Marc Levy - Las cosas que no nos dijimos

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Con más de 15 millones de ejemplares de sus novelas vendidos en todo el mundo, Marc Levy se ha convertido en un referente indiscutible de la literatura contemporánea. Con su nueva novela, Las cosas que no nos dijimos, Levy va un paso más al lá y arrastra al lector a un universo del que no querrá salir. Cuatro días antes de su boda, Julia recibe una llamada del secretario personal de Anthony Walsh, su padre. Walsh es un brillante hombre de negocios, pero siempre ha sido para Julia un padre ausente, y ahora llevan más de un año sin verse. Como Julia imaginaba, su padre no podrá asistir a la boda. Pero esta vez tiene una excusa incontestable: su padre ha muerto.

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De camino, Julia y Anthony se iban parando en las tiendas, en la intersección con el muelle Événements. El antiguo embarcadero se adentraba en el Saint-Laurent.

– ¡Mira ese hombre de ahí! -exclamó Julia señalando una silueta que se escabullía entre la multitud.

– ¿Qué hombre?

– Junto al vendedor de helados, con una chaqueta negra -precisó.

– ¡No veo nada!

Arrastró a Anthony del brazo, obligándolo a caminar más de prisa.

– Pero ¿qué mosca te ha picado?

– ¡Date prisa, lo vamos a perder de vista!

De pronto, Julia fue arrastrada por la marea de visitantes que avanzaban hacia el espigón.

– Pero ¿se puede saber qué te pasa? -gruñó Anthony, que tenía dificultades para seguirla.

– ¡Te digo que vengas! -insistió ella sin esperarlo.

Pero Anthony se negó a dar un paso más, se sentó en un banco, y Julia lo abandonó allí y se fue casi corriendo en busca del misterioso individuo que parecía acaparar toda su atención. Volvió unos segundos después, decepcionada.

– Lo he perdido.

– ¿Quieres hacer el favor de explicarme a qué estás jugando?

– Allá, junto a los vendedores ambulantes. Estoy segura de haber visto a tu secretario personal.

– Mi secretario tiene un aspecto físico de lo más anodino. Se parece a cualquiera y cualquiera se le parece. Te habrás equivocado, y ya está.

– Entonces ¿por qué te has parado tan de repente?

– Mi rótula… -contestó Anthony con tono lastimero.

– ¡Creía que ya no sentías dolor!

– Será otra vez este estúpido programa. Y sé un poco más tolerante, no lo controlo todo, soy una máquina muy sofisticada… Y aunque estuviera Wallace aquí, tiene todo el derecho del mundo. Ahora que está jubilado puede disponer del tiempo como se le antoje.

– Quizá, pero no dejaría de ser una extraña coincidencia.

– ¡El mundo es un pañuelo! Pero puedo asegurarte que lo has confundido con otra persona. ¿No decías que tenías hambre?

Julia ayudó a su padre a levantarse.

– Creo que todo ha vuelto a la normalidad -afirmó, sacudiendo la pierna-. ¿Ves?, ya puedo pasear otra vez. Vamos a caminar otro poco antes de sentarnos a cenar.

En cuanto volvía la primavera, los vendedores de baratijas, recuerdos y detallitos para turistas de todas clases instalaban de nuevo sus tenderetes a lo largo del paseo.

– Ven, vamos por aquí -dijo Anthony llevando a su hija hacia el espigón.

– Pero ¿no íbamos a cenar?

Anthony reparó en una bellísima muchacha que pintaba retratos a carboncillo de los viandantes a cambio de diez dólares.

– ¡Qué bien dibuja! -exclamó él contemplando su trabajo.

Unos cuantos esbozos colgados de una reja a su espalda daban fe de su talento, y el retrato que estaba haciendo en ese mismo momento de un turista no hacía sino confirmarlo. Julia no prestaba ninguna atención a la escena. Cuando el hambre llamaba a su puerta, nada más contaba. La suya era casi siempre una hambre canina. Su apetito siempre había impresionado a los hombres que se cruzaban en su camino, ya fueran sus colegas de trabajo o los que habían podido compartir algunos momentos de su vida. Adam la había desafiado un día ante una montaña de tortitas. Julia atacaba alegremente la séptima, mientras que su compañero, que había renunciado a la quinta, vivía los primeros instantes de una indigestión memorable. Lo más injusto era que su silueta parecía capaz de soportar cualquier exceso.

– ¿Vamos? -insistió.

– ¡Espera! -contestó Anthony, ocupando el lugar que acababa de dejar libre el turista.

Julia no pudo reprimir un gesto de exasperación.

– ¿Qué haces? -quiso saber, impaciente.

– ¡Posar para un retrato! -contestó él con voz alegre. Y, mirando a la dibujante, que afilaba la punta de su carboncillo, le preguntó-: ¿De perfil o de frente? -¿Tres cuartos? -le propuso ella.

– ¿Derecho o izquierdo? -volvió a preguntar Anthony, girando sobre el asiento plegable-. Siempre me han dicho que desde este lado tengo un perfil más elegante. ¿Usted qué opina? ¿Y tú, Julia, qué opinas tú?

– ¡Nada! ¡Absolutamente nada! -declaró ella, dándole la espalda.

– Con todos esos caramelos de goma que te has comido antes tu estómago puede esperar un poquitín. Ni siquiera entiendo que aún tengas hambre después de haberte atiborrado de golosinas.

La dibujante, compadeciéndose de Julia, le sonrió.

– Es mi padre, no nos hemos visto desde hace años (estaba demasiado ocupado consigo mismo), la última vez que dimos un paseo como éste fue para acompañarme a la guardería. ¡Ha retomado nuestra relación a partir de ese momento! ¡Sobre todo no le diga que ya tengo más de treinta años, le podría dar un patatús!

La joven dejó el carboncillo y miró a Julia.

– Me va a salir mal el retrato si sigue usted haciéndome reír.

– ¿Lo ves? -prosiguió Anthony-, perturbas el trabajo de la señorita. Ve a ver los dibujos que están expuestos, no tardaremos mucho.

– ¡Le trae sin cuidado el dibujo, si se ha sentado ahí es porque la encuentra a usted guapa! -le explicó Julia a la dibujante.

Anthony le indicó a su hija que se acercara, como si quisiera contarle un secreto. Julia se inclinó hacia él de mala gana.

– Según tú -le susurró al oído-, ¿cuántas jóvenes soñarían con que pintasen el retrato de su padre tres días después de su muerte?

Sin argumentos, Julia se alejó.

Aunque seguía posando para el retrato, Anthony observaba a su hija mientras ésta contemplaba los dibujos que no habían encontrado comprador o que la joven artista hacía por gusto, para pulir su talento.

Y, de pronto, el rostro de Julia se paralizó. Con los ojos como platos, entreabrió los labios como si de repente le faltara el aire. ¿Acaso era posible que la magia de un trazo a carboncillo reabriera una memoria entera de esa forma? Ese rostro colgado de una reja, ese hoyuelo esbozado en la barbilla, esa ligera raya que exageraba el pómulo, esa mirada que Julia contemplaba en una hoja y que parecía contemplarla a su vez, esa frente casi insolente la arrastraban tantos años atrás, hacia un sinfín de emociones pasadas.

– ¿Tomas? -balbuceó.

9

Julia había cumplido dieciocho años el uno de septiembre de 1989. Y, para celebrarlo, se disponía a abandonar los bancos de la facultad en la que Anthony la había matriculado, para iniciar un programa de intercambio internacional en un ámbito que nada tenía que ver con el que su padre había elegido para ella. El dinero que había ahorrado esos últimos años dando clases particulares, los últimos meses trabajando a escondidas como modelo en las salas del departamento de artes gráficas y el que le había ganado a sus compañeros de juego en algunas timbas de lo más reñidas venía a sumarse al de la beca que por fin había conseguido. Había sido necesaria la complicidad del secretario de Anthony Walsh para que pudiese obtenerla sin que la dirección de la facultad opusiera la fortuna de su padre a su demanda de beca. De mala gana, sin dejar de repetirle «Señorita, qué cosas me obliga a hacer, si se enterara su padre», Wallace había aceptado firmar el formulario que aseguraba que hacía ya mucho tiempo que su patrono no sufragaba los gastos de su propia hija. Presentando todos sus certificados de empleo, Julia había convencido al economato de la universidad para que le otorgaran la beca. Después de recuperar su pasaporte durante una breve y tumultuosa visita a la casa en Park Avenue en la que residía su padre, tras cerrar la puerta con un sonoro portazo, Julia se subió a un autobús en dirección al aeropuerto John Fitzgerald Kennedy y aterrizó en París al alba del 6 de octubre de 1989.

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