Marc Levy - Las cosas que no nos dijimos

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Con más de 15 millones de ejemplares de sus novelas vendidos en todo el mundo, Marc Levy se ha convertido en un referente indiscutible de la literatura contemporánea. Con su nueva novela, Las cosas que no nos dijimos, Levy va un paso más al lá y arrastra al lector a un universo del que no querrá salir. Cuatro días antes de su boda, Julia recibe una llamada del secretario personal de Anthony Walsh, su padre. Walsh es un brillante hombre de negocios, pero siempre ha sido para Julia un padre ausente, y ahora llevan más de un año sin verse. Como Julia imaginaba, su padre no podrá asistir a la boda. Pero esta vez tiene una excusa incontestable: su padre ha muerto.

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– ¿Y cómo estás al corriente de todo eso?

– Que mi vida nunca te haya interesado no quiere decir que yo no me las apañara siempre para estar al tanto de la tuya.

Anthony miró largo rato a su hija y regresó al salón. Ella lo llamó cuando estaba a punto de entrar por la puerta.

– ¿La abriste?

– Nunca me he permitido leer tu correspondencia -le dijo sin volverse.

– ¿La conservaste?

– Está en tu habitación, o sea, me refiero a la que ocupabas cuando vivías en casa. La guardé en el cajón del escritorio en el que estudiabas; pensé que era el lugar donde debía esperarte.

– ¿Por qué no me dijiste nada cuando volví a Nueva York?

– ¿Y por qué esperaste seis meses antes de llamarme cuando volviste a Nueva York, Julia? ¿Y lo hiciste porque te diste cuenta de que te había visto por el escaparate de esa tienda del Soho? ¿O fue porque, después de tantos años de ausencia, por fin empezabas a echarme un poquito de menos? Si crees que siempre he ganado la partida, te equivocas.

– ¿Porque para ti era un juego?

– Espero que no: de niña se te daba muy bien romper tus juguetes.

Anthony dejó un sobre encima de su cama. -Te dejo esto -añadió-. Desde luego debería haberte hablado de ello antes, pero no tuve la posibilidad de hacerlo. -¿Qué es? -quiso saber Julia.

– Nuestros billetes para Nueva York. Se los he encargado esta mañana al recepcionista del hotel mientras dormías. Ya te lo he dicho, había anticipado tu reacción, y me imagino que nuestro viaje termina aquí. Vístete, coge tu bolso y reúnete conmigo en el vestíbulo. Voy a pagar la cuenta del hotel.

Anthony cerró la puerta sin hacer ruido al salir de su habitación.

La autopista estaba abarrotada, el taxi se desvió por la calle Saint-Patrick. También allí el tráfico era denso. El taxista le propuso volver a la 720 un poco más lejos y atajar por el bulevar Rene Lévesque. A Adam le traía sin cuidado el itinerario siempre que fuera el más rápido. El conductor suspiró, por mucho que su cliente se impacientara, él no podía hacer más. Dentro de treinta minutos llegarían a su destino, quizá menos si el tráfico mejoraba una vez que hubieran pasado la entrada a la ciudad. Y pensar que según algunos los taxistas no eran amables… Subió el volumen de la radio para poner fin a su conversación.

Ya se veía el tejado de una torre del barrio de negocios de Montreal, por lo que el hotel ya no quedaba muy lejos.

Con su bolso al hombro, Julia cruzó el vestíbulo y se dirigió con paso resuelto a la recepción. El empleado abandonó su mostrador para ir de inmediato a su encuentro.

– ¡Señora Walsh! -dijo abriendo los brazos de par en par-. El señor la está esperando fuera, la limusina que les hemos llamado llega con un poco de retraso, hoy hay un tráfico de locos.

– Gracias -contestó Julia.

– Siento muchísimo, señora Walsh, que tengan que dejarnos antes de tiempo, espero que la calidad de nuestro servicio no tenga nada que ver con su partida, ¿verdad? -preguntó, contrito.

– ¡Sus croissants son increíbles! -replicó Julia al instante-. ¡Y, de una vez por todas, no soy la señora, sino la señorita Walsh!

Salió del hotel y vio a Anthony, que la esperaba en la calle.

– La limusina ya no debería tardar…, anda, mira, ahí viene.

Una Lincoln negra aparcó justo a su altura. Antes de bajar para recibirlos, el conductor abrió el maletero desde dentro. Julia entró en el coche y se instaló en el asiento de atrás. Mientras el botones guardaba su equipaje, Anthony rodeó el vehículo. Un taxi tocó la bocina y no lo atropello de milagro.

– ¡Hay que ver la gente, es que no mira! -exclamó furioso el taxista, aparcando en doble fila delante del hotel Saint-Paul.

Adam le tendió un puñado de dólares y, sin esperar el cambio, se precipitó hacia las puertas giratorias. Se presentó en la recepción y pidió que le pusieran con la habitación de la señorita Walsh.

Fuera, una limusina negra esperaba pacientemente a que un taxi tuviera a bien despejar el paso. El conductor del vehículo que le bloqueaba la salida estaba contando un fajo de billetes y no parecía tener ninguna prisa.

– El señor y la señora Walsh ya se han marchado del hotel -le contestó, afligida, la recepcionista a Adam.

– ¿El señor y la señora Walsh? -repitió él, insistiendo mucho en la palabra «señor».

El empleado de mayor rango hizo un gesto de exasperación y se presentó a Adam.

– ¿Puedo ayudarlo en algo? -quiso saber, muy vehemente.

– ¿Ha pasado la noche mi mujer en este hotel?

– ¿Su mujer? -preguntó el empleado, lanzándole una mirada por encima del hombro.

La limusina seguía sin poder salir.

– ¡La señorita Walsh!

– Sí, la señorita pasó la noche en este hotel, pero ya se ha marchado. -¿Sola?

– No creo haberla visto acompañada -contestó el recepcionista, cada vez más incómodo.

Un concierto de bocinas hizo que Adam se volviera para mirar a la calle.

– ¿Señor? -intervino el recepcionista para recuperar su atención-. ¿Podemos ofrecerle quizá un desayuno o un pequeño tentempié?

– ¡Su empleada acaba de decirme que el señor y la señora Walsh se habían marchado del hotel! Eso suman dos personas, ¿estaba sola o no? -insistió Adam con tono firme.

– Nuestra colaboradora se habrá equivocado -afirmó el empleado, fulminándola con la mirada-, tenemos muchos clientes… ¿Desea tomar un té, o un café tal vez?

– ¿Hace mucho que se ha marchado?

De nuevo, el recepcionista lanzó una mirada discreta a la calle. La limusina negra arrancaba por fin. Dejó escapar un suspiro de alivio al verla alejarse.

– Pues hace ya un buen rato, me parece -dijo-. ¡Tenemos zumos excelentes! Permítame que lo acompañe a nuestro salón de desayuno, será nuestro invitado.

13

No intercambiaron una sola palabra en todo el viaje. Julia tenía la nariz pegada a la ventanilla.

Cada vez que viajaba en avión, buscaba tu rostro entre las nubes, me imaginaba tus rasgos en esas formas que se estiraban en el cielo. Te había escrito cien cartas y recibido cien tuyas, dos por cada semana que pasaba. Nos habíamos jurado reencontrarnos en cuanto me fuera posible. Cuando no estudiaba, trabajaba para ganar lo necesario para volver algún día contigo. Hice de camarera en restaurantes, de acomodadora de cine, o simplemente de repartidora de propaganda; y cada gesto que realizaba, lo hacía pensando en la mañana en que por fin llegaría a Berlín, a ese aeropuerto en el que estarías esperándome.

¿Cuántas noches me dormí en tu mirada, en el recuerdo de la risa que nos entraba de repente por las calles de la ciudad gris? A veces tu abuela me decía, cuando me dejabas sola con ella, que no creía en nuestro amor. Que no duraría. Había demasiadas diferencias entre nosotros: yo, la chica del Oeste, y tú, el chico del Este. Pero cada vez que volvías y me a brazabas, la miraba por encima de tu hombro y le sonreía, segura de que no tenía razón. Cuando mi padre me hizo subir a la fuerza a ese coche que esperaba debajo de tus ventanas, grité tu nombre, hubiera querido que lo oyeras. La noche en que las noticias informaron del «incidente» de Kabul que se había cobrado la vida de cuatro periodistas, entre ellos uno alemán, supe en ese mismo instante que estaban hablando de ti. Se me heló la sangre. Y en ese restaurante en el que secaba vasos detrás de una vieja barra de madera, me desmayé. El presentador decía que vuestro vehículo había saltado por los aires al pisar una mina olvidada por las tropas soviéticas. Como si el destino hubiera querido alcanzarte, no dejarte jamás ir al encuentro de tu libertad. Los periódicos no precisaban nada más, cuatro víctimas, al mundo le basta con esa información; qué importa la identidad de los que mueren, qué importan sus vidas, los nombres de aquellos a los que dejan en la ausencia. Pero yo sabía que eras tú el alemán del que hablaban. Tardé dos días en conseguir dar con Knapp; dos días en los que no pude tragar bocado.

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