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Miguel Delibes: Viejas historias de Castilla la Vieja

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Miguel Delibes Viejas historias de Castilla la Vieja

Viejas historias de Castilla la Vieja: краткое содержание, описание и аннотация

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Todo este libro es una pequeña maravilla ya que nadie sabe más que Delibes lo que es Castilla ni escribir en un lenguaje más puro y alejado de toda retórica. Hay una manera de ser de pueblo como hay una manera de ser de ciudad. En la ciudad las cosas cambian de prisa; los altos edificios, las luces y los automóviles que no cesan, esconden como pueden el apresuramiento atontado de la multidud, los gozos -si los hay- y las penas, si te paras a pensar. Una ciudad pesa tanto que da pavor pensar en ella. El pueblo está ahí, sumiso, apagado, mezclándose cada vez más con el color de la tierra. ¿Que han pasado cuarenta y ocho años y vuelves de las Américas? ¿Y qué? En Castilla no se cuenta por años sino por siglos, y allí estarán esperándote, todo igual, las casas, los árboles, los campos agotados, las gentes envejecidas, el arroyo que pasa entre cañizos y el polvillo de la trilla pegado a los muros. Miguel Delibes sabe amar y sufrir su Castilla tan sola y nos transmite en el primer relato de este libro la vuelta del emigrante a su tierra, porque ser de un pueblo es un don de Dios. EN la pequeña historia La cada de la perdiz roja habla del Barbas, viejo filósofo castellano, escéptico y enraizado a la tierra que conoce sin casi saberlo, las gentes y las perdices, y si no hay más remedio dialoga con el autor. Diálogo claro, bello, que parece venir rozado por el viento del fondo de los siglos.

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XIII Un chusco para cada castellano Conforme lo dicho las tierras de mi - фото 12

XIII – Un chusco para cada castellano

Conforme lo dicho, las tierras de mi pueblo quedan circunscritas por las de Pozal de la Culebra, Navalejos, Villalube del Pan, Fuentetoba, Malpartida y Molacegos del Trigo. Pozal de la Culebra es la cabeza y allí está el Juzgado, el Registro, la Notaría y la Farmacia. Pero sus tierras no por ello son mejores que las nuestras y el trigo y la cebada hay que sudarles al igual que por aquí. Los tesos, sin embargo, nada tienen que ver con la división administrativa, porque los tesos, como los forúnculos, brotan donde les place y no queda otro remedio que aceptarlos donde están y como son. Y de eso -de tesos- no andamos mal en mi pueblo, pues aparte el páramo de Lahoces, tenemos el Cerro Fortuna, el Otero del Cristo, la Lanzadera, el Cueto Pintao y la Mesa de los Muertos. Este de la Mesa de los Muertos también tiene sus particularidades y su leyenda. Pero iba a hablar de las tierras de mi pueblo que se dominan, como desde un mirador, desde el Cerro Fortuna. Bien mirado, la vista desde allí es como el mar, un mar gris y violáceo en invierno, un mar verde en primavera, un mar amarillo en verano y un mar ocre en otoño, pero siempre un mar. Y de ese mar, mal que bien, comíamos todos en mi pueblo. Padre decía a menudo: «Castilla no da un chusco para cada castellano», pero en casa comíamos más de un chusco y yo, la verdad por delante, jamás me pregunté, hasta que no me vi allá, quién quedaría sin chusco en mi pueblo. Y no es que Padre fuese rico, pero ya se sabe que el tuerto es el rey en el país de los ciegos y Padre tenía voto de compromisario por aquello de la contribución. Y, a propósito de tuertos, debo aclarar que las argayas de los trigos de mi pueblo son tan fuertes y aguzadas que a partir de mayo se prohibe a las criaturas salir al campo por temor a que se cieguen. Y esto no es un capricho, supuesto que el Felisín, el chico del Domiciano, perdió un ojo por esta causa y otro tanto le sucedió a la cabra del tío Bolívar. Fuera de esto, mi pueblo no encerraba más peligros que los comunes, pero el más temido por todos era el cielo. El cielo a veces enrasaba y no aparecía una nube en cuatro meses y, cuando la nube llegaba al fin, traía piedra en su vientre y acostaba las mieses. Otras veces, el cielo traía hielo en mayo, y los cereales, de no soplar el norte con la aurora que arrastrara la friura, se quemaban sin remedio. Otras veces, el agua era excesiva y los campos se anegaban arrastrando las semillas. Otras, era el sol quien calentaba a destiempo, mucho en marzo, poco en mayo, y les espigas encañaban mal y granaban peor. Incluso una vez, el año de los nublados, el trigo se perdió en la era, ya recogido, porque no hubo día sin agua y la cosecha no secó y no se pudo trillar. Total, que en mi pueblo, en tanto el trigo no estuviera triturado, no se fiaban y se pasaban el día mirando al cielo y haciendo cábalas y recordaban la cosecha del noventa y ocho como una buena cosecha y desde entonces era su referencia y decían: «Este año no cosechamos ni el cincuenta por ciento que el noventa y ocho». O bien: «Este año la cosecha viene bien, pero no alcanzará ni con mucho a la del noventa y ocho». O bien: «Con coger dos partes de la del noventa y ocho ya podemos darnos por contentos». En suma, en mi pueblo los hombres miran al cielo más que a la tierra, porque aunque a ésta la mimen, la surquen, la levanten, la peinen, la ariquen y la escarden, en definitiva lo que haya de venir vendrá del cielo. Lo que ocurre es que los hombres de mi pueblo afanan para que un buen orden en los elementos atmosféricos no les coja un día desprevenidos; es decir, por un por si acaso.

Y allí, en la enorme extensión de tierras que se abarca desde el Cerro Fortuna, silban los alcaravanes en los crepúsculos de junio, celebran sus juicios los cuervos durante el invierno y se asientan en el otoño los bandos nuevos de avutardas, porque en un campo así, tan pelado y desguarnecido, no es cosa fácil sorprenderlas.

XIV Grajos y avutardas En la gran planicie que forman las tierras de mi - фото 13

XIV – Grajos y avutardas

En la gran planicie que forman las tierras de mi pueblo, de la parte de Molacegos del Trigo, hay una guerrilla de chopos y olmos enanos, donde al decir del Olimpio celebraban sus juicios los grajos en invierno. El Olimpio aseguraba haberlos visto por dos veces, según salía con la huebra al campo de madrugada. Al decir del Olimpio, los jueces se asentaban sobre las crestas desnudas de los chopos, mientras el reo, rodeado por una nube de grajos, lo hacía sobre las ramas del olmo que queda un poco rezagado, según se mira a la izquierda. Al parecer, en tanto duraba el juicio, los cuervos se mantenían en silencio, a excepción de uno que graznaba patéticamente ante el jurado. La escena, según el Olimpio, era tan solemne e inusual que ponía la carne de gallina. Luego, así que el informador concluía, los jueces intercambiaban unos graznidos y, por último, salían de entre las filas de espectadores tres verdugos que ejecutaban al reo a picotazos sin que la víctima ofreciera resistencia. En tanto duraba la ejecución, la algarabía del bando se hacía tan estridente y siniestra que el Olimpio, la primera vez, no pudo resistirlo y regresó con la huebra al pueblo. Cuando el Olimpio contó esta historia, Hernando Hernando dijo que había visto visiones, pero entonces el Olimpio dijo que le acompañáramos y allá fuimos todo el pueblo en procesión hasta el lugar y, en verdad, los grajos andaban entre los terrones, pero así que nos vieron levantaron el vuelo y no quedó uno. Hernando Hernando se echó a reír y le preguntó al Olimpio dónde andaba el muerto, y el Olimpio, con toda su sangre fría, dijo que lo habrían enterrado. Lo cierto es que dos años después regresó al pueblo con el mismo cuento y nadie le creyó. Yo era uno de los escépticos, pero, años más tarde, cuando andaba allá afanando, cayó en mis manos un libro de Hyatt Verrill y vi que contaba un caso semejante al del Olimpio y lo registraba con toda seriedad. Sea de ello lo que quiera, los cuervos constituyen una plaga en mi pueblo y de nada vale trancar los palomares durante la sementera una vez que los grajos andan sueltos, porque ya es sabido que allá donde caen estos pajarracos remueven los sembrados y acaban con la simiente.

De la misma llanada que se extiende ante los árboles eran querenciosas, en el otoño, las avutardas una vez los pollos llegaban a igualones. Eran pájaros tan majestuosos y prietos de carnes que tentaban a todos, incluso a los no cazadores, como Padre. Sin embargo, su desconfianza era tan grande que bastaba que uno abandonara el pueblo por el camino de Molacegos del Trigo para que ellas remontasen el vuelo sin aguardar a ver si era hombre o mujer, o si iba armado o desarmado. En cambio, de las caballerías no se espantaban, de forma que en el pueblo empezaron a cazarlas desde una mula, el cazador a horcajadas cubierto con una manta. El sistema dio buenos resultados e incluso Padre, que no disparaba más que la bota durante las cangrejadas de San Vito, cobró una vez un pollo de seis kilos que estaba cebado y tierno como una pava. Pero el pollo ese no fue nada al lado del macho que bajó el Valentín, el secretario, que dio en la báscula trece kilos con cuatrocientos gramos. El Valentín andaba jactancioso de su proeza, hablando con unos y con otros, y decía: «El caso es que no sé si disecarle o hincarle el diente». Don Justo del Espíritu Santo le aconsejaba que le disecara, pero el Ponciano abogaba por una merienda en la bodega de la señora Blandina. Así pasaron los días y cuando el Valentín se decidió y, finalmente, reunió a los amigos en la bodega de la señora Blandina y tenían todo dispuesto para asarla, vino un mal olor y el Emiliano dijo: «Alguien se ha ido». Pero nadie se había ido sino que la avutarda estaba podrida y empezaba a oler. Pero al animal no le quedaban más plumas que las del pescuezo y el obispillo y tampoco era cosa de disecarla así.

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