Me habrías contestado que el que expone la verdad del mundo no puede ejercer una profesión equivocada, aunque la fotografía sea cruel, sobre todo si agita las conciencias. Con una voz de pronto grave, habrías gritado que si la prensa hubiese conocido la realidad del otro lado del Muro, los que nos gobernaban habrían venido mucho antes a echarlo abajo. Pero sí que lo sabían, Tomas, conocían vuestras vidas, cada una de ellas, se pasaban el tiempo espiándolas; los que nos gobiernan no tienen el valor que tú crees que tienen, y te oigo decirme que hay que haber crecido como yo lo hice, en las ciudades en las que se puede pensar, se puede decir todo sin temor a nada, para renunciar a correr riesgos. Nos habríamos pasado la noche entera discutiendo, y la mañana siguiente, y el día siguiente. Si supieras cuánto he añorado nuestras discusiones, Tomas.
Sin argumentos, habría capitulado, como hice el día que me marché. ¿Cómo retenerte, a ti, que tanto habías echado en falta la libertad? Tenías razón tú, Tomas, ejerciste una de las profesiones más bonitas del mundo. ¿Conociste a Masud? ¿Te concedió por fin esa entrevista ahora que estáis los dos en el cielo? ¿Y valía la pena? Murió unos años después que tú. Eran miles los que seguían su cortejo fúnebre en el valle del Panshir, mientras que nadie pudo reunir los restos de tu cuerpo. ¿Cómo habría sido mi vida si esa mina no se hubiera llevado por delante tu convoy, si no hubiera tenido miedo, si no te hubiera abandonado poco tiempo antes?
Anthony apoyó la mano en el hombro de su hija. -Pero ¿con quién estás hablando? -Con nadie -contestó ella dando un respingo. -Pareces obnubilada por ese dibujo, y te tiemblan los labios.
– Déjame -murmuró Julia.
Hubo un momento incómodo, frágil. Te presenté a Antoine y a Mathias, insistiendo tanto en la palabra «amigos» que la repetí seis veces para que la oyeras. Era un poco tonto, entonces no hablabas bien inglés. Quizá sí que me entendieras, sonreíste y les diste un abrazo. Mathias te apretaba fuerte y te felicitaba. Antoine se contentó con estrecharte la mano, pero estaba tan emocionado como su amigo. Nos fuimos los cuatro a recorrer la ciudad. Tú buscabas a alguien, yo pensaba que se trataba de una mujer, pero era tu amigo de infancia. Él y su familia habían logrado pasar al otro lado del Muro diez años antes, y desde entonces no habías vuelto a verlo. Pero ¿cómo encontrar a un amigo entre miles de personas que se abrazan, cantan, beben y bailan por las calles? Entonces dijiste que el mundo era grande, y la amistad, inmensa. No sé si fue por tu acento o por la ingenuidad de tu frase, pero Antoine se burló de ti; a mí en cambio esa idea me parecía deliciosa. ¿Era posible acaso que esa vida que tanto daño te había hecho hubiera preservado en ti los sueños infantiles que nuestras libertades han ahogado? Decidimos entonces ayudarte y recorrimos juntos las calles de Berlín Occidental. Avanzabas resuelto como si hiciera tiempo que os hubierais citado en algún sitio concreto. Por el camino, escrutabas cada rostro, empujabas a los viandantes, volvías la cabeza una y otra vez. El sol aún no se había levantado cuando Antoine se detuvo en mitad de una plaza y gritó: «Pero ¿se puede saber al menos cómo se llama ese tipo al que llevamos horas buscando como idiotas?» Tú no comprendiste su pregunta. Antoine gritó entonces aún más fuerte: «¡Nombre, ñame, Vorname!» Tú te cabreaste y contestaste gritando: «¡Knapp!» Así se llamaba el amigo al que buscabas. Entonces, Antoine, para que entendieras que no era contigo con quien estaba enfadado, se puso a gritar a su vez: «¡Knapp! ¡Knapp!»
A Mathias le entró la risa floja y se unió a él, y yo también me puse a gritar «Knapp, Knapp». Nos miraste como si estuviéramos locos y tú también te reíste a tu vez y gritaste «Knapp, Knapp», como nosotros. Casi bailábamos, cantando a voz en grito el nombre de ese amigo al que buscabas desde hacía diez años.
En medio de esa multitud gigantesca, un rostro se volvió hacia nosotros. Vi cruzarse vuestras miradas, un hombre de tu edad te observaba fijamente. Casi sentí celos.
Como dos lobos separados de la jauría que se encontraran en el claro de un bosque, permanecisteis inmóviles observándoos. Entonces Knapp dijo tu nombre: «¿Tomas?» Vuestras siluetas se veían hermosas sobre las calles adoquinadas de Berlín Occidental. Abrazaste a tu amigo. La alegría reflejada en vuestros rostros era sublime. Antoine lloraba, y Mathias lo consolaba. Si hubieran estado tanto tiempo separados, su felicidad al reencontrarse habría sido la misma, le juraba. Antoine lloraba con más fuerza diciéndole que eso era imposible, puesto que no se conocían desde hacía tanto tiempo. Tú apoyaste la cabeza en el hombro de tu mejor amigo. Viste entonces que yo te estaba mirando, la levantaste en seguida y me repetiste: «El mundo es grande, pero la amistad es inmensa», y ya no hubo manera de consolar a Antoine.
Nos sentamos en la terraza de un bar. El frío nos arañaba las mejillas, pero nos traía sin cuidado. Knapp y tú estabais un poco al margen. Diez años de vida que recuperar, hacen falta muchas palabras, a ratos, algún que otro silencio. No nos separamos en toda la noche, ni al día siguiente. La mañana después, le explicaste a Knapp que tenías que irte. No podías quedarte más tiempo. Tu abuela vivía al otro lado. No podías dejarla sola, sólo te tenía a ti. Habría cumplido cien años este invierno, espero que ella también se haya reunido contigo allí donde estés ahora. ¡Cuánto quise a tu abuela! Era tan hermosa cuando se trenzaba su largo cabello blanco antes de venir a llamar a la puerta de nuestra habitación. Le prometiste a tu amigo que volverías pronto, si las cosas no daban marcha atrás. Knapp te aseguró que las puertas no volverían a cerrarse nunca más, y tú le contestaste: «Quizá, pero si tuviéramos que esperar otros diez años para volver a vernos, seguiría pensando en ti todos los días.»
Te levantaste y nos diste las gracias por ese regalo que te habíamos hecho. No habíamos hecho nada, pero Mathias te dijo que no había de qué, que estaba encantado de haber podido ayudarte; Antoine propuso que te acompañáramos hasta el punto de paso entre el Oeste y el Este.
Nos marchamos; seguimos a todos aquellos que, como tú, volvían a sus casas, porque, con revolución o sin ella, sus familias y sus hogares estaban en el otro lado de la ciudad.
Por el camino me cogiste la mano, yo no me zafé, y caminamos así durante kilómetros.
– Julia, estás tiritando y vas a terminar por coger frío. Regresemos. Si quieres podemos comprar este dibujo, así podrás contemplarlo cuanto quieras, pero sin pasar frío.
– No, no tiene precio, hay que dejarlo aquí. Unos minutos más, por favor, y luego nos vamos.
A un lado y a otro del puesto de control, algunos seguían empeñados en derruir el hormigón a golpe de pico y pala. Allí teníamos que separarnos. Te despediste primero de Knapp. «Llámame pronto, en cuanto puedas», añadió él, tendiéndote una tarjeta de visita. ¿Fue porque tu amigo era periodista por lo que tú también quisiste serlo? ¿Era acaso una promesa que os habíais hecho de adolescentes? Cien veces te hice la misma pregunta, y cien veces eludiste responderme, dirigiéndome una de esas sonrisas torcidas que me reservabas cuando te ponía nervioso. Estrechaste las manos de Antoine y de Mathias y te volviste hacia mí.
Si supieras, Tomas, cuánto miedo tuve ese día, miedo de no conocer jamás tus labios. Habías entrado en mi vida como suele llegar el verano, sin avisar, con esa luz radiante que descubre uno por las mañanas. Me acariciaste la mejilla con la palma de la mano, tus dedos recorrieron mi rostro y dejaste un beso en cada uno de mis párpados. «Gracias.» Fue la única palabra que pronunciaste, cuando ya te alejabas. Knapp nos observaba, sorprendí su mirada. Como si esperara que yo dijera algo, las palabras que hubiera querido encontrar para borrar para siempre los años que os habían alejado uno de otro. Esos años que habían dado forma a vuestras vidas de manera tan distinta; él, que volvía a su periódico, y tú, al Este.
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