lo habría teñido al momento. Pero bueno, como la cuestión no se plantea, sigo siendo pelirrojo, y Sophie sigue con su historia más bella todavía.

– El tren llega a la estación de Carmaux, y, ¡puñetas, un control! Por la ventana, veo a los alemanes abrir todas las maletas en el andén;¡ahora sí que, de todas todas, estoy perdida!

– ¡Pero estás aquí! -dice Claude, mojando el dedo, a falta de un terrón de azúcar, en el café que queda en el fondo de la taza.

– Los gendarmes se ríen al ver la cara que pongo, me dan una palmadita en el hombro y dicen que me acompañarán hasta la salida. Y para mi asombro, su cabo añade que prefiere que una chica como yo disfrute de los jamones y salchichones que llevo escondidos en la maleta a que se los queden los soldados de la Wehrmacht. ¿No os parece una historia genial? -concluye Sophie echándose a reír.

A nosotros, su historia nos hiela la sangre, pero si nuestra compañera está feliz, nosotros también estamos felices, simplemente, por estar junto a ella. Como si todo eso, al final, no fuera más que un juego de niños, un juego de niños en el que habría podido acabar fusilada diez veces… de verdad.

Sophie ha cumplido diecisiete años ese mismo año. Al principio, a su padre, que era minero en Carmaux, no le hacía mucha gracia que su hija se uniera a la brigada. Cuando Jan la admitió en nuestras filas, fue incluso a echarle la bronca. Pero el padre de Sophie es miembro de la Resistencia desde el primer momento, por lo que le resulta difícil encontrar un argumento válido para prohibirle a su hija seguir su mismo camino. Su bronca a Jan es más bien para cubrir las apariencias.

– Esperad, lo mejor está por llegar -sigue Sophie, cada vez más animada.

Claude y yo escuchamos el final de su relato de buena gana.

– En la estación, Émile me espera al final del andén; me ve llegar rodeada de ocho gendarmes, uno de los cuales llevaba la bolsa con las metralletas. ¡Tendríais que haber visto la cara de Émile!

– ¿Cómo reaccionó? -pregunta Claude.

– Hice muchos aspavientos, le grité «cariño», y literalmente me lancé a su cuello para que no se largara. Los gendarmes le entregaron mi equipaje y se fueron después de desearnos un buen día. Creo que Émile está temblando todavía.

– Pues tendré que dejar de comer kosher si el jamón da tanta suerte -dice bromeando mi hermano pequeño.

– Eran metralletas, imbécil -replica Sophie-, y además, los gendarmes, simplemente, estaban de buen humor.

Claude no se refería a la suerte que Sophie había tenido con los gendarmes… sino a la de Émile…

Nuestra compañera miró su reloj y se levantó de un salto diciendo «tengo que irme»; después, nos besó a los dos, y se fue. Mi hermano y yo nos quedamos sentados, uno junto a otro, sin decir nada, durante un buen rato. Nos separamos a primera hora de la tarde, y ambos sabíamos lo que el otro estaba pensando.

Le propuse volver a quedar a solas a la noche siguiente para que pudiéramos hablar un poco.

– ¿Mañana por la noche? No puedo -dijo Claude.

No le hice preguntas, pero, por su silencio, supe que tenía una misión; y él, por mi cara, veía que la inquietud empezaba a carcomerme desde que se había callado.

– Pasaré por tu casa después -añadió él-. Pero no antes de las diez.

Era muy generoso de su parte, porque tras cumplir con su misión, tendría que pedalear un buen rato para venir a verme. Pero Claude sabía que, si no lo hacía, yo no pegaría ojo en toda la noche.

– Hasta mañana, entonces, hermanito.

– Hasta mañana.

***

Seguía dándole vueltas a mi pequeña conversación con la señora Dublanc. Si se lo decía a Jan, me obligaría a dejar la ciudad. Pero yo no quería ni alejarme de mi hermano… ni de Sophie. Por otro lado, si no se lo decía a nadie y me apresaban, habría cometido un error imperdonable. Así que me subí a la bici y me puse en camino hacia la pequeña estación de Loubers. Charles siempre daba buenos consejos.

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