Charles Bukowski - Mujeres
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– No, está bien.
– De acuerdo, cuando cierren este sitio, te vienes conmigo.
A las dos de la madrugada salimos por fin, y yo lo alejé de allí, llevándole hacia el callejón. Quizás Lou no estuviese. Quizás el vino le había tumbado, o simplemente se había rajado, o había vuelto a casa. Un viento como ése podía matar a un hombre. O dejarle impedido para toda la vida. Caminábamos bajo la luz de la luna. No había nadie por los alrededores, nadie en las calles. Iba a ser fácil.
Nos metimos por el callejón. Lou estaba allí. Pero el gordo le vio. Levantó un brazo y bajó la cabeza cuando Lou golpeó. El mazo me dio a mí de lleno detrás de la oreja.
5
Lou recuperó su antiguo trabajo, el que había perdido por emborracharse, y ahora juraba que sólo iba a beber los fines de semana.
– De acuerdo, amigo -le dije- mantente lejos de mí, yo estoy bebido y bebiendo todo el tiempo.
– Ya lo sé, Hank, y me gustas, me gustas más que cualquier otro hombre que haya conocido, sólo que tengo que dejar la bebida para los fines de semana, es necesario, sólo los viernes y sábados por la noche y nada los domingos. Yo seguía aún bebiendo los lunes por la mañana y eso me costó el empleo. Me voy a apartar de la bebida, pero quiero que sepas que esto no tiene nada que ver contigo.
– Sólo que yo soy un borracho desesperado.
– Sí, bueno, pero yo estoy decidido.
– Está bien, Lou, pero no vengas a llamar a mi puerta hasta el viernes por la noche. Puede que oigas cantar y reír a bellas jovencitas de diecisiete años, pero no vengas a llamar a mi puerta.
– Tío, tú no jodes otra cosa que sacos.
– Pero parecen diecisieteañeros por el ojo de la cerradura.
Comenzó a explicarme la naturaleza de su trabajo, algo acerca de la limpieza del interior de las máquinas de dulces. Era un trabajo sucio y jodido. El dueño sólo empleaba a ex-presidiarios a los que sacaba el culo haciéndoles trabajar hasta la muerte. Explotaba a estos desgraciados de un modo brutal durante todo el día y ellos no podían hacer nada. Les rebajaba la paga y ellos no podían hacer nada. Si se quejaban estaban perdidos. Muchos de ellos estaban comprometidos con él bajo juramento. El cabronazo los tenía agarrados por los cojones.
– Suena como un tío que necesita ser asesinado -le dije a Lou.
– Bueno, a mí me gusta, dice que soy el mejor obrero que ha tenido nunca, pero que tengo que alejarme del vino; él necesita de alguien en quien pueda confiar. Una vez me llevó a su casa y todo, para pintarle algunas cosas, le pinté el cuarto de baño, hice un trabajo muy bueno, también. Tiene una casa en las colinas, una casa enorme, y tendrías que ver a su esposa. Nunca pensé que pudiese haber mujeres así, tan hermosas, sus ojos, sus piernas, su cuerpo, su manera de andar, de hablar, es la hostia.
6
Bueno, Lou cumplió su palabra. No le vi durante algún tiempo, ni siquiera los fines de semana, y mientras tanto yo me estaba sumergiendo en una especie de infierno personal. Estaba muy nervioso, con los nervios rotos -un pequeño ruido imprevisto me hacía brincar fuera de mi piel-. Tenía miedo de ir a dormir: pesadilla tras pesadilla sacudían mi alma, cada una más terrible que la precedente. No pasaba nada si te ibas a dormir totalmente borracho, eso estaba bien, pero si te ibas a dormir medio borracho, o aún peor, sobrio, entonces los sueños comenzaban a atormentarte, y nunca estabas seguro de cuándo estabas durmiendo y cuándo la acción era real y en tu propia habitación; porque cuando dormías, soñabas la habitación entera, los platos sucios, los ratones, las paredes doblándose, el par de bragas cagadas que alguna puta había dejado olvidadas en el suelo, el grifo goteante, la luna allí fuera como una bola encendida, coches llenos de hombres sobrios y bien alimentados, anuncios luminosos atravesando tu ventana, todo, todo, estabas en una especie de esquina oscura, oscura y oscura, sin ayuda, sin razón, la razón perdida y perdida, esquina oscura y sudorosa, la tiniebla extraviada, oscuridad e inmundicias, la realidad fétida, el hedor de todas las cosas: arañas, ojos, caseras, aceras, bares, edificios, hierba y no hierba, luz y no luz, sin jamás pertenecerte nada. Nunca aparecían elefantes rosas en mis pesadillas, pero sí montañas de hombrecillos sonrientes hirviendo y esgrimiendo trucos salvajes, o feroces hombres gigantescos apareciendo como una tormenta brutal para estrangularte, o clavar sus dientes en tu garganta. O te quedabas tumbado de espaldas paralizado, sudando, con la mirada dilatada de terror, con esta cosa negra, hedionda y peluda de baba verde subiendo arrastrándose lentamente por tu cuerpo por tu cuerpo por tu cuerpo.
Y si no era eso, eran días enteros sentado en una silla, horas de miedo indecible, miedo abriéndose y desplegándose en tu interior como una flor gigantesca; no podías analizarlo, saber porqué aparecía, y eso lo empeoraba. Horas de estar sentado en una silla en medio de una habitación, de levantarse y dar vueltas bordeando las paredes. Cagando y meando con mayor esfuerzo, cosas sin sentido, peinarse o cepillarse los dientes -actos ridículos e insanos-. Caminar a través de un mar de fuego. O llenar con agua una copa para vino -parecía como si no tuvieras derecho a llenar de agua una copa de vino-. Decidí que estaba loco, inhábil, y esto me hacía sentirme sucio. Fui a la biblioteca y traté de encontrar libros que hablasen sobre la causa que hacía sentir a las personas lo que yo estaba sintiendo, pero no había ningún libro, o si lo había, no lo pude entender. Ir a la biblioteca no era tampoco muy bonito -todo el mundo parecía tan cómodo, los bibliotecarios, los lectores, todo el mundo menos yo-. Tenía problemas incluso para usar los urinarios de la biblioteca, los tíos que había allí, los desconocidos mirándome mear, todos parecían más fuertes que yo -despreocupados y seguros-. Yo salía corriendo y me ponía a andar por la calle, subiendo luego por la escalera azotada por el viento de un edificio de hormigón donde almacenaban miles de cáscaras de naranjas. Una pintada en el tejado de otro edificio decía JESÚS SALVA pero ni Jesús ni las cáscaras de naranjas me importaban un carajo mientras subía por esa escalera en medio del viento asesino, en ese polvoriento y desierto edificio de hormigón. Aquí es adonde yo pertenezco, pensaba siempre, al interior de esta tumba de cemento.
La idea del suicidio estaba siempre allí, fuerte, como miles de hormigas corriendo por la parte inferior de las muñecas. El suicidio era la única cosa positiva. Todo lo demás era negativo. Y allí estaba Lou, agradecido de poder limpiar interiores de máquinas de caramelos para seguir viviendo.
7
Por ese tiempo conocí a una dama en un bar, un poco mayor que yo, muy sensitiva. Sus piernas estaban muy bien todavía, tenía un extraordinario sentido del humor, y vestidos muy caros. Había sido la amante de un hombre rico. Nos fuimos a mi habitación y vivimos juntos. Ella era un magnífico pedazo de culo, pero tenía que estar bebiendo continuamente. Su nombre era Vicki. Follábamos y bebíamos vino, bebíamos vino y follábamos. Yo tenía una tarjeta de lector de la biblioteca y me iba allí todos los días. A ella no le había dicho nada de la cosa del suicidio. Mi vuelta a casa después de salir de la biblioteca era siempre un juego divertido. Yo abría la puerta y ella me miraba. -Pero ¿y los libros?
– Oye Vicki, no tienen ni un solo libro en toda la biblioteca. Yo entraba, sacaba la botella (o botellas) fuera de la bolsa y empezábamos.
Una vez, después de toda una semana de borrachera, decidí matarme. No le dije nada. Pensé en hacerlo cuando ella estuviese en un bar buscando a algún «vivo». No me gustaba que esos payasos gordos se la tirasen, pero luego me traía dinero y whisky y puros, y eso estaba bien. Me consolaba diciéndome que yo era el único al que amaba. Me llamaba «Mister Van Culofrito» por alguna razón que no puedo imaginar. Se emborrachaba y decía continuamente:
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