– Perdóname si no puedo contestar a tu pregunta, no lo consigo.
– ¿No consigues creer en Dios?
– No consigo aceptar la idea de que estás aquí, a mi lado, que te estoy hablando cuando…
– ¡Cuando estoy muerto! Ya te lo he dicho, aprende a no tener miedo de las palabras. Las palabras adecuadas son importantes. Por ejemplo, si me hubieras dicho antes: «Papá, eres un cerdo y un imbécil que nunca entendió nada de mi vida, un egoísta que quería moldear mi vida a semejanza de la suya propia; un padre como muchos otros, que me hacía daño diciéndome que era por mi bien cuando en realidad era por el suyo», quizá te habría escuchado. Quizá no habríamos perdido todo este tiempo, quizá habríamos sido amigos. Reconoce que habría sido estupendo ser amigos. Julia se quedó callada.
– Mira, por ejemplo, estas palabras son pertinentes: a falta de ser un buen padre, me habría gustado ser tu amigo.
– Deberíamos reemprender camino -dijo Julia con voz temblorosa.
– Esperemos un poco todavía, creo que mis reservas de energía no están a la altura de lo que prometía el folleto; si sigo gastándolas de este modo, temo que nuestro viaje no dure todo lo que teníamos previsto.
– Podemos tomarnos todo el tiempo que necesites. Berlín ya no está tan lejos, y, además, habiendo transcurrido veinte años, poco importa que lleguemos unas horas antes o después.
– Diecisiete años, Julia, no veinte.
– La cosa no cambia mucho.
– ¿Tres años de vida? Sí, sí, es mucho. Créeme, sé de lo que hablo.
Padre e hija permanecieron así tumbados con los brazos cruzados detrás de la cabeza, ella en la hierba, él, a los pies del tobogán, ambos inmóviles, escrutando el cielo.
Había pasado una hora, Julia se había quedado dormida, y Anthony la contemplaba dormir. Su sueño parecía tranquilo. De vez en cuando fruncía el ceño, pues le molestaba el pelo, que el viento empujaba sobre su rostro. Con una mano titubeante, Anthony le apartó un mechón de la cara. Cuando Julia volvió a abrir los ojos, el cielo se teñía ya del color sombrío del atardecer. Anthony ya no estaba a su lado. Oteó el horizonte buscándolo y reconoció su silueta, sentado en el coche. Julia volvió a calzarse los zapatos, que sin embargo no recordaba haberse quitado, y corrió hacia el aparcamiento.
– ¿He dormido mucho rato? -preguntó, arrancando el motor.
– Dos horas, quizá más. No he llevado cuenta del tiempo.
– ¿Y tú, mientras, qué hacías?
– Esperar.
El coche abandonó el área de servicio y volvió a la autopista. Sólo quedaban ochenta kilómetros hasta Potsdam.
– Llegaremos al caer la noche -dijo Julia-. No tengo la menor idea de qué hacer para encontrar a Tomas. Ni siquiera sé si sigue viviendo allí. Después de todo, es verdad, me sacaste de allí de repente, ¿quién nos dice que sigue viviendo en Berlín?
– Sí, en efecto, cabe esa posibilidad, entre el alza de los precios de las casas, su mujer, sus trillizos y su familia política, que se ha ido a vivir con ellos, quizá se hayan instalado en un elegante chalet en el campo.
Julia miró rabiosa a su padre, que, de nuevo, le indicó que se concentrara en la carretera.
– Es fascinante cómo puede el miedo inhibir el espíritu -prosiguió él.
– ¿Qué estás insinuando?
– Nada, una idea como otra cualquiera. A propósito, no querría meterme donde no me llaman, pero ya sería hora de que le dieras noticias tuyas a Adam. Hazlo al menos por mí, ya no soporto a Gloria Gaynor, no ha parado de berrear en tu bolso mientras dormías.
Y Anthony entonó una endiablada parodia del Will Survive. Julia hizo lo posible por no echarse a reír, pero cuanto más fuerte cantaba Anthony, más risa le daba. Cuando se adentraron en la periferia de Berlín ambos reían.
Anthony guió a Julia hasta el hotel Brandenburger Hof.
Nada más llegar los recibió un botones, que saludó al señor Walsh al bajar del coche. «Buenas noches, señor Walsh», dijo a su vez el portero, poniendo en marcha la puerta giratoria. Anthony cruzó el vestíbulo y se dirigió a la recepción, donde el empleado lo saludó por su nombre. Aunque no habían reservado, y en esa época del año el hotel estaba completo, les aseguró que pondrían a su disposición dos habitaciones de la mejor categoría. Lo sentían mucho, pero no podrían estar en el mismo piso. Anthony le dio las gracias, añadiendo que no tenía importancia. Al entregarle las llaves al mozo de las maletas, el recepcionista le preguntó a Anthony si deseaba que les reservara una mesa en el restaurante gastronómico del hotel.
– ¿Quieres que cenemos aquí? -le preguntó Anthony a Julia, volviéndose hacia ella.
– ¿Eres accionista de este hotel? -quiso saber ella.
– En caso contrario -prosiguió Anthony-, conozco un fantástico restaurante asiático a dos minutos de aquí. ¿Te sigue gustando tanto la cocina china?
Y como Julia no contestaba, Anthony rogó al recepcionista que les reservara mesa para dos en la terraza del China Garden.
Tras refrescarse un poco, Julia se reunió con su padre y se marcharon a pie hasta el restaurante. -¿Estás contrariada?
– Es increíble cómo ha cambiado todo -contestó ella.
– ¿Has hablado con Adam?
– Sí, lo he llamado desde mi habitación.
– ¿Y qué ha dicho?
– Que me echaba de menos, que no entendía por qué me había marchado así, ni tras qué corría de esa manera, que había ido a buscarme a Montreal, pero que nos habíamos cruzado; una hora menos y habríamos coincidido.
– ¡Imagínate qué cara habría puesto si nos hubiera encontrado juntos!
– También me ha pedido cuatro veces que le prometiera que estaba sola. -¿Y?
– ¡Le he mentido cuatro veces!
Anthony empujó la puerta del restaurante y le cedió el paso a su hija.
– Si sigues así, vas a terminar por cogerle gusto -rió.
– ¡No sé qué te parece tan gracioso!
– Lo gracioso es que estamos en Berlín en busca de tu primer amor, y tú te sientes culpable por no poder confesarle a tu prometido que estabas en Montreal en compañía de tu padre. Quizá me equivoque, pero lo encuentro bastante cómico, femenino, pero cómico.
Anthony aprovechó la cena para urdir un plan. Nada más levantarse al día siguiente, irían al sindicato de periodistas para comprobar si un tal Tomas Meyer seguía siendo titular de un carnet de prensa. En el camino de regreso al hotel, Julia arrastró a su padre al Tiergarten Park.
– Yo dormí ahí una vez -dijo señalando un gran árbol a lo lejos-. Es increíble, me siento como si hubiera sido ayer.
Anthony miró a su hija con aire malicioso. Se agachó, unió las manos y estiró los brazos.
– ¿Qué haces?
– Una escalera para que trepes, vamos, date prisa, vamos a aprovechar que no hay nadie a la vista.
Julia no se hizo de rogar, tomó apoyo en las manos de su padre y trepó la verja.
– ¿Y tú? -preguntó, pasando al otro lado.
– Pasaré por los torniquetes de entrada -dijo señalando un acceso algo más lejos-. El parque no cierra hasta medianoche, a mi edad será más fácil por ahí.
En cuanto se hubo reunido con Julia, la condujo hacia el césped y se sentó al pie del gran tilo que ella le había señalado.
– Es curioso, yo también me eché alguna que otra siesta bajo este árbol cuando estaba en Alemania. Era mi rincón preferido. Cada vez que tenía permiso, venía a instalarme aquí con un libro y miraba a las chicas que paseaban por el parque. Cuando teníamos la misma edad, estábamos sentados en el mismo lugar, bueno, con varios decenios de intervalo. Con el rascacielos de Montreal, ya tenemos dos lugares donde compartir recuerdos, estoy contento.
– Es aquí donde solíamos venir Tomas y yo -dijo Julia.
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