Marc Levy - Las cosas que no nos dijimos

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Las cosas que no nos dijimos: краткое содержание, описание и аннотация

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Con más de 15 millones de ejemplares de sus novelas vendidos en todo el mundo, Marc Levy se ha convertido en un referente indiscutible de la literatura contemporánea. Con su nueva novela, Las cosas que no nos dijimos, Levy va un paso más al lá y arrastra al lector a un universo del que no querrá salir. Cuatro días antes de su boda, Julia recibe una llamada del secretario personal de Anthony Walsh, su padre. Walsh es un brillante hombre de negocios, pero siempre ha sido para Julia un padre ausente, y ahora llevan más de un año sin verse. Como Julia imaginaba, su padre no podrá asistir a la boda. Pero esta vez tiene una excusa incontestable: su padre ha muerto.

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Era casi mediodía del 9 de noviembre cuando los tres amigos se reunieron en el vestíbulo del pequeño hotel. Por la tarde descubrirían la ciudad. Dentro de unas horas, Tomas, unas pocas horas más y te conoceré.

Su primera visita turística la dedicaron a la columna de la Vic toria. Mathias opinó que era más imponente y más bonita que la de la plaza Vendóme en París, pero Antoine le recriminó que ese tipo de observación no llevaba a ningún lado. Julia les preguntó si siempre se peleaban de esa manera, y los dos chicos la miraron extrañados, sin saber de qué hablaba. La arteria comercial de Ku'Damm fue su segunda etapa. Recorrieron cien calles a pie, tomando algún tranvía cuando Julia ya no podía dar un paso más. En mitad de la tarde se recogieron ante la iglesia del Recuerdo, que los berlineses habían bautizado con el sobrenombre de «la muela cariada», porque una parte del edificio se había derrumbado bajo los bombardeos de la última guerra, dejando al lugar la forma particular que había dado pie a su apodo. La habían conservado tal cual, para que hiciera las veces de memorial.

A las seis y media de la tarde Julia y sus dos amigos estaban junto a un parque que decidieron cruzar a pie.

Un poco después, un portavoz del gobierno de Alemania Oriental pronunció una declaración que habría de cambiar el mundo, o por lo menos el final del siglo XX. Los alemanes orientales estaban autorizados a salir, eran libres de pasar a Occidente sin que ninguno de los soldados de los puestos fronterizos pudiera soltarles los perros o dispararles. ¿Cuántos hombres, mujeres y niños habían muerto durante esos tristes años de guerra fría tratando de pasar el muro de la vergüenza? Varios centenares se habían dejado la vida, abatidos por las balas de sus aguerridos guardianes.

Los berlineses eran libres de marcharse, sencillamente. Entonces un periodista le preguntó a ese portavoz cuándo entraría en vigor esa medida. Interpretando mal la pregunta que acababan de hacerle, éste contestó: «¡Ahora!»

A las ocho se difundió la información por todas las radios y las televisiones a ambos lados del Muro, un eco incesante de la increíble noticia.

Miles de alemanes del Oeste se dirigieron a los puntos de paso. Miles de alemanes del Este hicieron lo mismo. Y, en medio de esa multitud que se desbordaba hacia la libertad, dos franceses y una americana se dejaban llevar por la corriente.

A las diez y media de la noche, tanto en el Este como en el Oeste, todos habían acudido a los diferentes puestos de control. Los militares, superados por los acontecimientos, sumergidos en esas oleadas de millares de personas ansiosas de libertad, no podían hacer nada por contenerlas. En Bornheimer Strasse las barreras se levantaron, y Alemania inició el camino de la reunificación.

Ibas de un lado a otro de la ciudad, recorriendo sus calles hacia tu libertad, y yo caminaba hacia ti, sin saber ni comprender qué era esa fuerza que me impulsaba a seguir avanzando. Esa victoria no era mía, ése no era mi país, esas avenidas me eran desconocidas, y allí, la extranjera era yo. Corrí a mi vez, corrí para escapar de esa multitud que me oprimía. Antoine y Mathias me protegían; bordeamos la interminable empalizada de hormigón que pintores de la esperanza habían coloreado sin tregua. Algunos de tus conciudadanos, los que encontraban insoportables esas últimas horas de espera en los puestos de seguridad, empezaban ya a escalarlo. A ese lado del mundo, os aguardábamos, expectantes. A mi derecha, algunos abrían los brazos para amortiguar vuestra caída; a mi izquierda, otros trepaban a hombros de los más fuertes para veros acudir, prisioneros aún de vuestra tenaza de acero, durante unos metros todavía. Y nuestros gritos se mezclaban con los vuestros, para animaros, para apagar el miedo, para deciros que estábamos ahí, con vosotros. Y, de repente, yo, la americana que había huido de Nueva York, hija de una patria que había luchado contra la tuya, en medio de tanta humanidad al fin recuperada, me sentía alemana; y, en la ingenuidad de mi adolescencia, a mi vez, murmuré «Ich bin ein Berliner», y lloré. Lloré tanto, Tomas…

Esa noche, perdida en medio de otra multitud, entre los turistas que deambulaban por un embarcadero de Montreal, Julia lloraba. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas mientras contemplaba un rostro dibujado a carboncillo.

Anthony Walsh no apartaba los ojos de ella. Volvió a llamarla.

– ¿Julia? ¿Estás bien?

Pero su hija estaba demasiado lejos para oírlo, como si los separaran veinte años.

La muchedumbre se hacía más tumultuosa por momentos. La gente corría hacia el Muro. Algunos empezaron a golpearlo con herramientas improvisadas, como destornilladores, piedras, piolets, navajas…, medios irrisorios, pero el obstáculo tenía que ceder. Entonces, a unos metros de allí, se produjo lo increíble; uno de los mejores violonchelistas del mundo se encontraba en Berlín. Advertido de lo que estaba ocurriendo, se había unido a nosotros, a vosotros. Apoyó su instrumento en el suelo y se puso a tocar. ¿Fue esa misma noche o al día siguiente? Poco importa, sus notas de música también abrieron una brecha en el Muro. Ta, la, si, una melodía que viajaba hacia vosotros, pentagramas en los que flotaban melodías de libertad. Ya no era yo la única que lloraba, ¿sabes? Vi muchas lágrimas esa noche. Las de esa madre y esa hija que se abrazaban fuerte, fuerte, conmovidas al reencontrarse después de veintiocho años sin verse, sin tocarse, sin respirarse. Vi a padres de cabello cano creer reconocer a sus hijos entre miles de hijos. Vi a esos berlineses a quienes sólo las lágrimas podían liberar del daño que les habían hecho. Y, de repente, en mitad de todos los demás, vi aparecer tu rostro, allá arriba sobre ese muro, tu rostro gris de polvo, y tus ojos. Eras el primer hombre al que descubría así, tú el alemán del Este, y yo la primera chica del Oeste a la que veías tú.

– ¡Julia! -gritó Anthony Walsh.

Se volvió despacio hacia él, sin acertar a decir palabra, y volvió a concentrarse en el dibujo.

Te quedaste encaramado al Muro durante largos minutos, nuestras miradas atónitas no podían separarse la una de la otra. Tenías todo ese mundo nuevo que se te ofrecía y me mirabas fijamente, como si un hilo invisible uniera nuestras miradas. Lloraba como una tonta, y tú me sonreíste. Pasaste las piernas al otro lado del Muro y saltaste, yo hice como los demás y te abrí los brazos. Caíste encima de mí, rodamos los dos sobre ese suelo, esa tierra que aún no habías pisado jamás. Me pediste perdón en alemán, y yo te dije hola en inglés. Te incorporaste y me sacudiste el polvo de los hombros, como si ese gesto te perteneciera desde siempre. Me decías palabras que yo no comprendía. Y, de vez en cuando, asentías con la cabeza. Yo me reí, porque eras ridículo, y yo más todavía. Tendiste la mano y articulaste ese nombre que yo habría de repetir tantas veces, ese nombre que no había pronunciado desde hacía tanto tiempo. Tomas.

En el muelle, una mujer la empujó, sin dignarse siquiera detenerse. Julia no le prestó atención. Un vendedor ambulante de bisutería agitó ante su rostro un collar de madera clara, pero ella negó lentamente con la cabeza, sin oír nada de los argumentos que éste le soltaba como quien recita una plegaria. Anthony le dio sus diez dólares a la retratista y se levantó. Ésta le presentó su trabajo, la expresión era exactamente la suya, la semejanza entre modelo y retrato, perfecta. Satisfecho, se llevó la mano al bolsillo y dobló la cantidad estipulada. Avanzó hacia Julia.

– Pero ¿se puede saber qué estás mirando desde hace diez minutos?

Tomas, Tomas, Tomas, había olvidado lo bien que sienta repetir tu nombre. Había olvidado tu voz, tus hoyuelos, tu sonrisa, hasta este momento en que veo un dibujo que se te parece y te trae a mi memoria. Hubiera querido que no fueras jamás a cubrir esa guerra. Si lo hubiera sabido, ese día en que me dijiste que querías ser periodista, si hubiera sabido cómo iba a terminar todo, te habría dicho que no era una buena idea.

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