Charles Bukowski - Mujeres
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– Pónganle a dogmirr ¿ya? -dijo él. Sentí un pinchazo en el hombro. Anestesia. No estaba bien. Tenía a demasiados borrachos a mi espalda como para dejarles solos.
– ¿Alguien tiene un cigarro? -pregunté.
Alguien se rió. Yo me estaba quedando frito. Mala forma. Decidí quedarme tranquilo.
Pude sentir el cuchillo hurgándome en el culo. No sentía dolor.
– Aquí egsto -le oí decir-, égsta ess la obstrucciónn prrincipal. ¿Vess? Enn aquí…
8
La sala de recuperación era de lo más triste. Había algunas mujeres de muy buen aspecto paseando por ahí, pero me ignoraban. Me incorporé sobre mi codo y miré a mi alrededor. Cuerpos por todas partes. Todo muy muy blanco y en silencio. Operaciones de verdad. De pulmón. Cardíacas. De todo. Me sentí como un aficionado, me sentí avergonzado. Me alegré cuando me sacaron de allí. Mis tres compañeros de habitación se quedaron mirándome fijamente cuando me entraron. Me eché de la camilla a la cama. Me encontré con que mis piernas estaban todavía dormidas y no tenía control sobre ellas. Decidí dormir. El lugar entero era deprimente. Cuando desperté me dolía de verdad el culo. Pero las piernas seguían dormidas. Pensé en mi polla y me pareció como si no estuviese. Quiero decir que no había ninguna sensación de tacto o presencia. Excepto que tenía ganas de mear y no podía hacerlo. Era horrible y traté de olvidarlo.
Uno de mis antiguos amores vino a visitarme, y se sentó allí mirándome. Yo le había dicho que iba a ser operado. Por qué se lo dije, no lo sé.
– ¡Hola! ¿Qué tal estás?
– Bien, sólo que no puedo mear.
Ella sonrió.
Hablamos un poco sobre algo y luego se marchó.
9
Era como en las películas: todos los enfermeros parecían ser homosexuales. Uno me pareció algo más macho que los otros.
– ¡Eh, compadre!
El se acercó.
– No puedo mear. Quiero mear pero no puedo.
– Vuelvo dentro de un momento. No se preocupe, le solucionaré su problema.
Esperé un buen rato. Entonces volvió, abrió la cortina de mi cama y se sentó. Me agarró la polla.
Jesús, pensé, ¿qué va a hacerme? ¿Me la irá a chupar?
Pero miré y me di cuenta de que había traído una especie de aparato. Vi cómo sacaba una aguja hueca y me la metía por el agujero de la uretra. Las sensaciones, que yo pensaba que habían desaparecido de mi polla, volvieron de repente.
– ¡Mierda cabrona! -me quejé.
– No es la cosa más agradable del mundo, ¿eh?
– Cierto, cierto, tienes toda la razón. ¡Weeowe! ¡Mierda y Jesús!
– Pronto acabo.
Me fue introduciendo la aguja hasta tocar la vejiga. Presionó y pude ver cómo el orinal plano al que iba a dar el tubo se iba llenando de orina. Esta era una de las cosas que no sacaban en las películas.
– ¡Por Dios, muchacho, ya vale, ya vale! Te aseguro que has hecho un buen trabajo.
– Sólo un momento. Ya está.
Sacó la aguja. Fuera de la ventana, mi cruz azul y roja cambiaba y cambiaba de color. Cristo colgaba de la pared con un trocito de palma seca clavado en los pies. Los hombres maravillas no se convertían en dioses. Aunque fuese duro admitirlo.
– Gracias -le dije al enfermero.
– A servir, a servir.
Cerró la cortina y se fue con su aparato.
Mi pájaro amarillo meado apretó su timbre.
– ¿Dónde está esa enfermera? ¿Por qué no viene la enfermera?
Apretó de nuevo el botón.
– ¿Funcionará el timbre? ¿Estará estropeado mi timbre?
La enfermera entró.
– ¡Me duele la espalda! ¡Oh, me duele terriblemente la espalda! ¡Nadie ha venido a visitarme! ¡Apuesto a que ustedes se han dado cuenta, eh, tíos! ¡Ni siquiera mi esposa! ¿Dónde está mi esposa? Enfermera, súbame la cama. ¡Me duele la espalda! ¡VAMOS! ¡Más alta! ¡No, no, Dios mío; la ha dejado demasiado alta! ¡Más baja, más baja! ¡Aquí, pare! ¿Dónde está mi cena? ¡No he cenado todavía! Mire…
La enfermera se largó.
Mi pensamiento le daba más y más vueltas al aparatito de mear. Probablemente tendría que comprar uno, llevarlo conmigo el resto de mi vida. Utilizarlo en callejones, detrás de los árboles, en el asiento trasero de mi coche… con esa aguja…
El okie de la cama uno no hablaba mucho.
– Es mi pie -les dijo de repente a las paredes-. No puedo entenderlo, mi pie se queda todo hinchado por las noches y no vuelve a quedarse bien. Duele, duele.
El tipo del pelo blanco de la esquina pulsó su timbre.
– Enfermera -dijo-, enfermera. ¿Qué tal si me trae una taza de café?
Realmente, pensé, mi principal problema es procurar no volverme loco.
10
Al día siguiente, el viejo peloblanco (el cameraman) se acercó con su café y se sentó en una silla al pie de mi cama.
– No puedo aguantar a ese hijo de perra -me dijo.
Hablaba del pájaro amarillo meado. Bueno, no había otra cosa que hacer con el viejo peloblanco más que hablar con él. Le dije que la bebida había contribuido en gran manera a traerme a mi actual estado de vida. De paso le conté algunas de mis borracheras salvajes y algunas de las demenciales cosas que habían ocurrido. El también tenía algunas buenas para contar.
– En mis viejos tiempos -me contó-, solía haber grandes trenes de color rojo que circulaban entre Glendale y Long Beach, creo que era. Funcionaban durante todo el día y la mayor parte de la noche excepto durante un intervalo de hora y media, creo que entre las 3:30 y las 5:30 de la mañana. Bueno, yo andaba por ahí bebiendo una noche y conocí a un tío en un bar, cuando el bar cerró nos fuimos a su casa y acabamos con algo de mosto que él había dejado allí. Luego salí de su casa y me perdí. Me metí por una calle sin salida, pero sin saber que era una calle sin salida. Iba conduciendo muy de prisa. Seguí derecho hasta que choqué con los raíles del tren. En el choque, el volante me pegó en la barbilla y me dejó sin sentido. Y me quedé allí, con mi coche en medio de los raíles, desmayado. Sólo que tuve suerte porque era la hora y media en que los trenes no circulaban. No sé cuánto tiempo estuve allí. El pito del tren me despertó. Abrí los ojos y vi un tren viniendo derecho hacia mí a toda máquina. Tuve el tiempo justo de arrancar el coche y dar marcha atrás. El tren pasó atronador delante mío. Yo conduje hacia casa, con las ruedas delanteras dobladas y pinchadas, andando a tumbos, haciendo blop, blop, blop…
– Es emocionante.
– Otra vez estoy sentado en el bar. Justo enfrente hay un sitio donde comen los ferroviarios. El tren se para y los hombres bajan a comer. Yo estoy sentado al lado de un tipo en este bar. Se vuelve hacia mí y me dice: «Yo antes conducía una de esas cosas y estoy seguro de que puedo conducirla de nuevo. Vamos y verás cómo la arranco». Salgo con él y subimos a la locomotora. El, tranquilo, va y pone en marcha la cosa. Salimos a una buena velocidad. Entonces yo empecé a pensar: ¿qué coño estoy haciendo aquí?, y le dije al tío: «¡No sé lo que harás tú, pero yo me largo!». Conocía lo suficiente de trenes como para saber dónde estaba el freno. Tiré de la palanca y antes incluso de que el tren parase yo salté afuera por un lado. El saltó por el otro lado y nunca lo volví a ver. Muy pronto había una masa de gente alrededor del tren, policías, inspectores del ferrocarril, mecánicos, reporteros, mirones… Yo en medio del gentío, mirando. «¡Vamos a acercarnos a ver qué ha pasado!», dijo alguien a mi lado. «Ná, coño», dije yo, «no es más que un tren». Tenía miedo de que quizás alguien me hubiese visto. Al día siguiente aparecía una historia en los periódicos. La cabecera decía: «UN TREN VA HASTA PACOIMA POR SI SOLO…» Yo recorté el relato y lo guardé. Conservé ese recorte por diez años. Mi mujer solía verlo. «¿Por qué diablos guardas ese recorte?», me decía, «no lo entiendo, UN TREN VA HASTA PACOIMA POR SI SOLO». Yo nunca se lo dije. Todavía tenía miedo. Usted es el primero al que se lo cuento.
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