Marc Levy - Las cosas que no nos dijimos

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Con más de 15 millones de ejemplares de sus novelas vendidos en todo el mundo, Marc Levy se ha convertido en un referente indiscutible de la literatura contemporánea. Con su nueva novela, Las cosas que no nos dijimos, Levy va un paso más al lá y arrastra al lector a un universo del que no querrá salir. Cuatro días antes de su boda, Julia recibe una llamada del secretario personal de Anthony Walsh, su padre. Walsh es un brillante hombre de negocios, pero siempre ha sido para Julia un padre ausente, y ahora llevan más de un año sin verse. Como Julia imaginaba, su padre no podrá asistir a la boda. Pero esta vez tiene una excusa incontestable: su padre ha muerto.

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– ¡No eres el centro del mundo, querida! ¡Lo decía por tu amigo Knapp!

Julia dejó la carta sobre la mesa e indicó al camarero, que ya se acercaba, que los dejara solos. -¿De qué estás hablando?

– ¿De qué quieres que hable en Berlín en un restaurante en el que estoy almorzando contigo? -¿Qué has descubierto?

– Tomas Meyer, alias Tomas Ullmann, periodista de investigación del Tagesspiegel; pondría la mano en el fuego a que trabaja todos los días con ese miserable que nos ha contado mentiras.

– ¿Por qué mentiría Knapp?

– Eso ya se lo preguntarás tú misma. Imagino que tendrá sus razones.

– ¿Cómo te has enterado de eso?

– ¡Tengo superpoderes! Es una de las ventajas de estar reducido al estado de máquina.

Julia miró a su padre, desconcertada.

– ¿Y por qué no? -prosiguió Anthony-. Tú inventas animales sabios que hablan con los niños, ¿y yo no tendría derecho a poseer algunas cualidades extraordinarias a ojos de mi hija?

Él avanzó la mano hacia la de Julia, cambió de idea y cogió un vaso que se llevó a los labios. -¡Es agua! -gritó ella. Anthony dio un respingo.

– No estoy segura de que sea muy aconsejable para tus circuitos eléctricos -murmuró, incómoda al haber atraído la atención de sus vecinos.

Anthony abrió unos ojos como platos.

– Creo que acabas de salvarme la vida… -dijo, dejando el vaso sobre la mesa-. ¡Aunque, claro, es una manera de hablar!

– ¿Cómo te has enterado de todo esto? -insistió Julia.

Anthony observó largo rato a su hija y renunció a contarle su visita matinal a los archivos de la Sta si. Después de todo, lo único que contaba era el resultado de sus pesquisas.

– Se puede cambiar uno de nombre para firmar los artículos que escribe, ¡pero para cruzar fronteras, la cosa es muy distinta! Si encontramos ese famoso dibujo en Montreal es porque Tomas fue allí, lo que me hizo pensar que, con un poco de suerte, también habría ido a Estados Unidos.

– ¡Entonces de verdad tienes poderes sobrenaturales! -Sobre todo lo que tengo es un viejo amigo que trabajaba en la policía.

– Gracias -murmuró Julia. -¿Qué piensas hacer?

– Eso mismo me pregunto yo. Lo único que sé es que estoy feliz de que Tomas sea lo que siempre soñó ser.

– ¿Y tú qué sabes de eso?

– Quería ser periodista de investigación.

– ¿Y crees que ése era su único sueño? ¿De verdad crees que el día que eche la vista atrás sobre su vida lo que mire sea un álbum de fotografías de reportajes periodísticos? ¡Una carrera profesional, vaya una cosa! Si supieras cuántos hombres, al verse solos, se han dado cuenta de que ese logro, ese triunfo que creían haber conseguido o al que creían haberse acercado tanto, en realidad los había alejado de los suyos, por no decir de sí mismos.

Julia miró a su padre y adivinó la tristeza que se ocultaba tras su sonrisa.

– Vuelvo a hacerte la misma pregunta, Julia, ¿qué piensas hacer?

– Regresar a Berlín sería desde luego lo más sensato.

– ¡Bendito lapsus! Has dicho Berlín. Es en Nueva York donde vives.

– No ha sido más que una coincidencia tonta.

– Tiene gracia, ayer, sin ir más lejos, lo habrías considerado una señal.

– Pero como bien decías tú antes, ayer era ayer, y hoy es hoy.

– No te equivoques, Julia, la vida no se vive en recuerdos que se confunden con anhelos. La felicidad necesita algunas certezas, por pequeñas que sean. Ahora te corresponde a ti, y sólo a ti, elegir. Yo ya no estaré aquí para decidir por ti, y de hecho hace ya mucho tiempo que no lo hago. Pero cuidado con la soledad, es una compañía peligrosa.

– ¿Es que tú has conocido la soledad?

– Nos hemos frecuentado mucho ella y yo, largos años, si es lo que quieres saber, pero me bastaba con pensar en ti para ahuyentarla. Digamos que he tomado conciencia de varias cosas, un poco demasiado tarde, desde luego; y, con todo, no puedo quejarme, la mayoría de los estúpidos como yo no pueden disfrutar de una partida extra, aunque sólo dure unos días. Mira, aquí tienes otras palabras sinceras: te he echado de menos, Julia, y ya no puedo hacer nada para recuperar esos años perdidos. Los dejé pasar como un idiota porque tenía que trabajar, porque creía tener obligaciones, un papel que interpretar, cuando el único y el verdadero escenario de mi vida eras tú. Bueno, basta de charlas, no nos pega nada, ni a ti ni a mí. Te habría acompañado con gusto a darle una bofetada a Knapp y sonsacarle, pero estoy demasiado cansado y, además, ya te lo he dicho, es tu vida.

Anthony se inclinó para coger un periódico que había en una mesa vecina. Lo abrió y se puso a hojearlo.

– Pensaba que no entendías bien el alemán -dijo Julia con un nudo en la garganta.

– ¿Sigues aquí? -replicó él, pasando la página.

Julia dobló su servilleta, apartó su silla y se levantó.

– Te llamo en cuanto haya visto a Knapp -dijo alejándose.

– ¡Anda, dicen que mejorará el tiempo al final de la tarde! -replicó Anthony mirando al cielo a través de los cristales de la veranda.

Pero Julia ya estaba en la acera, llamando un taxi. Anthony dobló el periódico y suspiró.

El taxi se detuvo ante la terminal del aeropuerto Fiumicino de Roma. Tomas pagó la carrera y rodeó el vehículo para abrirle la puerta a Marina. Tras facturar y pasar el control de seguridad, él, con su mochila al hombro, consultó su reloj. El vuelo despegaba una hora después. Marina miraba los escaparates de las tiendas, la cogió de la mano y la llevó al bar.

– ¿Qué quieres hacer esta noche? -le preguntó al tiempo que pedía dos cafés en la barra.

– Ver tu apartamento, hace siglos que me pregunto cómo será tu guarida.

– Una habitación grande, con una mesa de trabajo junto a la ventana y una cama enfrente, pegada a la pared.

– Por mí perfecto, no necesito nada más -declaró ella.

Julia empujó la puerta del Tagesspiegel y se presentó en la recepción. Dijo que quería ver a Jürgen Knapp. La recepcionista descolgó el teléfono.

– Dígale que me quedaré esperando en el vestíbulo hasta que llegue, aunque tenga que pasarme aquí toda la tarde.

Apoyado contra la pared de cristal que descendía despacio hacia la planta baja, Knapp no apartaba los ojos de su visitante. Julia iba y venía de un lado a otro del vestíbulo, contemplando las vitrinas tras las cuales estaban colgadas de la pared con chinchetas las páginas de la edición del día del periódico.

Las puertas del ascensor se abrieron, y Knapp cruzó el vestíbulo.

– ¿Qué puedo hacer por ti, Julia?

– ¡Podrías empezar por decirme por qué me has mentido!

– Sígueme, vamos a un lugar más tranquilo.

Knapp la condujo hacia la escalera. La invitó a sentarse en un saloncito junto a la cafetería, mientras rebuscaba en sus bolsillos para encontrar algo de suelto.

– ¿Café, té? -le preguntó acercándose a la máquina expendedora de bebidas.

– ¡Nada!

– ¿Qué has venido a buscar a Berlín, Julia? -¿Tan poco perspicaz eres?

– Hace casi veinte años que no nos vemos, ¿cómo podría adivinar lo que te trae por aquí? -¡Tomas!

– Reconocerás que después de tantos años es, cuando menos, sorprendente. -¿Dónde está? -Ya te lo he dicho, en Italia.

– Con su mujer y sus hijos, y ha renunciado al periodismo, ya lo sé. Pero todo o parte de esa hermosa fábula es falso. Se ha cambiado el apellido, pero sigue siendo periodista.

– Puesto que lo sabes, ¿por qué pierdes el tiempo aquí?

– Si quieres jugar al juego de las preguntas y las respuestas, responde primero a la mía: ¿por qué me has ocultado la verdad?

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