– ¿Con qué intención? -preguntó el empleado sin levantar los ojos de lo que estaba leyendo.
– Debo confiar cierta información al señor Tomas Meyer que sólo él puede recibir -respondió Anthony con amabilidad.
Y como este último comentario pareció por fin atraer la atención de su interlocutor, se apresuró a añadir que le estaría infinitamente agradecido al sindicato si tenía a bien comunicarle una dirección en la que pudiera ponerse en contacto con el señor Meyer. No sus señas personales, por supuesto, sino las del organismo de prensa para el que trabajaba.
El recepcionista le pidió que esperara unos minutos y fue a buscar a su superior.
El subdirector convocó a Anthony y a Julia en su despacho. Acomodado en un sofá, bajo una gran fotografía mural que representaba a su anfitrión sujetando con el brazo tendido un considerable trofeo de pesca, Anthony repitió el mismo rollo palabra por palabra. El hombre calibró a Anthony con una mirada insistente.
– ¿Busca a ese tal Tomas Meyer para confiarle exactamente qué clase de información? -preguntó mesándose el bigote.
– Es precisamente lo que no puedo revelarle, pero tenga por seguro que es primordial para él -prometió Anthony con toda la sinceridad del mundo.
– Ahora mismo no recuerdo artículos importantes publicados por ningún Tomas Meyer -dijo el subdirector, dubitativo.
– Y eso es exactamente lo que podría cambiar si gracias a usted encontráramos la manera de ponernos en contacto con él.
– ¿Y qué tiene que ver la señorita en toda esta historia?
– preguntó el subdirector, volviendo su sillón giratorio hacia la ventana.
Anthony miró a Julia, que no había pronunciado palabra desde que habían llegado.
– Nada en absoluto -contestó-. La señorita Julia es mi asistente personal.
– No estoy autorizado a darle la más mínima información sobre ninguno de nuestros miembros sindicados -concluyó el subdirector poniéndose en pie.
Anthony se levantó a su vez y fue a su encuentro, poniéndole una mano en el hombro.
– Lo que he de revelarle al señor Meyer, y sólo a él -insistió en tono autoritario-, podría cambiar el curso de su vida, para bien, puede estar seguro. No me haga creer que un responsable sindical de su competencia obstaculizaría una mejora espectacular en la carrera de uno de sus miembros. Pues, de ser así, no tendría ninguna dificultad en hacer público un comportamiento como el suyo.
El hombre se frotó el bigote y volvió a sentarse. Tecleó algo en su ordenador y volvió la pantalla hacia Anthony.
– Mire, en nuestras listas no figura ningún Tomas Meyer. Lo siento. Y aunque no tuviera carnet, lo cual es imposible, tampoco aparece en el anuario profesional, puede comprobarlo usted mismo. Y ahora, tengo trabajo, de modo que si sólo ese tal señor Meyer puede recibir sus valiosas confidencias, voy a tener que pedirle que concluyamos aquí esta entrevista.
Anthony se levantó e indicó a Julia con un gesto que lo siguiera. Se mostró muy agradecido con su interlocutor por el tiempo que les había dedicado y abandonó el recinto del sindicato.
– Supongo que tenías tú razón -masculló recorriendo la acera a pie.
– ¿Tu asistente personal? -preguntó Julia frunciendo el ceño.
– ¡Oh, te lo ruego, no pongas esa cara, algo se me tenía que ocurrir!
– ¡Señorita Julia! Lo que me faltaba por oír…
Anthony llamó a un taxi que circulaba por el otro lado de la calzada.
– Tu Tomas quizá haya cambiado de profesión.
– De ninguna manera: ser periodista no era un trabajo para él, sino una vocación. No alcanzo a imaginar que se dedique a otra cosa en la vida.
– ¡Quizá él sí! Recuérdame el nombre de esa calle sórdida en la que vivíais los dos -le pidió a su hija.
– Comeniusplatz, está detrás de la avenida Karl Marx.
– ¡Vaya, vaya!
– ¿Cómo que vaya, vaya?
– Nada, sólo buenos recuerdos, ¿verdad?
Anthony le dio las señas al taxista.
El coche cruzó la ciudad. Esta vez ya no había puestos de control, ni rastro del Muro, nada que recordara dónde terminaba el Oeste y dónde empezaba el Este. Pasaron delante de la torre de la televisión, flecha escultural cuya cúspide y antena se erguían hacia el cielo. Y cuanto más avanzaban, más cambiaba cuanto los rodeaba. Cuando llegaron a su destino, Julia no reconoció nada del barrio en el que había vivido. Ahora era todo tan diferente que su memoria parecía referirse a otra vida.
– Entonces, ¿es en este magnífico lugar donde se supone que se desarrollaron los momentos más bellos de tu vida cuando eras joven? -preguntó Anthony en tono sarcástico-. Reconozco que tiene cierto encanto. -¡Ya basta! -gritó ella.
A Anthony le sorprendió el repentino enfado de su hija. -Pero ¿y ahora qué he dicho de malo? -Te lo suplico, cállate.
Los antiguos edificios y las viejas casas que antes ocupaban la calle habían cedido paso a construcciones más recientes. No subsistía ya nada de lo que había poblado los recuerdos de Julia, excepto el parque público.
Avanzó hasta el número 2 de la calle. Antes había allí un edificio frágil y, al otro lado de la puerta verde, una escalera de madera que ascendía hasta la primera planta; Julia ayudaba a la abuela de Tomas a subir los últimos peldaños. Cerró los ojos y recordó. Primero el olor a cera cuando uno se acercaba a la cómoda, los visillos siempre cerrados que filtraban la luz y protegían de las miradas ajenas; el eterno mantel de muletón sobre la mesa, las tres sillas del comedor; un poco más allá, el sofá desgastado, frente al televisor en blanco y negro. La abuela de Tomas no había vuelto a encenderlo desde que se limitaba a difundir las buenas noticias que el gobierno quería dar. Y, detrás, el fino tabique que separaba el salón de su habitación. ¿Cuántas veces no había estado a punto Tomas de ahogar a Julia con la almohada cuando se reía de sus torpes caricias?
– Tenías el cabello más largo -dijo Anthony sacándola de su ensimismamiento.
– ¿Qué? -preguntó ella, volviéndose.
– Cuando tenías dieciocho años, llevabas el cabello más largo.
Anthony recorrió el horizonte con la mirada.
– No queda gran cosa, ¿verdad?
– No queda nada de nada, querrás decir -balbuceó Julia.
– Ven, vamos a sentarnos en ese banco de ahí enfrente, estás muy pálida, tienes que reponerte un poco.
Se instalaron en un rincón del césped, amarillento por el ir y venir de los niños.
Julia estaba callada. Anthony levantó el brazo, como si quisiera rodearle los hombros con él, pero su mano terminó por posarse en el respaldo del banco.
– ¿Sabes?, había otras casas aquí. Las fachadas eran decrépitas, no tenían muy buen aspecto, pero por dentro eran acogedoras, era…
– Mejor en tu recuerdo, sí, así es como suele ser -dijo Anthony con voz tranquilizadora-. La memoria es una artista extraña, redibuja los colores de la vida, borra lo mediocre y sólo conserva los trazos más hermosos, las curvas más conmovedoras.
– Al cabo de la calle, en lugar de esa horrible biblioteca, había un pequeño bar. Nunca había visto nada más cutre; una sala gris, del techo colgaban unos neones, había unas mesas de fórmica, la mayoría cojas, pero si supieras cuánto nos reímos en ese barucho sórdido, si supieras lo felices que fuimos allí. Sólo servían vodka y cerveza de mala calidad. A menudo ayudaba al dueño cuando tenía muchos clientes, me ponía un delantal y hacía de camarera. Mira, era allí -dijo Julia, señalando la biblioteca que había reemplazado al bar.
Anthony carraspeó.
– ¿Estás segura de que no era más bien al otro lado de la calle? Estoy viendo ahora un pequeño bar que recuerda bastante a lo que acabas de describirme.
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