Marc Levy - Las cosas que no nos dijimos

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Las cosas que no nos dijimos: краткое содержание, описание и аннотация

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Con más de 15 millones de ejemplares de sus novelas vendidos en todo el mundo, Marc Levy se ha convertido en un referente indiscutible de la literatura contemporánea. Con su nueva novela, Las cosas que no nos dijimos, Levy va un paso más al lá y arrastra al lector a un universo del que no querrá salir. Cuatro días antes de su boda, Julia recibe una llamada del secretario personal de Anthony Walsh, su padre. Walsh es un brillante hombre de negocios, pero siempre ha sido para Julia un padre ausente, y ahora llevan más de un año sin verse. Como Julia imaginaba, su padre no podrá asistir a la boda. Pero esta vez tiene una excusa incontestable: su padre ha muerto.

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A la derecha, un denso bosque de abetos bordeaba la carretera. En un claro aparecieron las moles oscuras del puesto fronterizo. La zona era tan vasta que parecía una estación de tránsito. El coche se metió entre dos camiones. Un agente les indicó que se cambiaran de fila. Mathias ya no sonreía.

Muy por encima de la cúspide de los árboles que desaparecían en la lejanía, se elevaban a un lado y a otro dos pilones atestados de focos. Apenas algo menos altos se erguían también cuatro miradores frente a frente. Un panel que indicaba «Marienvorn, Border Checkpoint» estaba colgado de las puertas con rejas que se cerraban al paso de cada vehículo.

En el primer control les ordenaron abrir el maletero. Procedieron a registrar el equipaje de Antoine y de Mathias, y Julia cayó en la cuenta entonces de que ella no llevaba ningún efecto personal. Volvieron a indicarles que avanzaran, un poco más lejos tuvieron que pasar por un corredor bordeado a un lado y a otro por barracones de chapa ondulada blanca donde comprobarían sus documentos de identidad. Un agente ordenó a Mathias que aparcara en la cuneta y lo siguiera. Antoine mascullaba que ese viaje era una locura, que lo había dicho desde el principio, y Mathias le recordó las consignas que habían convenido poco antes. Con la mirada Julia le preguntó lo que esperaba de ella.

Mathias cogió nuestros pasaportes, lo recuerdo como si fuera ayer. Siguió al agente. Antoine y yo lo esperamos, y aunque estábamos solos bajo esa lúgubre estructura de metal, no pronunciamos una sola palabra, respetando sus consignas al pie de la letra. Y entonces volvió Mathias, seguido por un militar. Ni Antoine ni yo podíamos adivinar lo que pasaría a continuación. El joven soldado nos miró por turnos. Le devolvió los pasaportes a Mathias y le indicó que podíamos pasar. Nunca antes había sentido tanto miedo, nunca había tenido esa sensación de intrusión que se te desliza bajo la piel y te hiela hasta el tuétano. El coche avanzó despacio hacia el punto de control siguiente y de nuevo se detuvo bajo un gigantesco hangar, donde todo volvió a empezar. Mathias se marchó otra vez en dirección a otros barracones y cuando por fin regresó, su sonrisa nos hizo comprender que esta vez teníamos vía libre hasta Berlín. Estaba prohibido abandonar la autopista antes de llegar a nuestro destino.

La brisa que soplaba en el paseo del viejo puerto de Montreal le provocó un escalofrío. Pero Julia no apartó los ojos de los rasgos de un hombre dibujados a carboncillo, un rostro surgido de otro tiempo, en un lienzo mucho más blanco que las chapas onduladas de los barracones erigidos en la frontera que en el pasado dividía Alemania.

Tomas, me encaminaba hacia ti. Éramos jóvenes despreocupados, y tú aún estabas vivo.

Tuvo que pasar más de una hora para que Mathias sintiera de nuevo ganas de cantar. Exceptuando algunos camiones, los únicos vehículos con los que se cruzaban o a los que adelantaban eran de la marca Trabant. Como si todos los habitantes de ese país hubieran querido poseer el mismo coche, para no competir jamás con el del vecino. El suyo debía de parecerles imponente, su Peugeot 504 destacaba en esa autopista de la RDA; no había un solo conductor que no lo contemplara maravillado cuando lo adelantaba.

Dejaron atrás Schermen, Theessen, Kópernitz, Magdeburgo y por fin Potsdam; sólo faltaban cincuenta kilómetros hasta Berlín. Antoine quería a toda costa ser el que condujera cuando se adentraran por las afueras de la capital. Julia se echó a reír, recordándoles que sus compatriotas habían liberado la ciudad hacía casi cuarenta y cinco años.

– ¡Y allí siguen! -se había apresurado a replicar Antoine con un tono cortante.

– ¡Con vosotros, los franceses! -le había contestado Julia en el mismo tono.

– ¡Qué pesados sois los dos! -había concluido Mathias.

Y, de nuevo, habían permanecido callados hasta la siguiente frontera, en las puertas del islote occidental situado en mitad de Alemania Oriental; no habían dicho una palabra hasta entrar en la ciudad, cuando por fin Mathias había exclamado: «Ich bin ein Berliner!»

10

Todos sus cálculos de itinerario resultaron equivocados. La tarde del 8 de noviembre llegaba casi a su fin, pero a ninguno le preocupaba el retraso acumulado. Estaban agotados, pero hacían caso omiso de su cansancio. En la ciudad la excitación era palpable, se notaba que algo iba a pasar. Antoine estaba en lo cierto; cuatro días antes, al otro lado del Telón de Acero, un millón de alemanes del Este se habían manifestado por su libertad. El Muro, con sus miles de soldados y de perros policía patrullando día y noche, había separado a los que se amaban, a los que vivían juntos y esperaban sin atreverse ya a creer en ello el momento en que por fin se reunirían de nuevo. Familias, amigos o simples vecinos, aislados desde hacía veintiocho años por cuarenta y tres kilómetros de hormigón, alambre de espino y miradores erigidos de manera tan brutal, en el transcurso de un triste verano que había marcado el inicio de la guerra fría.

Sentados a la mesa de un café, los tres amigos estaban alerta a lo que se decía a su alrededor. Antoine se concentraba lo mejor que podía, poniendo a prueba sus conocimientos de alemán aprendidos en el instituto, para traducir simultáneamente a Mathias y a Julia los comentarios de los berlineses. El régimen comunista ya no podía aguantar mucho. Algunos pensaban incluso que los puestos fronterizos no tardarían en abrirse. Todo había cambiado desde que Gorbachov había visitado la RDA en el mes de octubre. Un periodista del diario Tagesspiegel, que había acudido al café a tomarse una cerveza de prisa y corriendo, afirmaba que la redacción de su periódico se hallaba en plena ebullición.

Los titulares, que normalmente a esas horas ya estaban en las rotativas, todavía no se habían decidido. Se preparaba algo importante, no podía decir nada más.

Al caer la noche, el agotamiento del viaje había podido con ellos. Julia no podía reprimir los bostezos, y un hipo tenaz se apoderó de ella. Mathias lo intentó todo, primero darle sustos, pero cada uno de sus intentos se saldaba con una carcajada, y los respingos de Julia doblaban su intensidad. Antoine había intervenido entonces, imponiendo figuras de gimnasia acrobática para beber un vaso de agua con la cabeza hacia abajo y los brazos en cruz. El truco era infalible, pero pese a todo fracasó, y los espasmos se hicieron aún más fuertes. Algunos clientes del café propusieron otras estratagemas. Beberse una pinta de un tirón resolvería el problema, contener la respiración el mayor tiempo posible tapándose la nariz, tumbarse en el suelo y doblar las rodillas hacia el abdomen. Cada uno proponía su idea, hasta que un médico complaciente que estaba tomando una cerveza en la barra le dijo a Julia en un inglés casi perfecto que se fuera a descansar. Las ojeras que tenía daban fe de lo agotada que estaba. Dormir sería el mejor de los remedios. Los tres amigos se pusieron a buscar un albergue juvenil.

Antoine preguntó dónde podían encontrar alojamiento. Como el cansancio también había hecho mella en él, el camarero nunca entendió lo que quería decirle. Encontraron dos habitaciones contiguas en un hotelito. Los dos chicos compartieron una, y Julia pudo disponer de la otra ella sola. Subieron a duras penas hasta el tercer piso y, nada más separarse, cada uno se desplomó sobre su cama, salvo Antoine, que pasó la noche sobre un edredón extendido en el suelo. Nada más entrar en la habitación, Mathias se quedó dormido tirado de cualquier manera sobre el colchón.

La retratista se esforzaba por terminar su dibujo. Tres veces había tenido que llamar la atención a su cliente, pero Anthony Walsh la escuchaba distraído. Mientras la joven se las veía y se las deseaba para plasmar la expresión de su rostro, éste no dejaba de volver la cabeza para observar a su hija. Un poco más lejos, Julia no apartaba los ojos de los retratos expuestos de la artista. Con la mirada ausente, parecía estar en otro lugar. Ni una sola vez desde que su padre se había sentado a posar había levantado Julia la vista del dibujo que estaba contemplando. La llamó, pero ella no le contestó.

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