Marc Levy - Los hijos de la libertad

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En la Francia ocupada por los nazis, dos hermanos adolescentes de origen judío, Raymon y Claude, se unen a la Resistencia en la 35ª brigada de Toulouse. La clandestinidad, el hambre, las ejecuciones y los actos de sabotaje pasarán a formar parte de sus vidas cotidianas, pero también conocerán la solidaridad, la amistad y el amor, además del valor supremo de la libertad. Mientras esperan la llegada de los aliados, Raymond y sus compañeros cruzarán Europa a bordo de un tren de deportados a los campos de concentración.

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Catherine había confirmado a Robert que todos los domingos por la mañana el fiscal se iba a misa a las diez en punto, así que, decidido, Robert lucha contra el asco que se apodera de él y se monta en su bici. Hay que salvar a Boris.

Son las diez cuando Robert sale a la calle. El procurador acaba de cerrar la verja de su jardín. Acompañado por su mujer y su hija, camina por la acera. Robert le quita el seguro a su revólver y avanza hacia él; el grupo llega a su altura y pasa de largo. Robert saca su arma, da media vuelta y apunta. No lo hará por la espalda, así que grita:

– ¡Lespinasse!

Sorprendida, la familia se vuelve y descubre el arma que le apunta, pero ya han resonado dos disparos y el fiscal cae de rodillas, con las manos sobre el vientre. Con los ojos abiertos de par en par, Lespinasse se queda mirando a Robert, vuelve a levantarse, titubea y se apoya en un árbol. ¡Los cabrones son verdaderamente duros!

Robert se acerca y Lespinasse, a modo de súplica, murmura:

– Gracia…

Robert, a su vez, piensa en el cuerpo de Marcel, con la cabeza entre las manos dentro de su ataúd y ve el rostro de los compañeros abatidos. A todos esos chicos no les concedió gracia o piedad alguna; Robert vacía su cargador. Las dos mujeres gritan, un peatón intenta venir a ayudarlo, pero Robert levanta su arma y el hombre retrocede.

Y mientras Robert se aleja en su bici, las llamadas de auxilio se elevan a su espalda.

A mediodía, está de regreso en su habitación. La noticia se ha extendido por toda la ciudad. Los policías han cercado el barrio, interrogan a la viuda del procurador, le preguntan si podría reconocer al responsable. La señora Lespinasse asiente y responde que es posible, pero que no desearía hacerlo, porque ya ha habido bastantes muertes.

Capítulo 15

Émile había conseguido que lo contrataran en los servicios ferroviarios. Todos intentábamos conseguir un trabajo. Necesitábamos un salario. Había que pagar el alquiler, alimentarse más o menos, y la Resistencia apenas conseguía darnos algo de vez en cuando. Un empleo tenía también la ventaja de representar un cambio respecto a nuestras actividades clandestinas. Llamábamos menos la atención de la policía o de nuestros vecinos si íbamos a trabajar todas las mañanas. Los que estaban en paro no tenían otra opción que la de hacerse pasar por estudiantes, pero llamaban mucho más la atención. Evidentemente, era genial si el trabajo podía servir también a la causa. Los puestos que Émile y Alonso ocupaban en la estación de clasificación de Toulouse eran preciosos para la brigada. Junto a algunos ferroviarios, habían constituido un pequeño equipo especializado en sabotajes de todo tipo. Una de sus especialidades consistía en despegar, en las narices de los soldados, las etiquetas que estaban a los lados de los vagones para volver a pegarlas, enseguida, encima de otras. Así, en el momento de ensamblar los convoyes, las piezas sueltas tan esperadas en Calais por los nazis se iban a Burdeos, los transformadores esperados en Nantes llegaban a Metz, los motores que debían ir a Alemania se entregaban en Lyon.

Los alemanes culpaban a la SNCF de ese desbarajuste, y se burlaban de la ineptitud francesa. Gracias a Émile, a François y a algunos de sus colaboradores ferroviarios, el abastecimiento necesario para las fuerzas de ocupación se dispersaba en todas direcciones, excepto en la buena, y se perdía por el camino. Antes de que las mercancías destinadas al enemigo se encontraran y llegaran a buen puerto, pasaban uno o dos meses, que nosotros ganábamos.

A menudo, cuando ya había caído la noche, nos uníamos a ellos para colarnos entre los convoyes parados. Estábamos atentos a cualquier ruido que surgiera a nuestro alrededor y aprovechábamos el menor chirrido de un cambio de aguja o el paso de una locomotora para avanzar hacia nuestro objetivo sin que nos sorprendieran las patrullas alemanas.

La semana anterior nos habíamos deslizado bajo un tren para volver a subir por sus ejes hasta alcanzar un vagón muy particular por el que nos volvíamos locos: el Tankwagen, que se traduce como «vagón-cisterna». Aunque era muy difícil llevarla a cabo sin hacerse notar, la maniobra de sabotaje pasaría totalmente desapercibida una vez realizada.

Mientras uno vigilaba, los otros se subieron a lo alto de la cisterna, levantaron la tapadera y echaron kilos de arena y melaza en el carburante. Algunos días más tarde, cuando llegó a su destino, el precioso líquido que había recibido nuestros cuidados se utilizaba para alimentar las reservas de los bombarderos o cazas alemanes. Nuestros conocimientos eran suficientes para saber que, justo después del despegue, el piloto del aparato sólo tendría una alternativa: intentar comprender por qué sus motores acababan de apagarse o saltar de inmediato en paracaídas antes de que el avión se estrellara; en el peor de los casos, los aviones quedarían inutilizados al final de la pista, lo que no estaba nada mal.

Con un poco de arena y otro tanto de descaro, mis compañeros habían conseguido idear uno de los sistemas de destrucción a distancia de la aviación enemiga más simples y de los más eficaces. Cuando volvía con ellos por la mañana, me decía a mí mismo que, con estas acciones, me estaban permitiendo realizar una pequeña parte de mi segundo sueño: formar parte de la Royal Air Force.

A veces, también nos colábamos entre las vías del tren de la estación de Toulouse-Raynal para quitar cubiertas de los vagones, y actuábamos en función de lo que encontráramos. Cuando descubríamos alas de Messerschmitt, fuselajes de Junkers o estabilizadores de Stuka construidos en los talleres Latécoère de la región, cortábamos los cables de control. Cuando nos topábamos con motores de aviones, arrancábamos los cables eléctricos o los tubos de la gasolina. No puedo recordar el número de aparatos que conseguimos clavar así al suelo. Por mi parte, he de admitir que era aconsejable que un compañero viniera conmigo cuando me tocaba destruir un avión enemigo a causa de mi natural distraído. Cuando debía agujerear los planos de sustentación de un ala con un punzón, me imaginaba en la carlinga de mi Spitfire, apretando el gatillo de la palanca, con el viento soplando en el fuselaje. Por suerte para mí, las benévolas manos de Émile o de Alonso me daban una palmadita en el hombro, y veía entonces sus caras disgustadas que me devolvían a la realidad, y me decían «Venga, Jeannot, es hora de volver».

Habíamos pasado los quince primeros días de octubre trabajando de ese modo. Pero esa noche, el golpe sería mucho más importante de lo habitual. Émile se había enterado de que iban a transportar doce locomotoras a Alemania el día siguiente. La misión era de envergadura, y participaríamos seis de nosotros. Era raro que actuáramos tantos a la vez; si nos cogían, la brigada perdería cerca de un tercio de sus efectivos. Pero la apuesta justificaba que corriéramos un riesgo semejante. Era lo mismo hablar de doce locomotoras que de doce bombas, pero, como no podíamos ir en procesión a casa del bueno de Charles, por una vez, debería servir a domicilio.

A primera hora de la mañana, nuestro amigo había colocado sus preciosos paquetes en el fondo de una pequeña carreta atada a su bici, los había cubierto con lechugas frescas cogidas de su jardín y, por último, con una manta. Había salido de la pequeña estación de Loubers pedaleando y cantando por la campiña francesa. La bicicleta de Charles montada con piezas reutilizadas de nuestras bicis era única en su género. Con un manillar de casi un metro de envergadura, una silla levantada, un cuadro medio azul y medio naranja, pedales diferentes y dos bolsos de mujer colgados a los lados de la rueda trasera, la bicicleta de Charles tenía realmente un aspecto extraño.

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