Le di la espalda a la televisión y traté de dormir. Herb la tenía puesta muy alta. Yo tenía algo de algodón que me puse en los oídos, pero ayudó muy poco. Nunca volveré a cagar, pensé, nunca podré volver a cagar, con estas cosas. Tengo las tripas cosidas, cosidas… ¡Seguro que de esta me vuelvo loco!
Oh Señor, mi Dios, desde este día acepto de tu mano deseoso y con sumisión, la clase de muerte que tú quieras mandarme, con todos sus sufrimientos, dolores y angustias. {Indulgencia completa una vez al día, bajo las condiciones usuales.)
Finalmente, a la 1:30 de la madrugada, no pude soportarlo más. La había estado escuchando desde las 7 de la mañana del día anterior. Mi mente estaba bloqueada para el resto de la eternidad. Sentí que había soportado largamente la cruz en esas dieciocho horas y media. Me volví hacia él.
– ¡Herb! ¡Hombre, por el amor de Cristo! ¡No puedo más! ¡Voy a explotar, voy a perder un tornillo! ¡Herb! ¡PIEDAD! ¡NO PUEDO AGUANTAR LA TELEVISION! ¡NO PUEDO AGUANTAR A LA RAZA HUMANA! ¡Herb! ¡Herb!
Se había quedado dormido, sentado.
– Tú, sucio lamecoños -dije.
– ¿Quezz? ¿Qué?
– ¿POR QUE NO APAGAS ESA COSA?
– ¿Apa… gar? Ah, claro, claro… ¿Por qué no me lo dijiste, chico?
Herb también roncaba. Y además hablaba en sueños. Conseguí dormirme hacia las 3:30 de la madrugada. A las 4:15 me despertó algo que sonaba como una mesa arrastrada por el pasillo. De repente, las luces se encendieron y una enorme mujer de color apareció de pie ante mí con una libreta. Cristo, era fea, era una puta gorda y estúpida. ¡Que Martin Luther King y la igualdad racial se condenen! Era bestial, podía sacarme con facilidad la mierda a golpes. ¿Quizás fuese una buena idea? ¿Sería la última ceremonia? ¿Sería ya mi fin?
– Mira, nena -dije-. ¿Te importa decirme qué pasa? ¿Es éste el jodido final?
– ¿Es usted Henry Chinaski?
– Me temo que sí.
– Le esperan abajo para la comunión.
– ¡No, espere! El confundió las señales. Yo le dije: No quiero comulgar.
– Ah -dijo ella.
Cerró la cortina y apagó las luces. Pude oír la mesa o lo que quiera que fuese arrastrándose con más fuerza por el pasillo. El Papa iba a disgustarse conmigo. La mesa hacía un ruido infernal. Pude oír a los enfermos y moribundos despertándose, tosiendo, haciendo preguntas a la oscuridad, llamando a las enfermeras.
– ¿Qué era eso, chico? -preguntó Herb.
– ¿Qué era qué?
– Todo ese ruido, y las luces.
– Era el Ángel Negro, el Bestia del Batman preparando el Cuerpo de Cristo.
– ¿Qué?
– Duérmete.
Mi médico vino a la mañana siguiente; examinó mi culo y me dijo que podía irme a casa.
– Pego hijo mmío, no se le ocugga montarr a caballo, ¿ya?
– Ya. ¿Pero qué me dice de algún coño caliente?
– ¿Commo?
– El acto sexual.
– ¡Oh, nein, nein ! Pasagán de seiss a occho semanas antes de que udsted poder hacerr algo normal.
El se fue y yo comencé a vestirme. La televisión ya no me molestaba. Alguien dijo en la pantalla: «Me pregunto si mis spaguettis estarán ya hechos». Metía su cara en la cazuela y cuando levantaba la mirada tenía todos los spaguettis pegados a la cara. Herb se reía. Yo le estreché la mano.
– Hasta la vista, tío -le dije.
– Ha estado bien -dijo él.
– Sí -dije yo.
Estaba listo para irme, cuando ocurrió. Corrí al retrete. Sangre y mierda. Mierda y sangre. Era lo suficientemente doloroso como para hacerme hablar a las paredes. «¡Oooh, mamá, sucios hijos de puta, oh mierda mierda, oh monstruos dementes, oh vosotros, apaleamierdas, cielos, soplapollas, fuera, fuera! ¡Mierda, mierda y mierda, YOW!»
Finalmente cesó. Me limpié, me puse una gasa, me subí los pantalones, me fui hacia mi cama y cogí mi bolsa de viaje.
– Hasta la vista, Herb querido.
– Hasta la vista, chico.
Lo adivinasteis. Volví a salir corriendo hacia el retrete.
– ¡Vosotros, sucios jodegatos jorobamadres! ¡Ooooooh, mier-damierdamierda! ¡MIERDA!
Salí y me senté un rato. Hubo un mínimo movimiento de tripas, no pasó nada y me sentí listo para irme. Bajé al recibidor y firmé una fortuna en facturas. No estaba en condiciones de leer nada. Me llamaron un taxi y me quedé fuera de pie, en la entrada de ambulancias, esperando. Llevaba conmigo mi pequeño orinal portátil. Un cacharro en el que puedes cagar después de llenarlo con agua caliente. Allí había tres okies de pie, dos hombres y una mujer. Sus voces eran fuertes y sureñas, y tenían el aspecto de no haberles pasado nunca nada -ni siquiera un dolor de muelas-. Mi culo empezó a temblar y a dolerme. Traté de aliviar la cosa sentándome, pero eso fue peor. Había un niño con ellos. Se vino corriendo hacia mí y trató de agarrar mi orinal. Empezó a tirar con fuerza.
– ¡No, cabronazo, no! -le grité.
Casi consiguió quitármelo. Era más fuerte que yo, pero yo lo sujetaba con desesperación.
Oh Jesús, te encomiendo a mis padres, allegados, benefactores, maestros y amigos. Recompénsales de un modo muy especial por todos los cuidados y sufrimientos que les he hecho padecer.
– ¡Tú, pequeño mamón! ¡Suelta mi cagadero! -le dije.
– ¡Donny! ¡Deja a ese hombre tranquilo! -le gritó la mujer.
Donny se alejó corriendo. Uno de los hombres me miró:
– ¡Hola! -dijo.
– Hola -le contesté.
El taxi parecía bueno.
– ¿Chinaski?
– Sí, vámonos.
Entré delante con mi orinal. Me senté sobre una nalga y con las piernas fuertemente cruzadas. Le di la dirección. Y luego le dije:
– Escuche, si me pongo a gritar, pare detrás de algún anuncio, en una gasolinera, donde sea. Pero pare de conducir. Puede que tenga que ponerme a cagar.
– De acuerdo.
Nos pusimos en marcha. Las calles tenían buena pinta. Era mediodía. Yo seguía vivo.
– Escuche -le pregunté-. ¿Dónde hay una buena casa de putas? ¿Dónde puedo agarrar un buen pedazo de culo limpio y barato?
– No sé nada de esa materia.
– ¡VAMOS! ¡VAMOS! -le grité-. ¿Parezco un imbécil? ¿Acaso parezco un enano? ¡Soy igual que tú, As de monos!
– No, no estoy bromeando. No sé nada de esas cosas. Yo conduzco de día. Puede que un taxi nocturno le sepa guiar en esas cosas.
– Está bien, te creo. Dobla aquí a la derecha.
El viejo caserón tenía buena pinta en medio de todos esos rascacielos. Mi Plymouth del 57 estaba cubierto con cacas de pájaro y los neumáticos estaban deshinchados. Todo lo que quería era un baño caliente. Un baño caliente. Agua caliente acariciando mi pobre ojo del culo. Tranquilidad. Los viejos folletos de apuestas, las cuentas del gas y de la luz. Las cartas de mujeres solitarias demasiado lejos para follar. Agua. Agua caliente.
Tranquilidad. Y yo mirando a las paredes, volviendo al hoyo de mi condenado espíritu. Le di una buena propina y caminé lentamente por el sendero de entrada. La puerta estaba abierta. Todo era espacioso. Alguien estaba martilleando contra algo. Las sábanas estaban fuera de la cama. Dios mío. ¡Había sido olvidado! ¡Había sido desalojado!
Entré.
– ¡HEY! -grité.
El casero salió del cuarto de baño.
– ¡Eeeh, no esperábamos que volviese tan pronto! El termo del agua caliente estaba roto y se inundó todo y tuvimos que quitarlo. Vamos a poner uno nuevo.
– ¿Quiere decir que no hay agua caliente?
– No, no hay agua caliente.
Oh buen Jesús, acepto deseoso esta prueba a la que has tenido a bien someterme.
Su mujer entró.
– Oh, iba a hacerle la cama ahora mismo.
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