Cinco meses sin mandarte una sola carta es mucho tiempo cuando teníamos la costumbre de escribirnos dos veces por semana. Cinco meses de silencio, casi medio año, es más todavía cuando hace tanto tiempo que no nos hemos visto ni nos hemos tocado. Es durísimo amarse a distancia, por eso te hago ahora esta pregunta que me asalta a diario.
Knapp fue a Kabul en cuanto se enteró de la noticia. Tendrías que haber visto cómo lloraba al entrar en la sala, y yo también un poco, lo reconozco. Menos mal que el herido a mi lado dormía a pierna suelta, de lo contrario, ¿qué habrían pensado de nosotros esos soldados de inquebrantable valor? Si no te llamó nada más marcharse, para decirte que estaba vivo, fue porque le pedí que no lo hiciera. Sé que te había anunciado mi muerte, me tocaba a mí decirte que había sobrevivido. Quizá la verdadera razón sea otra, quizá al escribirte quiera dejarte la libertad de no interrumpir el duelo de nuestra historia, si ya lo has empezado.
Julia, nuestro amor nació de nuestras diferencias, de esa hambre de descubrimientos que sentíamos todas las mañanas, intacta, al despertar. Y ya que te hablo de mañanas, nunca sabrás la cantidad de horas que pasé mirándote dormir, mirándote sonreír. Pues, aunque no lo sepas, sonríes cuando duermes. No contarás jamás cuántas veces te acurrucaste contra mí, diciendo en sueños palabras que yo no comprendía; cien veces, es el número exacto.
Julia, sé que construir juntos es otra aventura. Odié a tu padre, y luego quise comprenderlo. ¿Habría actuado yo igual que él en las mismas circunstancias? Si me hubieras dado una hija, si me hubieras dejado solo con ella, si se hubiera enamorado de un extranjero que vivía en un mundo hecho de nada, o de todo lo que me aterroriza, quizá habría actuado como él. Nunca me ha apetecido contarte todos esos años vividos al otro lado del Muro, no habría querido malgastar un segundo de nuestro tiempo con esos recuerdos del absurdo, merecías algo mejor que tristes relatos sobre lo peor de lo que son capaces los hombres, pero tu padre seguramente conocía todo eso y no era lo que esperaba para ti.
Odié a tu padre por haberte raptado, dejándome ensangrentado en nuestra habitación, incapaz de retenerte. En mi rabia la emprendí a puñetazos con las paredes en las que aún resonaba tu voz, pero quería entender. ¿Cómo decirte que te amaba sin al menos haberlo intentado?
A la fuerza, volviste a tu vida. ¿Te acuerdas?, siempre hablabas de las señales que la vida nos dibuja, pero yo no te creía, mas terminé por persuadirme de tu verdad, aunque esta noche en que te escribo estas líneas, aquí la verdad que impera sea la de lo peor que albergan los hombres.
Te amé tal y como eras, y jamás querría que fueras de otra manera, te amé sin comprenderlo todo de ti, convencido de que el tiempo me daría la manera de hacerlo; quizá en medio de todo ese amor olvidara a veces preguntarte si me amabas hasta el punto de abrazar todo lo que nos separa. Quizá también nunca me dejabas tiempo de hacerte esta pregunta, como tampoco te lo dejabas a ti misma. Pero, a nuestro pesar, ese tiempo ha llegado.
Regreso mañana a Berlín. Echaré esta carta en el primer buzón que vea. Te llegará, como siempre, dentro de unos días; si no me equivoco en mis cálculos, debería ser el 16 o el 17 de septiembre.
Encontrarás en este sobre algo que guardaba en secreto; me habría gustado incluirte una foto mía, pero en estos momentos no tengo muy buen aspecto, y además sería un poco presuntuoso por mi parte. Así que no es más que un billete de avión. Ya ves, ya no necesitarás trabajar largos meses para reunirte conmigo, si aún lo deseas. Yo también había ahorrado para ir a buscarte. Me lo había llevado conmigo a Kabul, tenía pensado mandártelo, pero como podrás ver… aún es válido.
Te esperaré en el aeropuerto de Berlín el último día de cada mes.
Si volvemos a vernos, juraré no separar a la hija que me des del hombre al que ame algún día. Y por muy diferente que sea, comprenderé a aquel que me la robe, comprenderé a mi hija, puesto que habré amado a su madre.
Julia, nunca te guardaré rencor, respetaré tu elección, sea cual sea. Si no vinieras, si tuviera que marcharme solo de ese aeropuerto, el último día del mes, que sepas que lo comprenderé, es para decirte eso por lo que hoy te escribo.
No olvidaré jamás el rostro maravilloso que la vida me regaló una tarde de noviembre, una tarde en que, habiendo recuperado la esperanza, trepé a un muro para caer en tus brazos, yo que venía del Este, y tú, del Oeste.
Eres, y seguirás siendo en mi memoria, lo más hermoso que me ha pasado en la vida. Me doy cuenta ahora de cuánto te amo al escribirte estas palabras.
Hasta pronto, quizá. De todas maneras, estás aquí, siempre estarás aquí. Sé que, en alguna parte, respiras, y eso ya es mucho.
Te amo,
Tomas
Una fundita amarillenta cayó del sobre. Julia la abrió. En letras rojas impresas sobre un billete de avión podía leerse: «Fráulein Julia Walsh, Nueva York – París – Berlín, 29 de septiembre de 1991.» Julia lo devolvió al cajón de su escritorio. Entornó la ventana y fue a tumbarse en la cama. Con el brazo detrás de la cabeza, permaneció así largo rato, mirando sin más las cortinas de su habitación, dos trozos de tela por donde se paseaban viejos compañeros, cómplices recuperados de las soledades de otro tiempo.
A primera hora de la tarde, Julia abandonó su habitación para ir al office. Abrió el armario en el que Wallace guardaba siempre la mermelada. Cogió un paquete de biscotes de la alacena, eligió un tarro de miel y se instaló a la mesa de la cocina. Miró el surco cavado por la cuchara en la masa untuosa. Extraña marca que probablemente habría dejado Anthony Walsh cuando tomó su último desayuno. Lo imaginó, sentado a la mesa en el lugar que ella ocupaba ahora, solo en esa inmensa cocina ante su taza de café, leyendo el periódico. ¿En qué pensaría aquel día? Curioso testimonio del pasado. ¿Por qué ese detalle, aparentemente anodino, le hacía tomar conciencia, quizá por primera vez, de que su padre estaba muerto? Basta a veces algo insignificante, un objeto recuperado, un olor, para que vuelva a nuestra memoria alguien que ya no está. Y, en mitad de ese amplio espacio, por primera vez también, afloró su infancia, pese al infausto recuerdo que de ella guardaba. Oyó un carraspeo en el umbral, levantó la cabeza y vio a Anthony Walsh que le sonreía.
– ¿Puedo entrar? -dijo sentándose frente a ella.
– ¡Haz como si estuvieras en tu casa!
– Me la mandan de Francia, es de lavanda, ¿te sigue gustando tanto esta miel?
– Como ves, hay cosas que no cambian.
– ¿Qué te decía en esa carta?
– Me parece que no es asunto tuyo.
– ¿Has tomado una decisión?
– ¿De qué estás hablando?
– Lo sabes muy bien. ¿Piensas contestarle?
– Veinte años después es un poco tarde, ¿no te parece?
– ¿Esa pregunta es para mí o para ti?
– Hoy en día seguro que Tomas está casado y tiene hijos. ¿Qué derecho tengo a volver a aparecer en su vida?
– ¿Un niño, una niña, o gemelos tal vez?
– ¿Qué?
– Te pregunto si tus habilidades de vidente te permiten saber también cómo es su familia. Bueno, ¿qué?, ¿niño o niña? -Pero ¿de qué estás hablando?
– Esta mañana lo creías muerto, quizá vayas un poco de prisa con tus conjeturas para decidir lo que ha hecho con su vida.
– ¡Veinte años, maldita sea, no estamos hablando de seis meses!
– ¡Diecisiete! Tiempo de sobra de divorciarse varias veces, a no ser que se haya cambiado de acera, como tu amigo el anticuario. ¿Cómo se llamaba?, ¿Stanley? ¡Sí, eso es, Stanley!
Читать дальше