Marc Levy - Las cosas que no nos dijimos

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Con más de 15 millones de ejemplares de sus novelas vendidos en todo el mundo, Marc Levy se ha convertido en un referente indiscutible de la literatura contemporánea. Con su nueva novela, Las cosas que no nos dijimos, Levy va un paso más al lá y arrastra al lector a un universo del que no querrá salir. Cuatro días antes de su boda, Julia recibe una llamada del secretario personal de Anthony Walsh, su padre. Walsh es un brillante hombre de negocios, pero siempre ha sido para Julia un padre ausente, y ahora llevan más de un año sin verse. Como Julia imaginaba, su padre no podrá asistir a la boda. Pero esta vez tiene una excusa incontestable: su padre ha muerto.

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De pronto volvía a su mente la habitación de estudiante que ocupaba entonces. La mesa de madera junto a la ventana y esa vista única sobre los tejados del Observatorio; la silla de hojalata, la lámpara que parecía provenir de otro siglo; la cama con sus sábanas un poco ásperas que olían tan bien, dos amigas que vivían en el mismo rellano pero cuyos nombres permanecían cautivos del pasado. El bulevar Saint-Michel, que recorría a pie todos los días para llegar hasta la escuela de Bellas Artes. El pequeño café en la esquina con el bulevar Arago, y esa gente que fumaba en el mostrador mientras se tomaba un café con coñac por las mañanas. Sus sueños de independencia se hacían realidad, y no pensaba dejar que ningún flirteo alterara el curso de sus estudios. De la mañana a la noche y de la noche a la mañana Julia dibujaba. Había probado casi todos los bancos del jardín de Luxemburgo, recorrido cada uno de los caminos, se había tumbado en céspedes prohibidos para observar el torpe caminar de los pájaros, los únicos con permiso para posarse en la hierba. Había transcurrido el mes de octubre, y el alba de su primer otoño en París se había disipado en los primeros días grises de noviembre.

En el café Arago, una noche cualquiera, unos estudiantes de la Sor bona discutían con fervor lo que estaba ocurriendo en Alemania. Desde principios de septiembre, miles de alemanes del Este cruzaban la frontera húngara para tratar de pasar al Oeste. El día anterior eran un millón manifestándose en las calles de Berlín.

– ¡Es un acontecimiento histórico! -había exclamado uno de aquellos estudiantes. Se llamaba Antoine.

Y un torrente de recuerdos reavivó su memoria. -Hay que ir allí -había propuesto otro.

Ése era Mathias. Me acuerdo de que fumaba sin parar, se enfadaba por cualquier cosa, hablaba sin tregua y, cuando ya no tenía nada que decir, canturreaba. Nunca había conocido a nadie que le tuviera tanto miedo al silencio.

Se había formado un grupito dispuesto a marcharse. Saldrían en coche esa misma noche, rumbo a Alemania. Turnándose al volante, llegarían a Berlín antes o justo después de mediodía.

¿Qué había llevado a Julia aquella noche a levantar la mano en mitad del café Arago? ¿Qué fuerza la había empujado hasta la mesa de los estudiantes de la Sor bona?

– ¿Puedo ir con vosotros? -les había preguntado, acercándose.

Recuerdo cada palabra.

– Sé conducir y me he pasado el día durmiendo. No era verdad.

– Podría aguantar al volante durante horas.

Antoine había consultado al resto de los presentes. ¿Era Antoine o Mathias? Qué importa, puesto que la votación -casi por mayoría- había decidido integrarla al periplo que se preparaba.

– ¡Una americana, se lo debemos a sus compatriotas! -había añadido Mathias, mientras que Antoine todavía dudaba.

Y había concluido, levantando la mano:

– Cuando vuelva a su país, algún día dará fe de la simpatía de los franceses por todas las revoluciones en curso.

Habían apartado las sillas, y Julia se había sentado en medio de sus nuevos amigos. Algo más tarde, habían intercambiado abrazos en el bulevar Arago, Julia había besado rostros que no conocía, pero, ya que formaba parte del viaje, tenía que despedirse de los que se quedaban en París. Mil kilómetros por delante, no había tiempo que perder. Aquella noche del 7 de noviembre, mientras subía por el muelle de Bercy, a orillas del Sena, Julia no imaginaba que ese paseo era su adiós a París y que jamás volvería a ver los tejados del Observatorio desde la ventana de su habitación de estudiante.

Senlis, Compiégne, Amiens, Cambrai, tantos y tantos nombres misteriosos escritos en los paneles que desfilaban ante sí, tantas y tantas ciudades desconocidas.

Antes de la medianoche iban ya camino de Bélgica, y, en Valenciennes, Julia cogió el volante.

En la frontera, a los agentes de aduanas les intrigó el pasaporte estadounidense que Julia les tendía, pero su carnet de estudiante de la escuela de Bellas Artes hizo las veces de salvoconducto, y el viaje prosiguió.

Mathias cantaba todo el rato, lo que irritaba a Antoine, pero yo me esforzaba por recordar las palabras que no siempre entendía, y eso me mantenía despierta.

Ese pensamiento hizo sonreír a Julia, y a éste siguieron otros muchos recuerdos. Primera parada en una área de servicio. Contamos el dinero que teníamos entre todos; nos decidimos por unas baguettes de pan y unas lonchas de jamón. Compraron una botella de Coca-Cola en su honor, de la que Julia al final apenas bebió un sorbo.

Sus compañeros de viaje hablaban demasiado de prisa, y muchas cosas se le escapaban. Ella que creía que tras seis años de clases de francés era bilingüe… ¿Por qué había querido papá que aprendiera esta lengua? ¿Sería en memoria de los meses que había vivido en Montreal? Pero en seguida habían tenido que reemprender viaje.

Después de pasar Mons, se equivocaron de salida de autopista en La Lo uviére. Cruzar Bruselas fue toda una aventura. Allí también hablaban francés, pero con un acento que lo hacía más comprensible para una americana, aunque desconociera por completo muchas expresiones. ¿Y por qué le hacía eso tanta gracia a Mathias, cuando un viandante les indicaba tan amablemente el camino para llegar a Lieja? Antoine volvió a calcular y dedujo que el rodeo les iba a costar una hora como mínimo, y Mathias suplicó que aceleraran. La revolución no los esperaría. Nuevo punto en el mapa, media vuelta inmediata, el camino por el norte sería demasiado largo, irían por el sur, dirección Dusseldorf.

Pero primero tenían que cruzar la provincia del Brabante flamenco. Allí ya nadie hablaba francés. ¡Qué extraordinario país este en el que se hablan tres lenguas tan distintas a tan sólo unos pocos kilómetros de distancia! «El de los cómics y el humor», había contestado Mathias, ordenándole que acelerara aún más. En las inmediaciones de Lieja, le pesaban los párpados, y el coche dio un inquietante bandazo.

Parada en el arcén para recuperarse del susto, regañina de Antoine, y Julia castigada al asiento trasero.

El castigo no fue doloroso, Julia no recordaría nunca el paso por el puesto fronterizo de Alemania Occidental. Mathias, que tenía un salvoconducto diplomático gracias a que su padre era embajador, engatusó al agente de aduanas para que no despertaran tan tarde a su hermanastra. Acababa de llegar de Estados Unidos.

Muy amable y comprensivo, el agente se contentó con inspeccionar los documentos que se habían quedado en la guantera.

Cuando Julia volvió a abrir los ojos, ya estaban llegando a Dortmund. Por unanimidad menos un voto -nadie la había consultado- habían decidido hacer una escala para desayunar en un café de verdad. Era la mañana del 8 de noviembre y, por primera vez en su vida, Julia despertaba en Alemania. Al día siguiente, el mundo que había conocido hasta entonces cambiaría radicalmente, arrastrando su vida de muchacha joven en su curso imprevisto.

Dejaron atrás Bielefeld y se aproximaron a Hannover. Julia retomó el volante. Antoine quiso oponerse, pero ni él ni Mathias se encontraban ya en estado de conducir, y Berlín aún quedaba lejos. Los dos cómplices se quedaron dormidos en seguida, y Julia pudo disfrutar por fin de unos cortos instantes de silencio. Ya estaban llegando a Helmstedt. Allí, cruzar no sería tan fácil. Ante sí, el alambre de espino delimitaba la frontera de Alemania Oriental. Mathias abrió un ojo y le ordenó a Julia que se apresurara a aparcar en la cuneta.

Se repartieron los papeles de la función que iban a interpretar: Mathias cogería el volante, Antoine se sentaría en el asiento del copiloto, y Julia, en el trasero. Su pasaporte diplomático sería clave para convencer a los agentes de aduanas de dejarlos proseguir su viaje. «Ensayo general», había ordenado Mathias. No debían decir palabra sobre su verdadero objetivo. Cuando les preguntaran el motivo de su viaje a la RDA, Mathias contestaría que iba a visitar a su padre, diplomático destinado en Berlín, Julia haría valer su nacionalidad americana y diría que su padre también era funcionario en Berlín. «¿Y yo?», había preguntado Antoine. «¡Tú te callas!», había contestado Mathias, volviendo a arrancar el motor.

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