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Miguel Delibes: Viejas historias de Castilla la Vieja

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Miguel Delibes Viejas historias de Castilla la Vieja

Viejas historias de Castilla la Vieja: краткое содержание, описание и аннотация

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Todo este libro es una pequeña maravilla ya que nadie sabe más que Delibes lo que es Castilla ni escribir en un lenguaje más puro y alejado de toda retórica. Hay una manera de ser de pueblo como hay una manera de ser de ciudad. En la ciudad las cosas cambian de prisa; los altos edificios, las luces y los automóviles que no cesan, esconden como pueden el apresuramiento atontado de la multidud, los gozos -si los hay- y las penas, si te paras a pensar. Una ciudad pesa tanto que da pavor pensar en ella. El pueblo está ahí, sumiso, apagado, mezclándose cada vez más con el color de la tierra. ¿Que han pasado cuarenta y ocho años y vuelves de las Américas? ¿Y qué? En Castilla no se cuenta por años sino por siglos, y allí estarán esperándote, todo igual, las casas, los árboles, los campos agotados, las gentes envejecidas, el arroyo que pasa entre cañizos y el polvillo de la trilla pegado a los muros. Miguel Delibes sabe amar y sufrir su Castilla tan sola y nos transmite en el primer relato de este libro la vuelta del emigrante a su tierra, porque ser de un pueblo es un don de Dios. EN la pequeña historia La cada de la perdiz roja habla del Barbas, viejo filósofo castellano, escéptico y enraizado a la tierra que conoce sin casi saberlo, las gentes y las perdices, y si no hay más remedio dialoga con el autor. Diálogo claro, bello, que parece venir rozado por el viento del fondo de los siglos.

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V Los hermanos Hernando El páramo de Lahoces desciende suavemente hacia - фото 4

V – Los hermanos Hernando

El páramo de Lahoces desciende suavemente hacia Villalube del Pan y desde mi pueblo tiene dos accesos -uno por delante del cerro y otro por detrás- por los que sólo puede subirse a uña de caballo. De la parte de mi pueblo el cueto queda flotando sobre los rastrojos y cuando le da la luz de cierta manera se pone turbio y agrisado como una ballena. Y a pesar de que el páramo queda más próximo de Villalube del Pan que de mi pueblo, las tierras son nuestras y pertenecían cuando yo era chico a los hermanos Hernando. Hernando Hernando, el mayor de los tres, regentaba además la cantina del pueblo y despachaba un clarete casi incoloro que engañaba la vista porque bastaban tres vasos para apañar una borrachera. El vino ése le pisaban en los lagares de Marchamalo, a tres leguas de mi pueblo, y, al decir de los entendidos, no era recio tan sólo por las uvas de sus bacillares, un verdejo sin pretensiones, sino porque los mozos trituraban la uva sin lavarse, con la acritud del sudor y del polvo aún agarrada a los pies. Bueno, pues los hermanos Hernando limpiaron el páramo de cascajo y luego sembraron el trigo en cerros, como es de ley, pero a los pocos años lo sembraron a manta y recogieron una cosecha soberana. Y todos en el pueblo querían conocer el secreto porque el trigo sembrado a manta cunde más, como es sabido, y nadie podía imaginar cómo con una huebra y un arado romano corriente y moliente se consiguiera aquel prodigio. Mas los hermanos Hernando eran taciturnos y reservones y no despegaban los labios. Y al llegar el otoño ascendían con sus aperos por la vereda sur y, como eran tres, según subían por el sendero, parecían los Reyes Magos. Una vez allí, daban vuelta a la tierra para que la paja pudriera y se orease la tierra. Luego binaban en primavera como si tal cosa, pero lo que nadie se explicaba es cómo se arreglaban para cubrir la semilla sin cachear los surcos. Y si alguno pretendía seguirles, Norberto, el menor de los tres, disparaba su escopeta desde el arado y, según decían, tiraba a dar.

En todo caso, la ladera del cerro es desnuda e inhóspita y apenas si con las lluvias de primavera se suaviza un tanto su adustez debido a la salvia y el espliego. Por la ladera aquella, que ignoro por qué la llaman en el pueblo la Lanzadera, se veían descender en el mes de agosto las polladas de perdiz a los rastrojos. Los perdigones andaban tan agudos que se diría que rodaban. Caminaban en fila india, la perdiz grande, en cabeza, acechando cualquier imprevisto, mientras los perdigones descendían confiados, trompicando de vez en cuando en algún guijarro, piando torpemente, incipientemente, como gorriones. Luego, al ponerse el sol, regresaban al páramo con los buches llenos, de nuevo en rigurosa fila india, y allí en lo alto, en las tierras de los hermanos Hernando, pernoctaban.

Silos, el pastor, era más perjudicial para la caza que el mismo raposo, según decía el Antonio. Silos, el pastor, buscaba los nidos de perdiz con afán, y por las noches se llegaba con los huevos a la cantina de Hernando Hernando y se merendaba una tortilla. Una vez descubrió en la cárcava un nido con doce huevos y ese día bajó al pueblo más locuaz que de costumbre. El Antonio se enteró y se llegó a la cantina y, sin más, agarró la tortilla y la tiró al aire y le voceó al pastor: «Anda, cázala al vuelo. Así es como hay que cazar las perdices, granuja». El Silos se quedó, al pronto, como paralizado, pero enseguida se rehizo y le dijo al Antonio: «Lo que te cabrea es que te gane por la mano, pero el día que mates tú una hembra te la vas a comer con plumas». Después se puso a cuatro patas y engulló la tortilla sin tocarla con la mano siquiera, como los perros. Cuando el Antonio se fue, el Silos se echó al coleto tres tragos de clarete de Marchamalo y sentó cátedra sobre lo justo y lo injusto y decía: «Si él mata una hembra de perdiz, yo no puedo protestar aunque me deja sin huevos, pero si yo me como los huevos, él protesta porque le dejo sin perdices. ¿Qué clase de justicia es ésta?».

VI El teso macho de Fuentetoba La tía Marcelina no es de mi pueblo sino de - фото 5

VI – El teso macho de Fuentetoba

La tía Marcelina no es de mi pueblo, sino de Fuentetoba, una aldea a cuatro leguas. Tanto da, creo yo, porque Fuentetoba se asemeja a mi pueblo como un huevo a otro huevo. Fuentetoba tiene cereales, alcores, cardos, avena loca, cuervos, chopos y un arroyo cangrejero como cualquier pueblo que se precie. No obstante, Fuentetoba ofrece dos particularidades: los chopos flacos como esqueletos y sobre el pueblo hay un teso que no es redondo, sino arisco y con la cresta erguida como si fuera un teso macho, un teso de pelea. A este teso, que está siempre de vigilia sobre la aldea medio escondida entre los chopos y la tierra, le dicen allí la Toba. Y la Toba, en contra de lo que es frecuente en la región, no es de tierra calcárea, sino de piedra, una piedra mollar e ingrávida que se divide con el serrucho como el queso y que se utiliza en la comarca para que los pájaros enjaulados se afilen bien el pico frotándose con ella.

Con la tía Marcelina ocurrió en casa algo muy chocante. En realidad, la tía Marcelina era tía nuestra por parte de madre y yo pensaba que siempre fuera tan viejecita y desmedrada como la conocí, aunque Padre asegurara otra cosa. Mas, así y todo, tenía una sonrisa infantil y bondadosa y era ella la única vieja soltera del pueblo que tenía el valor de sonreír así. Yo la apreciaba y ella me quería a mí también. En su casa todo era orden y pulcritud y frescura y silencio. Y Padre decía que su casa era como una tumba, pero si las tumbas son así no debe ser cosa mala estar muerto. La tía Marcelina coleccionaba hojas, mariposas, piedrecitas, y las conservaba con los colores tan vivos y llameantes que hacía el efecto de que las había empezado a reunir ayer.

A mí, de chico, lo que me encantaba era el abejaruco disecado que le regalara el Antonio, allá por la Navidad del año ocho, cuyo plumaje exhibía todos los colores del arco iris y más. La tía Marcelina lo tenía en la cómoda de su alcoba junto a una culebra de muelles dorados que al agarrarla tras la cabeza movía nerviosamente la cola como si estuviera viva y furiosa. Muchas veces yo me extasiaba ante el abejaruco disecado o prendía a la culebra tras la cabeza para hacerla colear. En esos casos la tía Marcelina me miraba complacida y decía: «¿Te gusta?». Yo contestaba: «Más que comer con los dedos, tía». Y ella decía: «Tuyo será». O bien: «Tuya será». Padre me advertía: «Antes tendrá que morir ella». Y esta condición me ponía triste y como pesaroso de desear aquello con toda el alma.

También Padre apreciaba mucho a la tía Marcelina y siempre que recogíamos los frutos tempranos hacía un apartadijo y me decía: «Esto se lo llevas a tu tía». Y en septiembre, las primeras perdices que se mataban en las laderas vecinas eran para la tía, y para la tía eran las brevas de mayo y las sandías tempranas de agosto. Y una vez que fuimos a la capital, Padre me compró una postal de colores con dos enamorados bajo una parra y me dijo que se la enviase a la tía, a pesar de que nosotros llegábamos en el coche de Pozal de la Culebra al mismo tiempo.

Pero mi pueblo es tierra muy sana y, por lo que dicen, hay más longevos en él que en ninguna parte, y el año once la tía Marcelina cumplió noventa y dos. Padre dijo en el jorco que se armó tras el refresco: «Está más agarrada que una encina». Y Madre dijo enfadada: «¿Es que te estorba?». Pero a las pocas semanas a la tía Marcelina le dio un temblor, empezó a consumirse y se marchó en ocho días. En el testamento dejaba todos sus bienes a las monjas del Pino, y Padre, al enterarse, se subía por las paredes y llamaba a la difunta cosas atroces, incluso hablaba de reclamar judicialmente contra las monjas y exigirlas, al menos, el importe de tantas perdices y de tantos frutos tempranos y de la postal de los novios bajo la parra que yo la envié desde la ciudad. Pero como no tenía papeles se aguantó y yo, al pensar en lo que habría sido del hermoso abejaruco, sentía que me temblaban los párpados y había de esforzarme para no llorar.

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