Julia aprovechó el tiempo que quedaba para ir a explorar los estantes de un quiosco de prensa. Escondida tras un expositor, miraba a Anthony sin que éste se diera cuenta. Sentado en la sala de embarque, con la mirada fija en las pistas de despegue, observaba la lejanía, y, por primera vez, Julia tuvo la sensación de que echaba de menos a su padre. Se volvió para llamar a Stanley.
– Estoy en el aeropuerto -dijo hablando en voz baja.
– ¿Te falta poco para despegar? -le contestó su amigo con una voz casi tan inaudible como la suya.
– ¿Hay gente en la tienda, te molesto?
– ¡Te iba a hacer la misma pregunta!
– No, hombre, ¿no ves que te estoy llamando yo? -replicó Julia.
– Entonces, ¿por qué hablas en voz baja? -No me había dado cuenta.
– Deberías venir a visitarme más a menudo, me traes suerte: he vendido el reloj del siglo XVIII justo una hora después de que te marcharte tú. Hacía dos años que lo tenía y no conseguía quitármelo de encima.
– Si de verdad era del siglo XVIII, poco le importaba esperar dos años.
– Él también sabía mentir bien. No sé con quién estás ni quiero saberlo, pero no me tomes por tonto, es algo que me horroriza.
– ¡Te aseguro que no es en absoluto lo que crees!
– ¡La fe es un asunto de religión, querida!
– Te voy a echar de menos, Stanley.
– Aprovecha bien estos pocos días: ¡los viajes que uno hace de joven lo marcan para toda la vida!
Y colgó sin dejarle a Julia la más mínima oportunidad de tener la última palabra. Una vez interrumpida la comunicación, Stanley miró su teléfono y añadió:
– Márchate con quien quieras pero no vayas a enamorarte de un canadiense que te retenga en su país. ¡Un solo día sin ti se me hace largo, y ya estoy empezando a aburrirme!
A las 17.30 horas, el vuelo de American Airlines 4742 tomaba tierra en la pista del aeropuerto Pierre Trudeau de Montreal. Pasaron la aduana sin problemas. Un coche los esperaba en la puerta. No había mucho tráfico en la autopista, y, media hora más tarde, atravesaban ya la zona de negocios de la ciudad. Anthony señaló una alta torre de cristal.
– La he visto construir -suspiró-. Tiene tu misma edad.
– ¿Por qué me cuentas esto?
– Puesto que le tienes un cariño especial a esta ciudad, te dejo un recuerdo en ella. Un día, pasearás por aquí y sabrás que tu padre pasó varios meses de su vida trabajando en esta torre. Esta calle te resultará menos anónima.
– Lo recordaré -dijo Julia.
– ¿No me preguntas lo que hacía allí?
– Negocios, supongo…
– Oh, no; en aquella época, me contentaba con despachar en un pequeño quiosco de prensa. No creas que eres rica desde que naciste. La fortuna llegó más tarde.
– ¿Y lo del quiosco duró mucho? -preguntó Julia, asombrada.
– Un día se me ocurrió vender también bebidas calientes. ¡Y entonces se puede decir que entré en el mundo de los negocios! -prosiguió Anthony con los ojos brillantes-. La gente se precipitaba hacia el edificio, congelada por el viento que empieza a soplar desde el final del otoño y no se agota hasta la primavera. Deberías haberlos visto abalanzarse sobre los cafés, los chocolates y los tés calientes que vendía… al doble del precio del mercado.
– ¿Y después?
– Después añadí bocadillos al menú. Tu madre los preparaba desde el amanecer. La cocina de nuestro apartamento se transformó rápidamente en un auténtico laboratorio.
– ¿Vivisteis en Montreal, mamá y tú?
– Vivíamos rodeados de lechugas, de lonchas de jamón y de papel celofán. Cuando empecé a ofrecer un servicio de distribución por las plantas de la torre y de otra que acababan de construir justo al lado, tuve que contratar a mi primer empleado.
– ¿Quién era?
– ¡Tu madre! Ella se ocupaba del quiosco mientras yo repartía los pedidos.
»Era tan guapa que los clientes hacían hasta cuatro pedidos al día sólo para verla. Cuánto nos divertíamos por aquel entonces. Cada comprador tenía su ficha, y tu madre se acordaba de todas las caras. El contable del despacho 1407 estaba enamorado de ella, sus bocadillos tenían relleno doble; al director de personal de la undécima planta le reservábamos el fondo de los tarros de mostaza y las hojas de lechuga marchitas, tu madre lo tenía en el bote.
Llegaron a la puerta de su hotel. El mozo de las maletas los acompañó hasta la recepción.
– No tenemos reserva -dijo Julia, tendiéndole su pasaporte al encargado.
El hombre comprobó en su ordenador las habitaciones disponibles y tecleó el apellido.
– Sí, sí que tienen una habitación, ¡y qué habitación!
Julia lo miró asombrada mientras Anthony retrocedía unos pasos.
– ¡Los señores Walsh… Coverman! -exclamó el recepcionista-. Y, si no me equivoco, se quedan con nosotros toda la semana.
– ¿No se te habrá ocurrido hacer esto? -le dijo Julia a su padre en voz baja, mientras éste adoptaba un aire de lo más inocente.
El recepcionista lo salvó al interrumpirlos.
– Tienen la suite… -y, al constatar la diferencia de edad que separaba al señor Walsh de la señora Walsh, añadió con una ligera inflexión en la voz- nupcial.
– ¡Podrías haber elegido otro hotel! -le dijo Julia al oído a su padre.
– ¡No tuve más remedio! -se justificó Anthony-. Tu futuro marido había optado por un paquete, vuelo más hotel. Y eso que hemos tenido suerte, no eligió media pensión. Pero te prometo que no le costará nada, lo cargaremos todo en mi tarjeta de crédito. ¡Eres mi heredera, así que invitas tú! -dijo riendo.
– ¡No era eso lo que me preocupaba!
– ¿Ah, no? ¿Y qué, entonces?
– ¿La suite… nupcial?
– No hay motivo para preocuparse, eso lo comprobé con la chica de la agencia, la suite se compone de dos habitaciones unidas por un salón, en la última planta del hotel. No tendrás vértigo, espero…
Y mientras Julia sermoneaba a su padre, el recepcionista le entregó la llave, deseándole una feliz estancia.
El mozo de las maletas los condujo a los ascensores. Julia retrocedió y se precipitó hacia el recepcionista.
– ¡No es en absoluto lo que imagina! ¡Se trata de mi padre!
– Pero si yo no imagino nada, señora -contestó éste, incómodo.
– ¡Sí, claro que sí, pero sepa que se equivoca!
– Señorita, puedo garantizarle que he visto de todo en este trabajo -dijo inclinándose por encima del mostrador para que nadie pudiera oír su conversación-. ¡Soy una tumba! -aseguró, esforzándose por adoptar un tono tranquilizador.
Y cuando ya Julia se disponía a responderle con un buen corte, Anthony la cogió del brazo y la arrastró a la fuerza lejos de la recepción.
– ¡Te preocupa demasiado lo que los demás piensan de ti! -¿Y eso a ti qué más te da?
– Pierdes un poco de tu libertad y mucho de tu sentido del humor. Ven, ¡el mozo está sujetando las puertas del ascensor y no somos los únicos en querer desplazarnos en este hotel!
La suite era tal y como Anthony la había descrito. Las ventanas de las dos habitaciones, separadas por un saloncito, se erguían sobre el casco viejo de la ciudad. Nada más dejar su bolsa encima de la cama, Julia tuvo que ir a abrir la puerta. Un mozo esperaba detrás de una mesa con ruedas sobre la que reposaban una botella de champán en su cubo con hielo, dos copas y una caja de bombones.
– ¿Qué es esto? -quiso saber.
– Un obsequio del hotel, señora -contestó el empleado-.
Con este servicio el hotel quiere dar la enhorabuena a las «jóvenes parejas de recién casados».
Julia le lanzó una mirada furibunda mientras se apoderaba de la notita que habían dejado también sobre el mantel. El director del hotel agradecía a los señores Walsh-Coverman el haber elegido su establecimiento para celebrar su luna de miel. Todo el personal estaba a su disposición para hacer inolvidable su estancia. Julia rasgó la nota, dejó los pedazos delicadamente sobre la mesa con ruedas y le cerró la puerta en las narices al mozo.
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