Charles Bukowski - Mujeres
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– ¡Vamos!
Me llevan a otro sector. Por el aire, desde la lejana pared, viene hacia mí medio ternero colgado, o podía ser un ternero entero, sí, eran terneros enteros, pensándolo bien, desollados y sangrientos, con las cuatro patas estiradas, y uno de ellos venía hacia mí colgado de un gancho, recién acabado de matar, y se paró justo encima mío, colgando del gancho sobre mi cabeza, goteando sangre.
– Lo acaban de matar -pensé- han matado a esta condenada cosa. ¿Cómo pueden distinguir a un hombre de un ternero? ¿Cómo saben que yo no soy un ternero?
– ¡ESTA BIEN: ABRÁZALO!
– ¿Abrazarlo?
– ¡Eso mismo: BAILA CON EL!
– ¿Qué?
– ¡Por el amor de dios! ¡ George, ven aquí!
George se puso debajo del ternero. Lo agarró. UNO. Dio unos pasos hacia delante. DOS. Dio unos pasos hacia atrás. TRES. Dio bastantes pasos hacia delante. El ternero estaba casi paralelo al suelo. Alguien apretó un botón y por ahí se fue el bicho. Ya lo tenían, para los mercaderes de carne del mundo. Lo tenían para las charlatanas, simpáticas y bien alimentadas amas de casa imbéciles del mundo a las 2 de la tarde, peinadas, fumando cigarrillos con filtro sin sentir casi nada.
Me pusieron debajo del siguiente ternero.
UNO.
DOS.
TRES.
Lo tenía. Con sus huesos muertos contra mis huesos vivos, su carne muerta contra mi carne viva, y el hueso y el pesado corte sangrando a chorros, pensé en un coño cálido y hambriento, sentado enfrente mío en un sofá con las piernas cruzadas y levantadas, y yo con una copa en mi mano, acercándome despacio, con seguridad, hacia el blanco lugar de su cuerpo, y Hank gritó: ¡CUÉLGALO EN EL CAMIÓN!
Me fui dando traspiés hacia el camión. El sentido de la vergüenza que me habían inculcado en las escuelas americanas me decía que no debía dejar caer el becerro al suelo porque esto probaría que yo era un cobarde y no era un hombre y que luego no podría esperar más que continuas risas y burlas, y es que en América tienes que ser un vencedor, no hay más leches, tienes que aprender a pelear por cualquier pequeñez, sin preguntar ni dudar, y aparte, si yo dejaba caer el ternero, lo tendría que recoger y levantarlo, y sabía que eso nunca lo podría hacer. Además, se ensuciaría. Yo no quería que se ensuciase, o mejor dicho: ellos no querían que se ensuciase.
Entré balanceándome en el camión.
– ¡CUÉLGALO!
El gancho que había era romo como un pulgar sin uña. Dejabas el ternero para que se enganchara, y resbalaba, lo levantabas de nuevo y volvía a resbalar, una y otra vez y el gancho no lo atravesaba ¡¡El culo de mi madre !! Era todo cartilaginoso y gordo, duro, duro.
– ¡VAMOS! ¡VAMOS!
Utilicé mis últimas reservas y el gancho se clavó, fue una hermosa visión, un milagro, ese gancho atravesando la carne, ese ternero colgando sólito, completamente apartado de mi hombro, colgado para los abrigos y el sombrerito y el parloteo en la carnicería.
– ¡MUÉVETE!
Un negro de 145 kilos, insolente, cortante, frío, asesino, entró, colgó su carne de un golpe, y me miró desde arriba.
– ¡Nos ponemos en fila aquí!
– De acuerdo campeón.
Salí delante de él. Otro ternero me estaba esperando. Cada vez que agarraba uno estaba seguro de que era el último que iba a poder aguantar, pero continuamente me decía: Uno más sólo uno más y luego escapo y a tomar por saco.
Estaban esperando que abandonase, lo podía leer en sus ojos, sus sonrisas cuando creían que yo no estaba mirando., No quería darles la victoria. Me iba a por un nuevo ternero. El jugador. La última carta del jugador arruinado de los viejos tiempos. Fui a por la carne.
Seguí por dos horas y entonces alguien gritó:
– DESCANSO.
Lo había conseguido. Un descanso de diez minutos, algo de café, y nunca lograrían hacerme abandonar. Caminé detrás de ellos hacia el carro del almuerzo. Podía ver el vapor del café levantándose en la noche; podía ver las rosquillas y cigarrillos y bollos y sandwiches bajo las luces eléctricas.
– ¡EH, TU!
Era Hank. Parecía que yo le gustaba a Hank.
– ¿Sí, Hank?
– Antes de descansar, coge ese camión y llévalo a la sección 18.
Era el camión que habíamos cargado anteriormente, el de medio sótano de largo. La sección 18 estaba cruzando toda la planta.
Abrí la puerta y subí a la cabina. Tenía un blando asiento de cuero y estaba tan bien que supe que si no lo combatía, pronto me quedaría dormido. Yo no era un conductor de camiones. Miré abajo y vi media docena de palancas, mandos, pedales y demás. Di la vuelta a la llave y el motor arrancó. Me puse a probar pedales y palancas hasta que la máquina se puso a andar y entonces lo conduje por toda la planta hasta la sección 18, pensando todo el rato: para cuando vuelva, el carro del almuerzo ya se habrá ido. Esto era una tragedia para mí, una verdadera tragedia. Estacioné el inmenso camión, apagué el motor y me quedé un minuto disfrutando de la blanda bondad del asiento de cuero. Luego abrí la puerta y salí fuera. Me olvidé del escalón o lo que quiera que fuese y me caí al suelo con mi delantal ensangrentado y mi casco metálico de Cristo, como si me hubiesen pegado un tiro. No me dolió, no sentía nada. Me levanté con tiempo para ver al carro del almuerzo saliendo por la verja hacia la calle. Los vi regresando al trabajo riéndose y encendiendo cigarrillos.
Yo me quité las botas, el delantal, el casco de metal, el mono, y caminé hacia la salida. Lancé todo el equipo por encima de la mesa. El viejo me miró:
– ¿Qué? ¿Vas a abandonar un BUEN trabajo como éste?
– ¡Dígales que me manden el cheque por dos horas o si no que se limpien el culo con él, me importa un carajo!
Salí. Crucé la calle hacia un bar mexicano y allí me tomé una cerveza, luego cogí el autobús hasta mi casa. La educación de las escuelas americanas me había jodido otra vez.
6
La noche siguiente estaba sentado en un bar entre una mujer con una cinta alrededor de la cabeza y otra mujer sin cinta en la cabeza, y no era más que otro bar -estúpido, triste, cruel, imperfecto, desesperado, mierdoso, pobre y el pequeñísimo retrete apestaba y provocaba la náusea, y no podía hacer caca allí, sólo mear, vomitar o apartar asfixiado la cabeza, buscando la luz y el aire, rogando a tu estómago que sólo aguantase una noche más-.
Llevaba allí cerca de tres horas bebiendo y convidando a beber a la mujer sin cinta en la cabeza. No tenía mala pinta: zapatos caros, buenas piernas y trasero; justo al borde de la decadencia física, pero así es cómo parecen más sexys -por lo menos así me lo parece-.
Pedí otra copa, dos copas más.
– Ya está -le dije-, me he gastado el último céntimo.
– Estás bromeando.
– No.
– ¿Tienes algún sitio donde dormir?
– Me quedan dos días de alquiler.
– ¿Trabajas?
– No.
– ¿Qué haces?
– Nada.
– Quiero decir que cómo has vivido hasta ahora.
– Fui agente de jockeys por un tiempo. Tenía un buen chico, pero le pescaron dos veces con una pistola en la verja de salida. Lo procesaron. Hice algo de boxeo, juego, incluso intenté la cría de pollos, me pasaba toda la noche sentado cuidándolos frente a los perros callejeros de las colinas, era duro, y entonces un día tiré un puro encendido a la paja sin darme cuenta y todo se incendió y todos mis pollos se quedaron fritos, mal fritos. Traté de buscar oro en el norte de California. Fui charlatán en una feria. Probé el comercio, probé de vendedor: nada me fue bien, soy un fracasado.
– Bébete eso -dijo ella- y vente conmigo.
Ese «vente conmigo» sonó bien. Acabé mi bebida y la seguí afuera. Subimos la calle caminando y paramos en una tienda de licores.
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