Marc Levy - Las cosas que no nos dijimos

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Las cosas que no nos dijimos: краткое содержание, описание и аннотация

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Con más de 15 millones de ejemplares de sus novelas vendidos en todo el mundo, Marc Levy se ha convertido en un referente indiscutible de la literatura contemporánea. Con su nueva novela, Las cosas que no nos dijimos, Levy va un paso más al lá y arrastra al lector a un universo del que no querrá salir. Cuatro días antes de su boda, Julia recibe una llamada del secretario personal de Anthony Walsh, su padre. Walsh es un brillante hombre de negocios, pero siempre ha sido para Julia un padre ausente, y ahora llevan más de un año sin verse. Como Julia imaginaba, su padre no podrá asistir a la boda. Pero esta vez tiene una excusa incontestable: su padre ha muerto.

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Knapp se examinó largo rato en el espejo. Se ajustó el nudo de la corbata y se echó una última ojeada antes de salir del cuarto de baño. A las ocho en punto, en el palacio de la Fo tografía, el ministro de Cultura inauguraría la exposición que él mismo había concebido y organizado. La sobrecarga de trabajo que había implicado ese proyecto había sido considerable, pero era muy importante, capital para no estancarse en su carrera. Si la velada resultaba un éxito, si sus colegas de la prensa escrita alababan en las ediciones del día siguiente el fruto de sus esfuerzos, ya no tardaría en instalarse en el gran despacho de cristal situado en la entrada de la sala de redacción. Knapp consultó el reloj en la pared del edificio, iba con un cuarto de hora de adelanto, por lo que tenía tiempo de sobra de cruzar andando la Pa riserplatz y situarse al pie de la escalera, sobre la alfombra roja, para recibir al ministro y a las cámaras de televisión.

Adam hizo una bola con la hoja de celofán que envolvía su sandwich y apuntó para encestar en la papelera colgada de una farola del parque. Erró el tiro y se levantó para recoger el envoltorio grasiento. En cuanto se acercó al césped, una ardilla levantó la cabeza y se irguió sobre las patas traseras.

– Lo siento, amiga -dijo Adam-, no tengo avellanas en el bolsillo, y Julia no está en la ciudad. Nos ha dejado plantados a los dos.

El animalillo lo miró sacudiendo suavemente la cabeza con cada palabra.

– No creo que a las ardillas os guste el embutido -dijo lanzándole un trozo de jamón que asomaba entre las dos rebanadas de pan.

El roedor rechazó lo que se le ofrecía y trepó por el tronco de un árbol. Una joven que estaba haciendo footing se detuvo junto a Adam.

– ¿Habla con las ardillas? Yo también, me encanta cuando acuden y agitan la carita a un lado y a otro.

– Ya lo sé, las mujeres las encuentran irresistibles, y eso que son primas hermanas de las ratas -masculló Adam.

Tiró el sandwich a la papelera y se alejó con las manos en los bolsillos.

Llamaron a la puerta. Julia cogió la esponja y se limpió rápidamente la mascarilla que le cubría el rostro. Salió de la bañera y se puso el albornoz que colgaba de un gancho. Cruzó la habitación, abrió la puerta al camarero y le pidió que dejara la bandeja sobre la cama. Cogió un billete de su bolso y lo metió dentro de la nota, antes de firmarla y entregársela al joven. En cuanto éste se hubo marchado, Julia se instaló bajo las sábanas y se puso a picotear del cuenco de cereales. Mando en mano, zapeó por las cadenas de televisión, en busca de algún programa que no estuviera en alemán.

Tres cadenas españolas, una suiza y dos francesas más tarde, renunció a ver las imágenes de guerra que transmitía la CNN -demasiado violentas-, las de las cotizaciones de Bolsa que ofrecía Bloomberg -no le interesaban nada, era un desastre en matemáticas-, el concurso de la RAI -la presentadora era demasiado vulgar para su gusto-, y volvió a empezar desde el principio.

El cortejo llegó, precedido por dos agentes de policía en moto. Knapp se puso de puntillas. Su vecino trató de colarse, pero él contestó con un codazo para recuperar su puesto, su colega no tenía más que haber llegado antes. Justo en ese momento se detuvo ante sí la berlina negra. Un guardaespaldas abrió la puerta del coche, y el ministro se apeó, acogido por un enjambre de cámaras. Acompañado por el comisario de la exposición, Knapp dio un paso adelante y se inclinó para saludar al alto funcionario, antes de escoltarlo por la alfombra roja.

Julia consultaba la carta, pensativa. En el cuenco de cereales sólo quedaba una pasa, y, en el plato de frutas, dos pepitas. Le resultaba imposible decidirse, dudaba entre un fondant de chocolate, un strudel, tortitas y un sandwich club. Se examinó atentamente la tripa y las caderas y lanzó despedida la carta al otro extremo de la habitación. El noticiario terminaba con las imágenes súper glamurosas de una inauguración mundana. Hombres y mujeres, personas importantes vestidas de gala, recorrían la alfombra roja bajo el resplandor de los flashes. Un elegante vestido largo, lucido por una actriz o una cantante, probablemente berlinesa, llamó su atención. No le resultaba familiar ningún rostro entre todo ese elenco de personalidades, ¡salvo uno! Se puso en pie de un salto, tirando al suelo la bandeja, y se acercó a la pantalla de televisión. Estaba segura de haber reconocido al hombre que acababa de entrar en el edificio, sonriendo al objetivo que lo enfocaba. La cámara se alejó para ofrecer una perspectiva general de las columnas de la Pu erta de Brandemburgo.

– ¡Será cabrón! -exclamó Julia, precipitándose hacia el cuarto de baño.

El recepcionista del hotel le aseguró que la velada en cuestión sólo podía celebrarse en el Stiftung Brandenburger. El palacio formaba parte de las últimas novedades arquitectónicas de Berlín, y, en efecto, desde la escalinata se podía disfrutar de una vista perfecta sobre las columnas. La inauguración de la que le hablaba Julia sin duda sería la que organizaba el Tagesspiegel. La señorita Walsh no tenía por qué precipitarse de esa manera, la gran exposición de fotografía periodística permanecería hasta la fecha que conmemoraba la caída del Muro, por lo que aún quedaban cinco meses. Si la señorita Walsh así lo deseaba, podría desde luego conseguirle dos invitaciones antes del día siguiente a mediodía. Pero lo que Julia quería era la manera de conseguir inmediatamente un vestido de noche.

– ¡Pero si ya son casi las nueve, señorita Walsh!

Julia abrió su bolso y vació el contenido sobre el mostrador, inspeccionándolo. Había dólares, euros, monedas diversas, encontró incluso un viejo marco alemán del que nunca se había separado. Se quitó el reloj y lo empujó todo con las dos manos hacia el empleado del hotel, como lo haría un jugador sobre el mantel verde de la fortuna.

– Rojo, violeta, amarillo, me da igual, pero se lo suplico, encuéntreme un vestido de noche.

El recepcionista la miró consternado, arqueando la ceja izquierda. Movido por su conciencia profesional, no podía dejar así a la hija del señor Walsh. Encontraría una solución a su problema.

– Guarde ese batiburrillo en su bolso y sígame -dijo, conduciendo a Julia hacia la lavandería.

Incluso en la penumbra de la habitación, el vestido que le presentó parecía muy hermoso. Pertenecía a una cliente que ocupaba la suite 1206. El taller de costura lo había entregado en el hotel a una hora en la que ya no se importunaba a la señora condesa, explicó el empleado. Se daba por supuesto que no se toleraría ninguna mancha y que, como Cenicienta, Julia debía devolverlo antes de que la última campanada marcara la medianoche.

La dejó sola en la lavandería, no sin antes invitarla a colgar su ropa de una percha.

Julia se desvistió y se puso la delicada pieza de alta costura con sumo cuidado. No había ningún espejo donde mirarse, buscó su reflejo en el metal de un perchero, pero el cilindro le devolvía una imagen deformada. Se soltó el cabello, se maquilló a tientas, dejó allí su bolso con su pantalón y su jersey, y regresó al vestíbulo por un pasillo oscuro.

El recepcionista le indicó con un gesto que se acercara. Julia obedeció sin rechistar. Un espejo cubría la pared a su espalda, pero en cuanto Julia quiso comprobar su apariencia, el empleado del hotel se lo impidió, colocándose delante.

– ¡No, no, no! -dijo mientras Julia hacía un segundo intento-. Si la señorita me lo permite…

Sacando un pañuelo de papel de un cajón, corrigió un trazo del pintalabios.

– ¡Ahora ya puede admirarse! -concluyó, apartándose del espejo.

Julia no había visto nunca nada tan espectacular como ese vestido. Mucho más bello que todos aquellos con los que había soñado en los escaparates de los grandes modistos.

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