Charles Bukowski - Mujeres
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– ¿No encuentras dolorosa la aguja?
– Que te den por culo.
– ¿Qué?
– Dije que te den por culo.
– Es sólo un chaval. Es mal hablado. No se le puede culpar. ¿Qué edad tienes?
– Catorce.
– Sólo te estaba felicitando por tu valor, tu manera de aguantar la aguja. Eres duro.
– Que te den por culo.
– No puedes hablarme de ese modo.
– Que te den por culo. Que te den por culo. Que te den por culo.
– Deberías comportarte mejor. Imagínate que te quedas ciego si no te vacunásemos.
– Entonces no tendría que estar viendo sus malditas caras.
– Este chico está loco.
– Ya lo creo, déjale solo.
Esto fue en algún hospital de Los Ángeles y nunca pude imaginarme que 20 años después, volvería a un sanatorio de caridad. Hospitales, cárceles y putas: Estas son las universidades de la vida. Yo he alcanzado numerosos grados. Llámenme señor.
4
Tuve que sufrir otra de éstas. Vivíamos en el segundo piso de un viejo caserón y yo trabajaba. Eso fue lo que casi me mató, beber toda la noche y trabajar todo el día. Solía tirar siempre una botella contra la misma ventana. Solía bajar con esa ventana a la cristalería de la esquina a que la arreglaran, allí le ponían un vidrio nuevo en el marco. Hacía esto una vez a la semana. El hombre me miraba muy extrañamente pero siempre aceptaba mi dinero, que le parecía tan bueno como el de cualquier otro. Yo montaba la ventana y la rompía de nuevo de un botellazo. Había estado bebiendo fuerte durante 15 años, y una mañana me desperté y allí estaba: la sangre saliendo a borbotones de mi boca y culo. Moñigos negros. Sangre, sangre, cataratas de sangre. La sangre apesta peor que la mierda. Ella llamó a un doctor y la ambulancia vino a por mí. Los camilleros dijeron que yo era demasiado grande para acarrearme por las escaleras y me pidieron que bajara andando.
– Está bien, tíos -dije-. Con mucho gusto; no quiero que os matéis a trabajar.
Una vez fuera, subí a la camilla; me la pusieron delante y yo me tumbé en ella como una flor marchita. Un infierno de flor. Los vecinos asomaban sus cabezas por las ventanas, me miraban mientras era llevado hacia la ambulancia. Me habían visto borracho casi siempre.
– Mira, Mabel -dijo alguien-. ¡Allá va ese horrible hombre!
– ¡Que Dios tenga piedad de su alma! -respondió Mabel.
Buena mujer, esa Mabel. Eché una bocanada de sangre por el borde de la camilla y alguien exclamó ¡OOOOhhhhhhooooh!
Aunque estaba trabajando, no tenía dinero, así que me llevaron al hospital de caridad. La ambulancia estaba llena. Pobres moribundos apelotonados. «Completo», dijo el conductor, «vámonos». Fue un viaje horrible. Éramos sacudidos, caíamos unos encima de otros, gemíamos, la ambulancia se inclinaba. Hice todos los esfuerzos posibles para no echar sangre, porque no quería que aquello encima empezase a apestar.
– Oh -dijo la voz de una mujer negra-, no puedo creer que esto me esté sucediendo a mí, no puedo creerlo. ¡Oh, Dios mío, ayúdame!
Dios se hace muy popular en sitios como aquél.
Al llegar me bajaron a un oscuro sótano con algunos catres, alguien me dio algo en un vaso de agua y eso fue todo. Pasaron unos minutos y me puse a vomitar algo de sangre sobre la cama. Éramos cuatro o cinco enfermos en aquel sótano. Uno de ellos era alcohólico -y loco- pero parecía fuerte. Se levantó de su cama y empezó a vagar de un lado a otro, delirando, tropezando, cayéndose encima de los otros enfermos, golpeando cosas,
– Ra ra era, soy Raba el joba, soy juba soy jumma jubba el raskas, soy juba.
Yo agarré la jarra del agua para pegarle, pero nunca pasó cerca mío. Finalmente cayó en una esquina y se quedó allí, pasando de todo. Estuve en ese sótano toda la noche y hasta el mediodía del día siguiente. Entonces me subieron arriba. La sala estaba repleta y me pusieron en un oscuro rincón.
– Ooh, se va a morir en esta esquina tan oscura -dijo una de las enfermeras.
– Sí -dijo la otra.
Me levanté por la noche y no pude llegar hasta el retrete. Me puse a cagar sangre en medio del suelo. Caí y estaba demasiado débil para poder levantarme. Llamé a la enfermera, pero las puertas de la sala estaban cubiertas con estaño de casi 10 centímetros de grosor y no pudieron oírme. Una enfermera solía pasar cada dos horas para mirar si alguien se había muerto. Sacaban muchos cadáveres por las noches. Como yo no podía dormir, solía mirarles. Sacaban al tío de la cama, lo ponían sobre la camilla y le cubrían la cara con una sábana. Las camillas estaban bien engrasadas para no hacer ruido. Yo ahora tendría que esperar a que entraran a por alguno. Tal vez a por mí. Gritaba:
«¡Enfermera!», sin saber bien por qué. «¡Cállate!», me dijo un viejo, «queremos dormir». Perdí el sentido.
Cuando lo recobré estaban todas las luces encendidas. Dos enfermeras estaban tratando de levantarme.
– Le dije que no se levantara de la cama -dijo una de ellas.
Yo no podía hablar. Tenía tambores en la cabeza. Me sentí vaciado y muerto. Era como si pudiese oír todo, pero no podía ver, sólo llamaradas de luz. No sentía pánico, ni miedo; sólo una sensación de espera, de esperar algo sin preocuparme.
– Es usted demasiado grande -dijo una de ellas-, vamos a sentarle en esa silla.
Me sentaron en la silla y me arrastraron con ella. Yo me sentía como si no pesase más de tres kilos.
Entonces vinieron a mi alrededor: gente. Recuerdo un doctor con un gorro verde, un gorro de operar. Parecía furioso. Estaba hablándole a la enfermera jefe.
– ¿Por qué no le han hecho una transfusión a este hombre? Está a punto de… m.p.d.
– Sus papeles pasaron por el piso de abajo cuando yo estaba arriba y los rellenaron antes de que pudiera verlos. Y, aparte, doctor, el paciente no tiene ningún crédito de sangre.
– ¡Quiero que suban sangre, y la quiero aquí arriba AHORA!
¿Quién coño será este tío?, pensé, demasiado amable, muy raro, muy extraño para ser un doctor.
Comenzaron las transfusiones: tres litros y medio de sangre y dos de glucosa.
Una enfermera trató de darme de comer un rosbif con patatas, guisantes y zanahorias en mi primer almuerzo. Puso la bandeja delante mío.
– Infiernos, no puedo comerme esto -le dije-. ¡Me mataría!
– Cómalo -dijo-, está en su lista, está en su dieta.
– Tráigame algo de leche -dije.
– Cómase eso -dijo ella, y se fue.
Yo lo dejé allí sin tocarlo.
Cinco minutos más tarde, entró corriendo en la sala.
– ¡NO SE COMA ESO! -gritó-. ¡No puede TOMAR ESO! ¡Ha habido una equivocación en la lista!
Se lo llevó y volvió con un vaso de leche.
Tan pronto como me metieron la primera botella de sangre, me sentaron en una camilla y me bajaron a la sala de rayos X. El doctor me hizo poner de pie. Yo no podía sostenerme y me caía hacia atrás continuamente.
– ¡ME CAGO EN LA PUTA! -gritó-. ¡ME HA HECHO ARRUINAR OTRA PLACA! ¿SE VA A QUEDAR QUIETO SIN MOVERSE DE UNA MALDITA VEZ?
Lo intenté pero no podía sostenerme. Me caí de nuevo.
– Oh, mierda -dijo a la enfermera-. Llévenselo.
El Domingo de Resurrección, el Ejército de Salvación se puso a tocar justo debajo de mi ventana a las 5 de la mañana. Tocaban una horrible música religiosa, la tocaban mal y con un estruendo infernal, y a mí me ahogaba, me atravesaba, casi me mata. Me sentí más cerca de la muerte esa mañana de lo que nunca me había sentido. Estuve a un centímetro, a un pelo de ella. Finalmente se fueron con la cencerrada a otra parte y yo empecé lentamente a revivir. Yo diría que aquella mañana esta gente mató probablemente a media docena de cautivos con su música.
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