Marc Levy - Las cosas que no nos dijimos

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Las cosas que no nos dijimos: краткое содержание, описание и аннотация

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Con más de 15 millones de ejemplares de sus novelas vendidos en todo el mundo, Marc Levy se ha convertido en un referente indiscutible de la literatura contemporánea. Con su nueva novela, Las cosas que no nos dijimos, Levy va un paso más al lá y arrastra al lector a un universo del que no querrá salir. Cuatro días antes de su boda, Julia recibe una llamada del secretario personal de Anthony Walsh, su padre. Walsh es un brillante hombre de negocios, pero siempre ha sido para Julia un padre ausente, y ahora llevan más de un año sin verse. Como Julia imaginaba, su padre no podrá asistir a la boda. Pero esta vez tiene una excusa incontestable: su padre ha muerto.

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– ¡Puedes estar tranquilo, hay vía libre! -dijo Julia guardándose el móvil en el bolsillo.

Media hora más tarde, la limusina aparcó junto a la acera, ante el palacete en el que vivía Anthony Walsh. Julia contempló la fachada, y su mirada se dirigió de inmediato hacia una ventana del segundo piso. Allí había visto una tarde, al volver del colegio, a su madre, asomándose peligrosamente al balcón. ¿Qué habría hecho si Julia no hubiera gritado su nombre? Su madre, al verla, la había saludado con la mano, como si ese gesto pudiera borrar todo rastro de lo que se disponía a hacer.

Anthony abrió su maletín y le tendió un manojo de llaves.

– ¿También te han entregado tus llaves?

– Digamos que habíamos previsto la hipótesis de que no me quisieras en tu casa, pero tampoco quisieras apagarme antes de tiempo… ¿Abres? ¡No merece la pena esperar a que algún vecino me reconozca!

– Ah, así que ahora conoces a tus vecinos… ¡Primera noticia!

– ¡Julia!

– Vale, vale -suspiró ella, haciendo girar el picaporte de la pesada puerta de hierro forjado.

La luz entró con ella. Todo estaba intacto, tal y como se conservaba en sus recuerdos más remotos; las baldosas blancas y negras del vestíbulo que formaban un gigantesco damero. A la derecha, el tramo de escaleras de madera oscura que conducía al piso superior y que dibujaba una grácil curva. La barandilla de lupa, cincelada por la herramienta de un ebanista de renombre, que su padre gustaba de citar cuando enseñaba las partes comunes de su vivienda a sus invitados. Al fondo, la puerta que se abría sobre la cocina y el office, ambos más espaciosos que todos los lugares en los que Julia había vivido desde que dejó la casa de su padre. A la izquierda, el despacho en el que Anthony llevaba su propia contabilidad, las escasas noches en que se encontraba en casa. Por todas partes esos signos de riqueza que habían alejado a Anthony Walsh de los tiempos en que servía cafés en un rascacielos de Montreal. En la gran pared, un retrato de Julia cuando era niña. ¿Quedaban hoy en su mirada algunas de esas chispas que un pintor había plasmado cuando tenía cinco años? Julia alzó la cabeza para contemplar el artesonado del techo. Si hubiera habido aquí y allá alguna telaraña colgando de los rincones de los revestimientos de madera, el ambiente habría sido fantasmagórico, pero la casa de Anthony Walsh siempre lucía un impecable mantenimiento.

– ¿Sabes dónde está tu habitación? -le preguntó Anthony entrando en su despacho-. Te dejo ir, estoy seguro de que aún recuerdas el camino. Si tienes hambre, seguramente habrá algo de comer en los armarios de la cocina, pasta o algunas latas de conserva. No hace tanto que he muerto.

Y miró a Julia subir los escalones de dos en dos, deslizando la mano por la barandilla, exactamente como lo hacía cuando era niña; y, al llegar al rellano, también como cuando era niña, se volvió para ver si la seguía alguien.

– ¿Qué pasa? -le preguntó, mirándolo desde lo alto de la escalera.

– Nada -contestó Anthony sonriendo.

Y entró en su despacho.

El pasillo se extendía ante sí. La primera puerta era la de la habitación de su madre. Julia llevó la mano al picaporte, éste bajó despacio y volvió a subir también despacio cuando renunció a entrar. Avanzó hasta el final del pasillo sin dar más rodeos.

Una extraña luz opalina brillaba en la habitación. Los visillos corridos de las ventanas flotaban sobre la alfombra de colores intactos. Avanzó hacia la cama, se sentó en el borde y hundió el rostro en la almohada, respirando a pleno pulmón el aroma de la funda. Vinieron a su mente entonces los recuerdos de aquellas noches en que leía a escondidas bajo las sábanas con una linterna; las noches en que personajes inventados cobraban vida entre las cortinas, cuando la ventana estaba abierta. Sombras cómplices que poblaban sus momentos de insomnio. Estiró las piernas y miró a su alrededor. La lámpara de araña, semejante a un móvil pero demasiado pesada para que sus alas negras revolotearan cuando se subía a una silla y soplaba sobre ella. Junto al armario, el baúl de madera donde amontonaba sus cuadernos, unas fotografías, mapas de países de mágicos nombres, comprados en la papelería o intercambiados por territorios que tenía repetidos; ¿de qué servía ir dos veces al mismo lugar cuando había tanto por descubrir? Su mirada se dirigió hacia el estante en el que estaban alineados sus manuales escolares, bien derechos, sujetos a uno y otro extremo por dos viejos juguetes, un perro rojo y un gato azul que se ignoraban desde siempre. La tapa granate de un libro de historia, olvidado nada más terminar el colegio, la impulsó a acercarse a su mesa de trabajo. Julia abandonó la cama y se dirigió a su escritorio.

Cuántas horas había pasado sobre esa tabla de madera arañada con la punta de un compás, cuántas horas pensando en las musarañas, redactando concienzudamente en sus cuadernos la letanía de siempre en cuanto Wallace llamaba a su puerta para vigilar que estaba haciendo los deberes. Páginas enteras con las mismas palabras: «Me aburro, me aburro, me aburro.» El pomo de porcelana del cajón tenía forma de estrella. Bastaba con tirar un poco de él para que se deslizara sin esfuerzo. Julia lo entreabrió. Un rotulador rojo rodó hacia el fondo del cajón. Metió en seguida la mano. La apertura no era muy grande, y el insolente consiguió escapar. Atraída por el juego, Julia siguió explorando el espacio a tientas.

Su pulgar reconocía aquí la escuadra para el dibujo técnico; su meñique, un collar que había ganado en una feria, demasiado feo para llevarlo al cuello; el anular vacilaba aún. ¿Qué era aquello, el sacapuntas en forma de rana o el rollo de celo en forma de tortuga? El dedo corazón rozó una superficie de papel. En la esquina superior derecha, un ínfimo relieve traicionaba el borde dentado de un sello que los años habían despegado ligeramente. En el sobre que acariciaba al amparo de la oscuridad del cajón, siguió las líneas que la tinta de una pluma había trazado. Tratando de no perder el hilo del trazo, como en ese juego en el que hay que adivinar palabras dibujadas con las yemas de los dedos sobre la piel de la persona amada, Julia reconoció la letra de Tomas. Cogió el sobre, lo abrió y sacó una carta.

Septiembre de 1991

Julia:

He sobrevivido a la locura de los hombres. Soy el único superviviente de tan triste aventura. Como te escribía en mi última carta, por fin partimos en busca de Masud. He olvidado en el fragor de la explosión que aún resuena en mí por qué era tan importante para mí reunirme con él. He olvidado el fervor que me animaba para filmar su verdad. No vi más que el odio que rozaba mi cuerpo y el que se llevó por delante a mis compañeros de viaje. Los habitantes de la aldea recogieron mi cuerpo entre los escombros, a veinte metros del lugar donde debería haber muerto. ¿Por qué la onda expansiva se contentó con lanzarme por los aires, cuando despedazó a los demás? Nunca lo sabré. Porque me creían muerto, me dejaron en una carreta. Si un niño no hubiera resistido al deseo de ponerse mi reloj en la muñeca, hasta el punto de vencer el miedo, si mi brazo no se hubiera movido y el niño no hubiera empezado a gritar, probablemente me habrían enterrado. Pero ya te lo he dicho: he sobrevivido a la locura de los hombres. Cuentan que cuando te llega la muerte, vuelves a ver en tu cabeza toda tu vida. Cuando la muerte te atrapa con esa fuerza, no se ve nada de eso. En el delirio que acompañaba mi fiebre, yo sólo veía tu rostro. Habría querido darte celos diciéndote que la enfermera que me atendía era una joven bellísima, pero era un hombre, y su larga barba no era en absoluto seductora. He pasado estos cuatro últimos meses en una cama de hospital en Kabul. Tengo la piel quemada, pero no te escribo para quejarme.

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