Anthony Walsh carraspeó, y unas gotas de sudor se formaron en su frente.
– ¿Sudas? -preguntó Julia, sorprendida.
– Es una ligera disfunción tecnológica que no me habría importado poder ahorrarme -dijo enjugándose delicadamente la cara con su servilleta-. ¡Tenías dieciocho años, Julia, y querías compartir tu vida con un comunista al que conocías desde hacía unas semanas!
– ¡Cuatro meses!
– ¡Dieciséis semanas, entonces!
– Y era alemán oriental, no comunista.
– ¡Mejor me lo pones!
– ¡Si hay algo que no olvidaré jamás es por qué te odiaba tanto!
– Habíamos quedado en que no hablaríamos en pasado, ¿recuerdas? No temas hablar conmigo en presente; aunque esté muerto, sigo siendo tu padre, o lo que queda de él…
El camarero le llevó su plato a Julia. Ella le pidió que volviera a servirle más champán. Anthony Walsh tapó la copa con la mano.
– Creo que todavía tenemos cosas que decirnos.
El camarero se alejó sin decir una palabra.
– Vivías en Berlín Oriental, hacía meses que no tenía noticias tuyas. ¿Cuál habría sido tu etapa siguiente? ¿Moscú?
– ¿Cómo diste conmigo?
– Por ese artículo que publicaste en un periódico de Alemania Occidental. Alguien tuvo la delicadeza de hacerme llegar una copia.
– ¿Quién?
– Wallace. Quizá fuera su manera de hacerse perdonar el haberte ayudado a salir de Estados Unidos a mis espaldas. -¿Te enteraste?
– O si no, quizá él también se preocupara por ti y juzgara que ya iba siendo hora de poner fin a esas peripecias antes de que de verdad estuvieras en peligro.
– Nunca estuve en peligro, quería a Tomas.
– Hasta cierta edad, uno se lía la manta a la cabeza por amor a otra persona, ¡pero a menudo es por amor a uno mismo! Estabas destinada a estudiar Derecho en Nueva York, lo dejaste todo para cursar estudios de dibujo en la Aca demia de Bellas Artes de París; una vez allí, al cabo de no sé cuánto tiempo, te marchaste a Berlín; te enamoriscaste del primero que se te cruzó y, como por arte de magia, adiós a las Bellas Artes, quisiste ser periodista, y si mal no recuerdo, qué coincidencia, él también quería ser periodista, qué extraño…
– ¿Y eso a ti qué más te daba?
– Fui yo quien le dijo a Wallace que te devolviera tu pasaporte el día que se lo pidieras, Julia, y estaba en la habitación de al lado cuando fuiste al cajón de mi despacho a recuperarlo.
– ¿Por qué tanto intermediario?, ¿por qué no dármelo tú mismo?
– Porque por aquel entonces no nos llevábamos precisamente bien, si recuerdas. Y, también, digamos que si lo hubiera hecho, eso le habría quitado cierto gusto a tu aventura. Al dejarte marchar en plena rebelión contra mí, tu viaje era aún más atractivo, ¿no crees?
– ¿De verdad pensaste en todo eso?
– Le indiqué a Wallace dónde estaban tus documentos, y yo de verdad estaba en el salón mientras tanto; por lo demás, quizá por mi parte hubiera también algo de amor propio herido.
– ¿Tú, herido?
– ¿Y Adam? -replicó Anthony Walsh.
– Adam no tiene nada que ver en todo esto.
– Te recuerdo, por extraño que me resulte decírtelo, que de no haberme muerto hoy serías su esposa. De modo que voy a tratar de volver a plantear mi pregunta de otra manera, pero, antes, ¿te importaría cerrar los ojos?
Al no comprender adonde quería llegar su padre, Julia dudó, pero, ante su insistencia, obedeció.
– Ciérralos más. Me gustaría que te sumergieras en la más completa oscuridad.
– ¿A qué jugamos?
– Por una vez, haz lo que te pido, sólo nos llevará un momento.
Julia cerró los párpados con fuerza, y la invadió la oscuridad.
– Coge el tenedor y come.
Divertida, se prestó al ejercicio. Su mano tanteó el mantel hasta encontrar el objeto codiciado. Con un gesto torpe, trató entonces de pinchar un trozo de carne en su plato y, sin tener ni idea de lo que se estaba llevando a la boca, entreabrió los labios.
– ¿Difiere el gusto de ese alimento porque no lo veas? -Quizá -contestó sin abrir los ojos. -Ahora, haz algo por mí, y sobre todo mantén los ojos cerrados.
– Te escucho -le dijo con voz queda.
– Vuelve a pensar ahora en un momento de felicidad.
Y Anthony calló, observando el rostro de su hija.
La isla de los museos, recuerdo que paseábamos juntos. Cuando me presentaste a tu abuela, su primera reacción fue preguntarme a qué me dedicaba en la vida. La conversación no era fácil, tú traducías sus palabras en tu inglés tan básico, y yo no hablaba tu lengua. Le expliqué que estudiaba Bellas Artes en París. Ella sonrió y fue a su cómoda a buscar una tarjeta postal con una reproducción de un cuadro de Vladimir Radskin, un pintor ruso que le gustaba mucho. Y luego nos mandó que saliéramos a tomar el aire, que aprovecháramos el día tan bueno que hacía. No le habías contado nada de tu extraordinario viaje, ni una sola palabra sobre la forma en que nos habíamos conocido. Y cuando nos separamos de ella en el umbral de vuestro apartamento, te preguntó si habías vuelto a ver a Knapp. Tú dudaste largo rato, pero la expresión de tu rostro traducía que os habíais vuelto a encontrar. Te sonrió y te dijo que se alegraba por ti.
Nada más salir a la calle, me cogiste de la mano, y cada vez que te preguntaba adonde íbamos tan de prisa, tú contestabas: «Ven, ven.» Cruzamos el puentecito sobre el río Spree.
La isla de los museos, nunca había visto una concentración tal de edificios dedicados al arte. Creía que tu país sólo estaba hecho de grises, y allí todo era en color. Me llevaste ante la puerta del Altes Museum. El edificio era un inmenso cuadrado, pero, cuando entramos, el espacio interior tenía la forma de una rotonda. Nunca había visto una arquitectura como ésa, tan extraña, casi increíble. Me condujiste al centro de esa rotonda y me hiciste dar una vuelta sobre mí misma; luego otra, y otra más, cada vez más rápido, hasta sentir vértigo. Detuviste mi baile loco abrazándome y me dijiste «Mira, esto es el romanticismo alemán, un círculo en medio de un cuadrado», para demostrar que todas las diferencias pueden anularse. Y me llevaste a ver el museo de Pérgamo.
– Bueno, ¿qué? -quiso saber Anthony-. ¿Has rememorado ese momento de felicidad?
– Sí -contestó ella sin abrir los ojos. -¿Ya quién veías en él? Julia abrió los ojos.
– No tienes que decirme la respuesta, Julia, te pertenece. Yo ya no viviré tu vida por ti. -¿Por qué haces esto?
– Porque, cada vez que cierro los ojos, vuelvo a ver el rostro de tu madre.
– Tomas ha surgido en ese retrato que se parecía a él como un fantasma, una sombra que me decía que me marchara en paz, que podía casarme sin pensar ya más en él, sin nostalgia. Era una señal.
Anthony carraspeó.
– ¡Pero si no era más que un retrato a carboncillo! Si lanzo mi servilleta, que alcance o no a darle al paragüero de la entrada no cambiará nada. Que la última gota de vino caiga o no en la copa de esa mujer que está junto a nosotros no hará que antes de que concluya el año se case con el tontorrón con el que está cenando. No me mires como si fuera un extraterrestre, si ese imbécil no le hablara tan alto a su novia para impresionarla, no habría oído su conversación desde el principio de la cena.
– ¡Dices eso porque nunca has creído en las señales de la vida! ¡Porque siempre necesitas controlarlo todo!
– Las señales no existen, Julia. He lanzado mil hojas de papel arrugado a la papelera de mi despacho, seguro de que, si encestaba, mi deseo se cumpliría; ¡pero la llamada que esperaba no llegaba nunca! Llegué incluso a decirme que tenía que encestar tres o cuatro veces seguidas para merecer la recompensa; tras dos años de práctica encarnizada, era capaz de encestar un taco de hojas una tras otra en pleno centro de una papelera colocada a diez metros de distancia, y la llamada seguía sin llegar. Una noche, tres clientes importantes me acompañaron a una cena de negocios. Mientras uno de mis socios se esforzaba por enumerarles todos los países en los que teníamos filiales implantadas, yo buscaba aquel en el que debía de estar la mujer a la que esperaba; me imaginaba las calles que recorría al salir de su casa todas las mañanas. Al marcharnos del restaurante, uno de ellos, un chino, y no me preguntes su nombre, por favor, me contó una leyenda preciosa. Según parece, si uno salta en medio de un charco en el que se refleja la luna llena, su espíritu te lleva de inmediato junto a las personas a las que añoras. Tendrías que haber visto la cara que puso mi socio cuando salté con ambos pies en el arroyo. Mi cliente estaba calado hasta los huesos, le chorreaba hasta el sombrero. En lugar de pedirle disculpas, ¡le reproché que su truco no funcionaba! La mujer a la que yo esperaba no había aparecido. Así que no me hables de esas señales estúpidas a las que uno se aferra cuando ha perdido toda razón para creer en Dios.
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