Marc Levy - Las cosas que no nos dijimos

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Las cosas que no nos dijimos: краткое содержание, описание и аннотация

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Con más de 15 millones de ejemplares de sus novelas vendidos en todo el mundo, Marc Levy se ha convertido en un referente indiscutible de la literatura contemporánea. Con su nueva novela, Las cosas que no nos dijimos, Levy va un paso más al lá y arrastra al lector a un universo del que no querrá salir. Cuatro días antes de su boda, Julia recibe una llamada del secretario personal de Anthony Walsh, su padre. Walsh es un brillante hombre de negocios, pero siempre ha sido para Julia un padre ausente, y ahora llevan más de un año sin verse. Como Julia imaginaba, su padre no podrá asistir a la boda. Pero esta vez tiene una excusa incontestable: su padre ha muerto.

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– Ese chico empieza a caerme simpático.

A lo lejos se oyó el bramido de un elefante. El zoo de Berlín estaba a unos metros a sus espaldas, en el lindero del parque.

Anthony se puso en pie e instó a su hija a que lo siguiera.

– De niña, odiabas los zoológicos. No te gustaba que los animales estuvieran encerrados en jaulas. Era la época en que de mayor querías ser veterinaria. Supongo que ya no te acordarás, pero cuando cumpliste seis años te regalé un peluche muy grande; era una nutria, si mal no recuerdo. No debí de elegirla muy bien, estaba siempre enferma y te pasabas el rato curándola.

– No estarás sugiriendo que si más tarde dibujé una nutria fue gracias a ti…

– ¡Vaya ideas se te ocurren! Como si nuestra infancia pudiera desempeñar algún papel en nuestra vida adulta… Con todo lo que me reprochas, no me faltaba más que eso.

Anthony le confesó que sentía que le fallaban las fuerzas a un ritmo que lo preocupaba. Era hora de regresar, de modo que tomaron un taxi.

De vuelta en el hotel, Anthony se despidió de su hija cuando salió del ascensor y siguió camino hasta el último piso, donde se encontraba su habitación.

Tumbada en la cama, Julia pasó largo rato consultando la agenda de su móvil. Se decidió a volver a llamar a Adam, pero cuando contestó su buzón de voz, colgó para, al instante, marcar el número de Stanley.

– ¿Y bien, has encontrado lo que habías ido a buscar? -le preguntó su amigo.

– Todavía no, acabo de llegar.

– ¿Has ido a pie todo el camino?

– En coche desde París, es una larga historia.

– ¿Me echas un poquito de menos? -quiso saber él.

– ¡No irás a creer que te llamo sólo para darte noticias mías!

Stanley le confió que había pasado por su portal al volver del trabajo; no le pillaba de camino pero, sin darse cuenta, sus pasos lo habían llevado a la esquina de Horatio con Greenwich Street.

– Qué triste se ve el barrio cuando tú no estás.

– Lo dices sólo para agradar.

– Me he cruzado con tu vecino, el de la zapatería.

– ¿Has hablado con el señor Zimoure?

– Con todo el tiempo que llevamos haciéndole maleficios… Estaba en la puerta de su tienda, me ha saludado, y yo le he devuelto el saludo.

– Desde luego, no puedo dejarte solo, en cuanto me alejo unos días, empiezas a juntarte con quien no debes.

– Eres un demonio; al final, tampoco es tan desagradable, el hombre…

– Stanley, ¿no estarás tratando de decirme algo? -Pero ¿en qué estás pensando?

– Te conozco mejor que nadie, cuando conoces a alguien, y de primeras no te cae mal, eso ya de por sí es sospechoso, así que si me dices que el señor Zimoure «no es tan desagradable», ¡ganas me dan de volver mañana mismo!

– Vas a necesitar otro pretexto para volver, querida. Nos hemos saludado, nada más. También Adam ha venido a visitarme.

– ¡Desde luego, ahora sois inseparables!

– Eres tú más bien la que parece querer separarse de él. Y no es culpa mía si vive a dos calles de mi tienda. Por si todavía te interesa, no me ha dado la impresión de que estuviera muy bien. De todas maneras, para que se acerque a visitarme no puede estar muy bien. Te echa de menos, Julia, está preocupado, y creo que tiene motivos para estarlo.

– Stanley, te juro que no es eso, es incluso lo contrario.

– ¡Ah, no, no se te ocurra jurar! ¿Te crees siquiera lo que me acabas de decir?

– ¡Sí! -contestó Julia sin vacilar.

– No sabes lo triste que me pongo cuando eres tan tonta. ¿De verdad sabes dónde te arrastra este misterioso viaje? -No -murmuró Julia.

– Entonces, ¿cómo quieres que lo sepa él? Te dejo, aquí son más de las siete y he de prepararme, esta noche tengo una cena.

– ¿Con quién?

– ¿Y tú con quién has cenado? -Sola.

– Como me horroriza que me mientas, voy a colgar, llámame mañana. Un beso.

Julia no pudo prolongar la conversación, oyó un clic: Stanley ya se había marchado, probablemente hacia su vestidor.

La despertó un timbre. Julia se estiró cuan larga era, descolgó el teléfono y sólo oyó un pitido. Se levantó, cruzó la habitación, se dio cuenta entonces de que estaba desnuda y se puso en seguida un albornoz que la noche anterior había dejado al pie de la cama.

Al otro lado de la puerta esperaba un botones. Cuando Julia le abrió, éste empujó al interior de la habitación un carrito en el que habían servido un desayuno continental y dos huevos pasados por agua.

– Yo no he pedido nada -le dijo al joven, que ya estaba sirviéndolo todo en la mesita baja.

– Tres minutos y medio, el tiempo ideal para usted, para los huevos pasados por agua, por supuesto, ¿no es así?

– Exactamente -contestó Julia ahuecándose el pelo.

– ¡Eso mismo nos ha precisado el señor Walsh!

– Pero no tengo hambre… -añadió mientras el camarero quitaba con cuidado la parte superior de la cáscara de los huevos.

– El señor Walsh me advirtió de que también diría usted eso. Ah, una última cosa antes de irme: la espera en el vestíbulo del hotel a las ocho, es decir, dentro de treinta y siete minutos -dijo consultando su reloj-. Que pase un buen día, señorita Walsh, hace un tiempo magnífico, eso debería asegurarle una feliz estancia en Berlín.

Y el joven se marchó ante la mirada pasmada de Julia.

Contempló la mesa, el zumo de naranja, los cereales, los panecillos frescos, no faltaba nada. Decidida a hacer caso omiso de ese desayuno, se dirigió al cuarto de baño, dio media vuelta y se sentó en el sofá. Metió un dedo en el huevo, y al final se comió casi todo lo que tenía delante.

Tras una ducha rápida se vistió mientras se secaba el pelo, se calzó saltando a la pata coja y salió de la habitación. ¡Eran las ocho en punto!

Anthony esperaba junto a la recepción.

– ¡Llegas tarde! -le dijo justo cuando salía del ascensor.

– ¿Tres minutos y medio? -contestó ella, mirándolo dubitativa.

– Así es como te gustan los huevos, ¿verdad? No perdamos tiempo, tenemos una reunión dentro de media hora y, con los atascos, llegaremos muy justos.

– ¿Dónde hemos quedado y con quién?

– En la sede del sindicato de prensa alemán. Por algún sitio teníamos que empezar nuestra investigación, ¿no?

Anthony salió por la puerta giratoria y pidió un taxi.

– ¿Cómo lo has hecho? -quiso saber Julia, acomodándose en el interior del Mercedes amarillo.

– He llamado esta mañana a primera hora, ¡mientras tú dormías!

– ¿Hablas alemán?

– Podría decirte que una de las maravillas tecnológicas de las que estoy equipado me permite hablar con soltura quince lenguas; eso quizá te impresionará, o quizá no, pero conténtate con la explicación de que pasé varios años destinado aquí, si no se te ha olvidado ya. De esa estancia he conservado algunos rudimentos de alemán gracias a los cuales puedo hacerme comprender cuando lo necesito. Y tú que querías vivir aquí, ¿practicas un poco la lengua de Goethe? -¡Se me ha olvidado todo lo que sabía!

El taxi recorría veloz la Stülerst rasse, en el cruce siguiente tomó a la izquierda y atravesó el parque. La sombra de un gran tilo se extendía sobre un césped que lucía distintas tonalidades de verde.

El coche bordeaba ahora las orillas transformadas del río Spree. A cada lado, edificios a cual más moderno rivalizaban en transparencia, la arquitectura rompedora característica de Berlín, testigo de que los tiempos habían cambiado. El barrio que ahora descubrían lindaba con la antigua frontera donde antaño se elevaba el siniestro Muro. Pero nada subsistía de esa época. Ante sí, un gigantesco mercado albergaba un centro de conferencias bajo su gran cristalera. Un poco más lejos, un complejo más importante aún se extendía a ambos lados del río, al que se accedía por una pasarela blanca de formas livianas. Empujaron una puerta y siguieron el camino que llevaba a las oficinas del sindicato de prensa. Los recibió un empleado en la planta baja. Con un alemán bastante digno, Anthony explicó que intentaba localizar a un tal Tomas Meyer.

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