– ¿Te parece que es la elegancia personificada? -se rió Julia.
– Después de todo este tiempo, podríamos al menos invitarlo una vez a cenar a tu casa. -¿Estás de broma?
– Que yo sepa, no soy yo quien no deja de repetir que vende los zapatos más bonitos de todo Nueva York. -Y por eso querrías…
– No voy a seguir viudo toda la vida, ¿o es que tienes algo en contra?
– Nada en absoluto, pero en fin, el señor Zimoure… -¡Olvida al señor Zimoure! -dijo Stanley, lanzando una ojeada por la ventana. -¿Ya?
– ¡Sobre todo, no te vuelvas, el hombre que nos mira desde el otro lado del escaparate es absolutamente irresistible!
– ¿Qué hombre? -preguntó Julia sin atreverse a hacer el menor movimiento.
– El que tiene la nariz pegada al cristal desde hace diez minutos y te mira como si hubiera visto a la Vir gen… Que yo sepa, la Vir gen no habría llevado zapatos de trescientos dólares, ¡y menos de rebajas! ¡Te he dicho que no vuelvas, lo he visto yo primero!
Julia levantó la cabeza y no pudo reprimir un temblor en los labios.
– De eso nada -dijo con voz temblorosa-, a ése lo vi yo mucho antes que tú…
Abandonó los zapatos sobre el estrado, abrió el pestillo de la puerta de la tienda y se precipitó a la calle.
Cuando el señor Zimoure volvió a la tienda encontró a Stanley sentado solo en el estrado, con un par de zapatos en la mano.
– ¿Se ha marchado la señorita Walsh? -preguntó, estupefacto.
– Sí -contestó Stanley-, pero no se preocupe, volverá, probablemente hoy no, pero volverá.
De la sorpresa, al señor Zimoure se le cayó la caja que tenía en la mano. Stanley la recogió y se la tendió.
– Parece usted tan desesperado… Vamos, lo ayudo a ordenar y luego lo invito a tomar un café, o un té, si lo prefiere.
Tomas rozó los labios de Julia con las yemas de los dedos y le besó los párpados.
– He intentado convencerme de que podía vivir sin ti, pero ya ves, no lo consigo.
– ¿Y África, tus reportajes? ¿Y qué dirá Knapp?
– ¿De qué me sirve recorrer la Ti erra para traer la verdad de los demás si me miento a mí mismo, de qué me sirve ir de país en país cuando la mujer a la que amo no está en ninguno de ellos?
– Entonces no te hagas más preguntas, era la manera más bonita de decirme hola -dijo Julia poniéndose de puntillas.
Se besaron, y fue un beso muy largo, como el de dos personas que se aman hasta el punto de olvidarse del resto del mundo.
– ¿Cómo me has encontrado? -preguntó Julia, acurrucada en los brazos de Tomas.
– Te he buscado veinte años, de modo que encontrarte en la puerta de tu casa no era lo más difícil del mundo, créeme -contestó.
– Diecisiete, y créeme, ¡ha sido demasiado tiempo! Julia volvió a besarlo.
– Pero tú, Julia, ¿qué te decidió a venir a Berlín?
– Ya te lo he dicho, una señal del destino… Fue al ver un dibujo tuyo olvidado sobre la mesa de una retratista callejera.
– Nunca he posado para ningún retrato.
– Claro que sí, era tu rostro, tus ojos, tu boca, hasta el hoyuelo de la barbilla.
– ¿Y dónde estaba ese dibujo tan fiel al original?
– En el viejo puerto de Montreal.
– Nunca he estado en Montreal…
Julia alzó los ojos, una nube cruzaba el cielo de Nueva York, ella sonrió al mirar la forma que adoptaba. -Lo voy a echar mucho de menos.
– ¿A quién?
– A mi padre. Y ahora, ven, vamos a pasear, tengo que presentarte mi ciudad.
– ¡Pero si estás descalza!
– Eso ya no tiene ninguna importancia, mi amor -contestó Julia.
Emmanuelle Hardouin, Pauline Lévéque, Raymond y Daniéle Levy, Louis Levy, Lorraine.
Susanna Lea y Antoine Audouard.
Nicole Lattés, Leonello Brandolini, Brigitte Lannaud, Antoine Caro, Anne-Marie Lenfant, Élisabeth Villeneuve, Sylvie Bardeau, Tine Gerber, Lydie Leroy, Aude de Margerie, Joél Renaudat, Arié Sberro y a todo el quipo de Éditions Robert Laffont.
Katrin Hodapp, Mark Kessler, Marie Garnero, Marión Millet.
Pauline Normand, Marie-Éve Provost. Léonard Anthony y a todo su equipo. Christine Steffen-Reimann. Philippe Guez, Éric Brame y Miguel Courtois. Yves y Martyn Lévéque, Charles Veillet-Lavallée.
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