En cuanto se hubo marchado, Anthony cogió el teléfono. Eran las cuatro de la tarde en San Francisco, la persona a la que llamaba respondió al primer timbrazo.
– ¡Pilguez al aparato!
– ¿Te molesto? Soy Anthony.
– Los viejos amigos no molestan jamás. ¿A qué debo el placer de oírte, después de tanto tiempo?
– Quería pedirte un favor, que hagas para mí una pequeña investigación, si es que aún te manejas por esos terrenos.
– Si supieras lo que me aburro desde que estoy jubilado… ¡Aunque me llamaras para decirme que has perdido las llaves, estaría encantado de ocuparme del caso!
– ¿Conservas algún contacto en la policía de fronteras, alguien en la oficina de visados que pueda hacer una búsqueda para nosotros?
– ¡Todavía tengo el brazo muy largo, a ver qué te crees!
– Pues bien, necesito que lo estires al máximo, te diré de qué se trata…
La conversación entre los dos viejos amigos duró algo más de media hora. El ex inspector Pilguez le prometió a Anthony que le conseguiría la información que quería lo antes posible.
Eran las ocho de la tarde en Nueva York. De la puerta del anticuario colgaba un cartelito que indicaba que la tienda estaría cerrada hasta el día siguiente. En el interior, Stanley montaba los estantes de una biblioteca de finales del siglo XIX que le habían llevado por la tarde. Adam llamó al cristal del escaparate.
– ¡Qué pesado! -suspiró Stanley, escondiéndose detrás de un aparador.
– ¡Stanley, soy yo, Adam! ¡Sé que estás ahí! Stanley se agachó, conteniendo la respiración. -¡Tengo dos botellas de cháteau lafite! Stanley levantó despacio la cabeza. -¡De 1989! -gritó Adam desde la calle. La puerta de la tienda se abrió.
– Lo siento, no te había oído, estaba ordenando la mercancía -dijo Stanley, dejando pasar a su visitante-. ¿Has cenado ya?
Tomas se desperezó y salió de la cama, con cuidado de no despertar a Marina, que dormía a su lado. Bajó la escalera de caracol y cruzó el salón, en la planta baja del dúplex. Pasando por detrás de la barra del bar, colocó una taza en la cafetera, cubrió el aparato con una servilleta para ahogar el ruido y le dio al botón. Abrió la cristalera y salió a la terraza para aprovechar los primeros rayos de sol que ya acariciaban los tejados de Roma. Se acercó a la barandilla y miró la calle allá abajo. Un repartidor descargaba cajas de verduras delante de la tienda de alimentación contigua al café, en la planta baja del edificio de Marina.
Un intenso olor a pan tostado precedió una sarta de tacos en italiano. Marina apareció en albornoz con aire malhumorado.
– ¡Dos cosas! -anunció-. La primera es que estás en pelotas, y dudo mucho que mis vecinos de enfrente aprecien el espectáculo para amenizar su desayuno.
– ¿Y la segunda? -preguntó Tomas sin volverse.
– El desayuno lo tomamos abajo en el café, en casa no hay nada.
– ¿No compramos ciabattas anoche? -preguntó Tomas con tono burlón.
– ¡Vístete! -replicó Marina volviendo al interior.
– ¡Al menos podrías darme los buenos días! -gruñó él.
Una anciana que estaba regando las plantas le dedicó un saludo con la mano desde su balcón situado al otro lado de la callejuela. Tomas le sonrió y salió de la terraza.
Aún no eran las ocho de la mañana, y ya soplaba una cálida brisa. El dueño de la trattoria adornaba su escaparate; Tomas lo ayudó a sacar las sombrillas a la acera. Marina se sentó a una mesa y cogió un cometió de un cestito con bollería.
– ¿Piensas estar de mal humor todo el día? -preguntó Tomas cogiendo uno a su vez-. ¿Estás enfadada porque me voy?
– Ahora ya sé lo que tanto me gusta de ti, Tomas, y es lo oportuno que sabes ser siempre.
El propietario les sirvió sendos capuchinos humeantes. Levantó los ojos al cielo, rezando por que estallara una tormenta antes de que terminara el día, y le soltó un piropo a Marina alabando lo guapa que estaba esa mañana. Antes de volver al interior de su establecimiento, le dedicó un guiño a Tomas.
– ¿Podemos intentar no arruinarnos la mañana? -dijo él.
– Claro, hombre, qué buena idea. Por qué no te terminas el cornetto y luego subes a echarme un polvo; después una buena ducha en mi cuarto de baño mientras yo, como una idiota, te hago la maleta. Un besito en el umbral, y desapareces durante dos o tres meses, o para siempre. No, déjalo, no digas nada, cualquier cosa que respondas ahora sólo puede ser una tontería.
– ¡Vente conmigo!
– Soy corresponsal, no reportera.
– Nos vamos juntos, pasamos la tarde y la noche en Berlín, y mañana, cuando coja el avión para Mogadiscio, tú regresas a Roma.
Marina se volvió para indicarle al dueño que le sirviera otro café.
– Tienes razón, es mucho mejor despedirse en el aeropuerto, un poco de drama y patetismo siempre viene bien, ¡¿verdad?!
– Lo que no vendría mal es que te pasaras por la redacción del periódico -añadió Tomas.
– ¡Tómate el café mientras aún está caliente!
– Si dijeras que sí en lugar de quejarte tanto, te sacaría un billete.
Apareció un sobre por debajo de la puerta. Anthony hizo una mueca al agacharse para recogerlo del suelo. Lo abrió y leyó el fax dirigido a él: «Lo siento, aún no he obtenido ningún resultado, pero no tiro la toalla. Espero conseguir algo un poco más tarde.» George Pilguez había firmado el mensaje con sus iniciales, G. P.
Anthony Walsh se instaló en el escritorio de su suite y garabateó un mensaje para Julia. Llamó a la recepción para pedir que pusieran a su disposición un coche con chófer. Salió de su habitación e hizo una corta escala en la sexta planta. Avanzó sin hacer ruido hasta la suite de su hija, deslizó el mensaje por debajo de la puerta y se marchó en seguida.
– Al 31 de Karl-Liebknecht-Strasse, por favor -le anunció al chófer.
La berlina negra arrancó al instante.
Julia desayunó un té rápidamente, cogió su bolsa de viaje del armario y la dejó sobre la cama. Empezó por doblar su ropa y al final decidió amontonarla de cualquier manera. Interrumpiendo sus preparativos, se acercó a la ventana. Una lluvia fina caía sobre la ciudad. Abajo, en la calle, se alejaba una berlina.
– Tráeme tu neceser si quieres que te lo guarde en la maleta -gritó Marina desde la habitación.
Tomas asomó la cabeza en el cuarto de baño.
– Puedo hacerme yo mismo la maleta, ¿sabes?
– ¡Mal! Te la puedes hacer tú mismo mal, y yo no estaré luego en Somalia para plancharte la ropa.
– ¿Es que ya lo has hecho? -preguntó Tomas, casi preocupado.
– ¡No! Pero podría haberlo hecho. -¿Has tomado una decisión?
– ¿Sobre qué? ¿Sobre si te dejo ahora mismo o mañana? Tienes suerte, he decidido que sería bueno para mi carrera ir a saludar a nuestro futuro director de redacción. Buena noticia para ti, pero no quieras ver en ella ninguna relación con tu partida, simplemente tendrás la suerte de poder pasar una velada más conmigo.
– Estoy encantado -afirmó Tomas.
– ¿En serio? -dijo Marina cerrando la cremallera de su maleta-. Tenemos que salir de Roma antes de mediodía, ¿piensas monopolizar el cuarto de baño toda la mañana?
– Pensaba que de los dos era yo el gruñón.
– Todo se contagia, querido, yo no tengo la culpa.
Marina empujó a Tomas a un lado para entrar en el cuarto de baño; se desató el cinturón del albornoz y lo arrastró consigo bajo la ducha.
El Mercedes negro giró y se detuvo en un aparcamiento ante una hilera de edificios grises. Anthony le pidió al chófer que lo esperara allí, pensaba estar de vuelta una hora más tarde.
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