Anthony calló al instante, se le cerraron los ojos, y se desplomó cuan largo era sobre la alfombra ante la mirada petrificada de Adam.
– Imagino que no me habrás traído una foto suya, ¿verdad? -le preguntó Stanley-. Con lo que me hubiera gustado ver cómo es. No digo más que tonterías, pero no soporto cuando te quedas tan callada.
– ¿Por qué?
– Porque ya no consigo contar todos los pensamientos que pasan por tu cabeza.
Su conversación la interrumpió de pronto Gloria Gaynor, que canturreaba / Will Survive en el bolso de Julia.
Ésta sacó su móvil y le enseñó a Stanley la pantalla, en la que se leía el nombre de Adam. Su amigo se encogió de hombros, y Julia contestó la llamada. Oyó la voz aterrorizada de su prometido.
– Tenemos muchas cosas que contarnos tú y yo, bueno, sobre todo tú, pero eso tendrá que esperar, tu padre acaba de sufrir un desmayo.
– En otras circunstancias, podría haberme hecho gracia, pero ahora encuentro tu broma de mal gusto.
– Estoy en tu apartamento, Julia…
– ¿Qué haces en mi casa, si habíamos quedado dentro de una hora? -le dijo, presa del pánico.
– Tu asistente personal llamó para decirme que querías que nos viéramos antes.
– ¿Mi asistente? ¿Qué asistente?
– ¿Y eso qué importa ahora? Te estoy diciendo que tu padre está tumbado en el suelo, inerte en mitad de tu salón; ¡ven lo antes posible, mientras yo voy llamando a una ambulancia!
Stanley se sobresaltó cuando su amiga gritó:
– ¡Ni se te ocurra hacer eso! ¡Llego en seguida!
– ¿Has perdido el juicio? Julia, por mucho que lo he sacudido, no reacciona; ¡ahora mismo llamo a urgencias!
– He dicho que no llames a nadie, ¿me has oído? Estaré ahí dentro de cinco minutos -contestó Julia poniéndose de pie.
– ¿Dónde estás?
– Enfrente de casa, en Pastis; no tengo más que cruzar la calle y subir; ¡mientras tanto no hagas nada, no toques nada, sobre todo no lo toques a él!
Stanley, que no se estaba enterando de lo que ocurría, le dijo bajito a su amiga que se encargaba él de pagar la cuenta. Cuando Julia ya cruzaba el café corriendo, le gritó que lo llamara en cuanto hubiera apagado el fuego.
Julia subió los escalones de cuatro en cuatro y, nada más entrar en su casa, vio el cuerpo inmóvil de su padre tendido en mitad del salón.
– ¿Dónde está el mando? -dijo entrando en tromba en la habitación.
– ¿Qué? -preguntó Adam, totalmente desconcertado.
– Una caja con botones, bueno, en este caso un solo botón, un mando a distancia, ¿sabes lo que es? -contestó Julia barriendo la habitación con la mirada.
– Tu padre está inerte, ¿y tú quieres ver la televisión? Voy a llamar a urgencias para que envíen dos ambulancias.
– ¿Has tocado algo? ¿Cómo ha pasado? -lo interrogó Julia, abriendo todos los cajones uno detrás de otro.
– No he hecho nada especial, salvo hablar con tu padre, al que enterramos la semana pasada, lo cual, pensándolo bien, en sí ya es bastante especial.
– Después, Adam, después podrás hacerte el gracioso, ahora tenemos una emergencia.
– No era mi intención en absoluto hacerme el gracioso. ¿Piensas explicarme lo que está pasando aquí? O dime al menos que me voy a despertar y a reírme yo solo de la pesadilla que estoy teniendo ahora…
– ¡Al principio yo me dije lo mismo! ¿Dónde narices se habrá metido?
– Pero ¿de qué estás hablando?
– Del mando a distancia de mi padre.
– ¡Ahora ya sí que llamo a una ambulancia! -juró Adam, dirigiéndose al teléfono de la cocina.
Con los brazos cruzados sobre el pecho, Julia se interpuso en su camino.
– Tú no das un solo paso más y me explicas exactamente qué es lo que ha pasado.
– Ya te lo he dicho -le contestó Adam, furioso-, tu padre me ha abierto la puerta; tendrás que perdonar mi asombro al verlo, me ha hecho entrar prometiéndome que me iba a explicar el motivo de su presencia aquí. Después me ha ordenado que me sentara, y justo cuando me estaba acomodando en el sofá, se ha desplomado en mitad de la frase que estaba diciendo.
– ¡El sofá! Quita de ahí -gritó Julia, empujando a Adam.
Levantó frenéticamente los cojines uno detrás de otro y suspiró de alivio al encontrar por fin el codiciado objeto.
– Lo que yo decía, te has vuelto completamente loca -masculló Adam.
– Por favor, que funcione, por favor -suplicó Julia, cogiendo el mando blanco.
– ¡Julia! -vociferó Adam-. ¡Me vas a explicar de una maldita vez a qué estás jugando!
– Cállate -dijo ella, a punto de echarse a llorar-, nos voy a ahorrar a los dos muchas palabras inútiles, dentro de dos minutos lo comprenderás todo. Espero que lo comprendas, porque sobre todo espero que funcione…
Imploró a los cielos con una mirada por la ventana, cerró los ojos y pulsó el botón del mando blanco.
– Ya lo ve usted mismo, mi querido Adam, las cosas no siempre son como parecen… -dijo Anthony volviendo a abrir los ojos, y se interrumpió al ver a Julia en mitad del salón.
Carraspeó y se puso en pie, mientras Adam se dejaba caer sin fuerzas en la butaca.
– Caramba -prosiguió Anthony-, ¿qué hora es? ¿Las ocho ya? Se me ha pasado el tiempo volando -añadió, sacudiéndose el polvo de las mangas.
Julia le lanzó una mirada incendiaria.
– Creo que será mejor que os deje solos -prosiguió Anthony, muy incómodo-. Seguro que tenéis muchas cosas que contaros. Escuche bien lo que Julia tiene que decirle, mi querido Adam, esté muy atento y no la interrumpa. Al principio le resultará algo difícil de admitir, pero, con un poco de concentración, ya verá como todo se aclara. Así que nada, ya me marcho, en cuanto encuentre mi gabardina me marcho…
Anthony cogió la gabardina de Adam que colgaba del perchero, cruzó la habitación de puntillas para apoderarse del paraguas olvidado junto a la ventana y salió.
Julia señaló primero la caja en mitad del salón y trató después de explicar lo increíble. A su vez, se dejó caer sobre el sofá mientras Adam recorría nervioso la habitación de un extremo a otro.
– ¿Qué habrías hecho tú en mi lugar?
– No tengo ni idea, ni siquiera sé ya cuál es mi lugar en todo esto. Me has mentido durante una semana entera, y ahora quieres que me crea este cuento chino.
– Adam, si tu padre llamara a la puerta de tu casa al día siguiente de su muerte, si la vida te diera el regalo de pasar unos momentos más con él, seis días para poder deciros todas las cosas nunca confesadas, para revivir todos los secretos de tu infancia, ¿no aprovecharías esa oportunidad, no aceptarías ese viaje aunque fuera absurdo? -Creía que odiabas a tu padre.
– Yo también lo creía y, sin embargo, ya ves, ahora me gustaría disfrutar de unos momentos más con él. No he hecho más que hablarle de mí, cuando hay tantas cosas que me gustaría comprender de él, de su vida. Por primera vez, he podido mirarlo con ojos de adulto, liberada de casi todos mis egoísmos. He admitido que mi padre tenía defectos, yo también los tengo, pero eso no quiere decir que no lo quiera. Al regresar me decía que si podía estar segura de que mis hijos mostraran algún día la misma tolerancia hacia mí, entonces quizá me diera menos miedo ser madre a mi vez, quizá fuera más digna de serlo.
– Eres deliciosamente ingenua. Tu padre ha dirigido tu vida desde el día que naciste; ¿no era eso lo que me decías las raras veces que me hablabas de él? Aun admitiendo que esta historia absurda sea verdad, habrá logrado la increíble hazaña de proseguir su obra incluso después de muerto. ¡No has compartido nada con él, Julia, es una máquina! Todo lo que haya podido decirte estaba grabado previamente. ¿Cómo has podido creerte esta trampa? No era una conversación entre ambos, sino un monólogo. Tú que ideas personajes de ficción, ¿permites que los niños hablen con ellos? Por supuesto que no, simplemente anticipas sus deseos, inventas las frases que los divertirán, que los tranquilizarán. A su manera, tu padre ha empleado la misma estratagema. Te ha manipulado, una vez más. Vuestra semanita los dos juntos no ha sido más que una parodia de reencuentro; su presencia, un espejismo.
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