– Ahora me cuentas, mamá, lo que te pasa. Todo. Desde el principio. Por eso he venido. Ya comprenderás que no he venido porque sí. He venido porque por teléfono me sonaste muy acelerada y algo rara, francamente. Y me asusté y por eso vine, he venido por eso, y ahora veo que he hecho bien. Me alegro de haber venido. Cuéntamelo todo.
Ramón Durán era quizá demasiado joven e inexperto en el cuidado de otras personas y no comprendía que no siempre pedir que nos cuenten las cosas sirve para que nos las cuenten. En realidad Chipri, al oír a su hijo pedir que le contara, decidió no contar nada. ¿Qué es lo que hubiera podido contar y no quiso contar en aquel momento? No quería contar -porque a todo trance quería preservar lo que pensaba que era la tranquilidad de su hijo en Madrid- que era desgraciada, que se sentía abandonada por Floren, que se sentía humillada, que no se sentía con fuerzas para seguir viviendo, que no sabía qué hacer, que se le venían encima las cuatro paredes de la casa y del mundo. Esto no quería contárselo a su hijo porque formaba parte de lo que nunca contaba por teléfono para que él estuviera tranquilo. Lo otro que tampoco quería contarle, pero que sí acabó contando esa tarde, eran los miedos: la secuela más profunda del abandono de Floren y de la cesantía laboral había sido una sensación de soledad difusa, de desamparo no localizado, por eso ahora tenía amigas como Araceli que nunca había tenido, gente brillante que parloteara mucho, cabecitas a pájaros que la hacían reír y vivir instante tras instante, a resguardo bajo los parloteos.
– Me voy a quedar aquí unos días, mamá -dijo Durán al cabo de un rato-. Así, poco a poco vamos hablando lo que sea, para que yo me entere bien de qué te pasa.
Lo curioso fue que Chipri acogió de inmediato esa propuesta con lo que podía llamarse visible alegría. Pero Durán no pudo evitar la idea de que era una alegría impostada. Todo el comportamiento de su madre el resto de la tarde le pareció a Durán que oscilaba entre lo natural y lo teatral. Una vez que se hubo secado las lágrimas y recompuesto un poco el maquillaje, encendió todas las luces de la sala y del resto de la casa y taconeó yendo de un lado a otro, como en los viejos tiempos, cuando desde su cuarto, con la puerta entreabierta, la oía Durán llegar a casa del hotel bien pasadas las siete: encender todas las luces, las innecesarias también, las del vestíbulo, las del cuarto de baño, taconear y hablar con él en voz muy alta de extremo a extremo de la casa, sin esperar contestación, informándole del día en el hotel, trayendo al atardecer el tráfago diurno a casa, a repensarlo, para comprenderlo -así interpretaba aquello el Durán adolescente encantado-. Durán recuerda ahora con toda claridad aquella consoladora presencia ruidosa de su madre habladora, su perfume. Al cabo de un rato, de la cocina venía el olor de la cena preparándose, el grill…, veían la televisión los dos juntos después. Toda esa rutina que había presidido su niñez y juventud volvía ahora después de haber llorado su madre desconsoladamente. Sólo que ahora el taconeo y las palabras, tan indistintas quizá como entonces, no evocaban bienestar sino nerviosismo, una jovialidad ficticia.
Una de las incógnitas que Durán no logró despejar aquella tarde fue si su madre iba o no verdaderamente a salir y si había quedado verdaderamente o no con la amiga dominicana. No hizo ninguna llamada telefónica para cancelar la cita, aunque esto Durán lo atribuyó al tipo de relación casual, flotante, que tenía con esa amiga. Pero tampoco precisó gran cosa Chipri en un sentido u otro: no se refirió ya más a la salida, por una parte, y por otra no se dejó llevar a ninguna conversación donde ese extremo se aclarara. Durán fue sintiéndose más y más cansado y decidió irse a dormir temprano, confiando en que simplemente con su presencia en la casa tranquilizaría estos días a su madre: confiaba en que la antigua privilegiada relación que ambos habían mantenido acabara imponiéndose y resultando beneficiosa.
Al día siguiente, sin embargo, no percibió Durán nada tranquilizador. Su madre se despertó muy tarde, casi a las doce de la mañana. Se presentó en la cocina, donde Durán se había instalado después de desayunar y bajar a comprar El País . Llevaba Durán así tres horas, desde las nueve. Él mismo había dormido de un tirón toda la noche. Su madre tenía un aspecto horrible en bata: la cara abotargada, los ojos enrojecidos, el pelo aplastado que daba una impresión de suciedad. Realmente Durán no había visto así nunca a su madre. La había visto en bata pero no así. Volvió al fumar y al toser. Contó que no había logrado conciliar el sueño hasta la madrugada, que sólo había conseguido adormilarse con la televisión puesta, sin dormirse, sin espabilarse. Dijo que se había puesto muy nerviosa pensando que iba a despertar a Durán y que la misma idea de procurar no hacer ruido la había puesto aún más nerviosa todavía, que había tomado hasta seis pastillas de Soñodor, que el Soñodor por cierto no le hacía ya efecto y que lo otro que tenía, el Lexatin, no había querido al final esa noche ni probarlo, para no estar por la mañana hecha unos zorros: el Lexatin, según dijo, le bajaba la tensión. Mientras decía todo esto, bebía café negro y fumaba y se llevaba una mano al pelo aplastado, se alisaba el pelo sin fijarse. Durán se sintió muy desconcertado. Sintió además que se impacientaba al ver así a su madre: esta incipiente impaciencia le introdujo de pronto, como un mecanismo, como un resorte muy preciso, en el contenedor del remordimiento: amaba a su madre también así: malarreglada y vencida: la amaba incluso más que nunca así, y sin embargo verla así le impacientaba: no había tenido dificultad alguna para abandonarla en Málaga años atrás e irse a Madrid. ¡Qué lejos le parecían de pronto Salazar y su casa! Un irreal episodio de su vida del que se avergonzaba ahora, aunque sólo fuera por lo muy entregado a él que había estado en los últimos tiempos: olvidado de su madre a pesar de hablar con ella todas las noches. Y sin embargo no sabía qué hacer ahora con su madre, ¿qué tenía que hacer? Podía quedarse allí un mes, dos meses, el tiempo que hiciera falta. El trabajo de Madrid podía dejarlo a voluntad, al fin y al cabo no había logrado hacer nada importante en Madrid, tal vez podía quedarse aquí… ¿Qué clase de pensamientos eran éstos? ¡Qué estúpida clase de proyecto había sido el suyo de ir a Madrid, que se diluía ahora de golpe con este contraproyecto de quedarse en Marbella a cuidar a su madre! Y la verdad es que sólo si se quedaba a cuidarla se sentiría tranquilo. También me puedo colocar aquí de camarero. He perdido el tiempo en Madrid. Salazar es un pierdetiempo. Era una característica cada vez más visible del carácter de Durán el dejarse absorber por las personas o las circunstancias exteriores en que se encontraba, de tal suerte que podía posponer sus propios intereses o proyectos con facilidad. El propio Durán interpretaba esto como una debilidad de carácter, un residuo infantil le parecía esta maleabilidad de su carácter, que podía sin embargo leerse de otro modo: también podía interpretarse como una sincera empatía, una sincera simpatía que venía de fuera a dentro, del mundo real a su corazón, y que le impulsaba a entregarse sin reservas a cualquier solicitación que le pareciera importante. ¿Qué cosa más importante había en el mundo que su madre ahora mismo?
– ¿Por qué no te arreglas y bajamos a dar un paseo? Hace una mañana estupenda. Podemos dar un buen paseo por todo el paseo marítimo y luego comer pescadito frito en La Carihuela.
Por fin salieron, al cabo de hora y media, casi era hora de almorzar. Durán se sentía hambriento. Pero insistió en darse el paseo primero, tomar el aire salado del mar, bajar incluso hasta la arena, sentarse incluso en la arena, quitarse los zapatos, sentarse en un bote de los que había boca abajo, hacer que su madre hiciese algo propio de los tiempos en común que ambos habían vivido: algo de la niñez de Durán y de la juventud de su madre: recobrar -pensó Durán, sin llegar a formulárselo así- siquiera el aire, algo del aspecto, los pies descalzos, los lentos pasos marcados en la oscurecida arena de la orilla barrida por una oleada espumeante tras otra, recuperar por un momento aquel tiempo anterior de donde los dos provenían: eso les haría bien. También a mí me hará bien, no sólo a ella, también a mí. Hicieron todas estas cosas en silencio, como si, disfrazados, gesticularan levemente ante la luna del armario de luna del dormitorio de su madre. Y volvieron a subir al paseo marítimo a calzarse, como solían hacerlo, en lo alto de la escalera. Almorzaron pescado frito y vino blanco y dieron las cuatro de la tarde, y delante de los dos se extendió toda la tarde como una cinta transportadora que indefinidamente, sin descanso, pudiera transportarles de la tarde a la noche sin emoción alguna. Justo al salir del restaurante se encontraron con Araceli.
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