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Miguel Delibes: Viejas historias de Castilla la Vieja

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Miguel Delibes Viejas historias de Castilla la Vieja

Viejas historias de Castilla la Vieja: краткое содержание, описание и аннотация

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Todo este libro es una pequeña maravilla ya que nadie sabe más que Delibes lo que es Castilla ni escribir en un lenguaje más puro y alejado de toda retórica. Hay una manera de ser de pueblo como hay una manera de ser de ciudad. En la ciudad las cosas cambian de prisa; los altos edificios, las luces y los automóviles que no cesan, esconden como pueden el apresuramiento atontado de la multidud, los gozos -si los hay- y las penas, si te paras a pensar. Una ciudad pesa tanto que da pavor pensar en ella. El pueblo está ahí, sumiso, apagado, mezclándose cada vez más con el color de la tierra. ¿Que han pasado cuarenta y ocho años y vuelves de las Américas? ¿Y qué? En Castilla no se cuenta por años sino por siglos, y allí estarán esperándote, todo igual, las casas, los árboles, los campos agotados, las gentes envejecidas, el arroyo que pasa entre cañizos y el polvillo de la trilla pegado a los muros. Miguel Delibes sabe amar y sufrir su Castilla tan sola y nos transmite en el primer relato de este libro la vuelta del emigrante a su tierra, porque ser de un pueblo es un don de Dios. EN la pequeña historia La cada de la perdiz roja habla del Barbas, viejo filósofo castellano, escéptico y enraizado a la tierra que conoce sin casi saberlo, las gentes y las perdices, y si no hay más remedio dialoga con el autor. Diálogo claro, bello, que parece venir rozado por el viento del fondo de los siglos.

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XVII – El regreso

De allá yo regresé a Madrid en un avión de la SAS, de Madrid a la capital en el Taf, y ya en la capital me advirtieron que desde hacía veinte años había coche de línea a Molacegos y, por lo tanto, no tenía necesidad de llegarme, como antaño, a Pozal de la Culebra. Y parece que no, pero de este modo se ahorra uno dos kilómetros en el coche de San Fernando. Y así que me vi en Molacegos del Trigo, me topé de manos a boca con el Aniano, el Cosario, y de que el Aniano me puso la vista encima me dijo: «¿Dónde va el Estudiante?». Y yo le dije: «De regreso. Al pueblo». Y él me dijo: «¿Por tiempo?». Y yo le dije: «Ni lo sé». Y él me dijo entonces: «Ya la echaste larga». Y yo le dije: «Pchs, cuarenta y ocho años». Y él añadió con su servicial docilidad: «Voy a la capital. ¿Te se ofrece algo?». Y yo le dije: «Gracias Aniano». Y luego, tan pronto cogí el camino, me entró un raro temblor, porque el camino de Molacegos, aunque angosto, estaba regado de asfalto y por un momento me temí que todo por lo que yo había afanado allá se lo hubiera llevado el viento. Y así que pareé mi paso al de un mozo que iba en mi misma dirección le dije casi sin voz: «¿Qué? ¿Llegaron las máquinas?». Él me miró con desconfianza y me dijo: «¿Qué máquinas?». Yo me ofusqué un tanto y le dije: «¡Qué sé yo! La cosechadora, el tractor, el arado de discos…». El mozo rió secamente y me dijo: «Para mercarse un trasto de ésos habría que vender todo el término». Y así que doblamos el recodo vi ascender por la trocha sur del páramo de Lahoces un hombre con una huebra y todo tenía el mismo carácter bíblico de entonces y fui y le dije: «¿No será aquel que sube Hernando Hernando, el de la cantina?». Y él me dijo: «Su nieto es; el Norberto». Y cuando llegué al pueblo advertí que sólo los hombres habían mudado pero lo esencial permanecía, y si Ponciano era el hijo del Ponciano, y Tadeo el hijo del tío Tadeo, y el Antonio el nieto del Antonio, el arroyo Moradillo continuaba discurriendo por el mismo cauce entre carrizos y espadañas, y en el atajo de la Viuda no eché en falta ni una sola revuelta, y también estaban allí, firmes contra el tiempo, los tres almendros del Ponciano, y los tres almendros del Olimpio, y el chopo del Elicio, y el palomar de la tía Zenona, y el Cerro Fortuna, y el soto de los Encapuchados, y la Pimpollada, y las Piedras Negras, y la Lanzadera por donde bajaban en agosto los perdigones a los rastrojos, y la nogala de la tía Bibiana, y los Enamorados, y la Fuente de la Salud, y el Cerro Pintao, y los Siete Sacramentos, y el Otero del Cristo, y la Cruz de la Sisinia, y el majuelo del tío Saturio, donde encamaba el matacán, y la Mesa de los Muertos. Todo estaba tal y como lo dejé, con el polvillo de la última trilla agarrado aún a los muros de adobe de las casas y a las bardas de los corrales.

Y ya en casa, las Mellizas dormían juntas en la vieja cama de hierro, y ambas tenían ya el cabello blanco, pero la Clara, que sólo dormía con un ojo, seguía mirándome con el otro, inexpresivo, patéticamente azul. Y al besarlas en la frente se la despertó a la Clara el otro ojo y se cubrió instintivamente el escote con el embozo y me dijo: «¿Quién es usted?». Y yo la sonreí y la dije: «¿Es que no me conoces? El Isidoro». Ella me midió de arriba abajo y, al fin, me dijo: «Estás más viejo». Y yo la dije: «Tú estás más crecida». Y como si nos hubiéremos puesto de acuerdo, los dos rompimos a reír.

Miguel Delibes

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