Álvaro Pombo - Contra natura

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Javier Salazar, um brilhante editor aposentado, leva uma existência confortável no seu apartamento de Madrid, chegado a uma idade em que se dá por satisfeito por finalmente a vida lhe ter sido graciosa… Até que, uma tarde, interrompe as suas leituras para dar um passeio pelo parque. Aí conhece o jovem Ramón Durán, com quem troca alguns gracejos e conversa. O começo da relação entre ambos dará início a uma série de preocupações que, lentamente, se vão insinuando na consciência de Salazar: uma consciência atormentada, reservada, ambígua. Quando reaparece Juanjo, um antigo professor de Ramón Durán, a relação torna-se um perigoso vórtice que os envolve.
***
No hay homosexualidad sino homosexualidades, dice Álvaro Pombo en esta novela. Una novela que refleja un discurso independiente, brutal a veces y políticamente incorrecto que queda tan lejos de las condenas de la Iglesia católica como de las gozosas figuritas del pastel de un allanado y edulcorado matrimonio gay.
La existencia del brillante editor jubilado Javier Salazar transcurre apacible y confortablemente en su elegante piso de Madrid. Tiene la sensación de hallarse por fin equilibrado y apaciguado, compensado en cierto modo por la vida… Hasta que una tarde de lectura interrumpida para dar un paseo, le conduce a un parque y sobre todo al encuentro con un muchacho malagueño, Ramón Durán, con el que se cruza e intercambia palabras y bromas. Este hecho fortuito y el inicio de una relación entre ambos disparará antiguos resortes de la conciencia de Salazar: una conciencia atormentada, reservada, cargada de brillantez y encanto, pero también de desprecio, vanidad, soberbia y afán de destrucción. La aparición en escena de un antiguo profesor de Ramón Durán, Juanjo Garnacho, por decirlo así metamorfoseado, convertirá la relación en un peligroso campo sembrado de minas, calculado para que todo salte por los aires. Chipri, Paco Allende, Emilia… completarán esta frenética y contemporánea trama donde no faltan suicidios, asesinatos e investigaciones policiales.
Contra natura era el modo global de referirse a los pensamientos, palabras y obras de los homosexuales nacidos alrededor de 1939. Éste es un uso antiguo que se ha prolongado hasta el presente. En esta novela, Pombo se sirve de la noción popularizada en España por Ortega y Gasset de que el hombre no tiene naturaleza sino que tiene historia. Esto significa que el hombre es una existencia abierta que se da a sí mismo libremente una configuración a lo largo de la vida. Esta imagen de una existencia creadora, abierta al futuro, en trance de darse a sí misma su propia configuración esencial, es, en opinión de Pombo, también una fecunda ocurrencia cristiana.
Una vez más, Pombo despliega sus mejores armas: el talento para captar la vida cotidiana, su maestría para los diálogos, la fina ironía y el sentido del humor, y una prosa poderosa, ágil y deslumbrante que nos atrapa y cautiva de principio a fin. Unas armas que lo han convertido en uno de los escritores mayores de la literatura contemporánea.

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12

Ramón Durán amaba el Ritz. Esto fue lo único que Salazar -tan poco imaginativo- imaginó perfectamente: que amaba Ramón Durán sentarse allí, sentirse allí. «¡Esto ya no es lo que era!», comentaba Salazar tomando sorbos de su té: un té completo con sándwiches pequeños y pastitas en una bandeja de tres pisos. Y Ramón Durán pensaba: Esto, claro, es lo que él tiene que decir: porque ha conocido otro Ritz de otro tiempo, más elegante y refinado. Yo soy al fin y al cabo un simple camarero, podría haber sido camarero aquí. Estar allí no era igual a nada, ni parecido a nada. Era suficiente estar allí, sentado en el jardín las primaveras, o en el bar de la rotonda, con el piano o el citarista los otoños, los inviernos. Los camareros, que se parecen a mí, piensa Ramón Durán, iban y venían. Y Javier Salazar ahí sentado estaba junto a Durán: ahí, en el Ritz, verdaderamente amaba Ramón Durán a Salazar, con un amor humilde y extensible que recubría el ingenuo corazón de Durán como una tienda de campaña.

Esto del Ritz era un entretenimiento que, desde un principio, ofreció Salazar una vez al menos por semana. E incluso era un entretenimiento de mediodía, los cócteles de la una que precedían, tal vez, al almuerzo. El propio Salazar se encontraba cómodo allí. En sus tiempos de editor, la editorial había celebrado allí muchos cócteles. Salazar era, pues, una persona conocida: le trataban de don Javier los camareros. Y Durán estaba contento sólo con acurrucarse casi junto a aquel hombre mayor, aún joven de aspecto, de maneras tan elegantes, de palabras tan suaves y moduladas. Salazar vio desde un principio que esto entusiasmaba al chico, que le permitía introducirse en una ensoñación de vida distinguida, adinerada. Durán decía siempre: «Cuando mi madre venga tenemos que convidarla aquí, le encantará.» Tenía que ver el Ritz con la profesión de jefa de personal que su madre había desempeñado allá en el sur, en un mundo adinerado, aparentemente fácil, con existencias llevaderas, con sentimientos -pensaba Durán- que ni ascendían mucho ni descendían mucho, que eran sonrientes, tibios, que podían durar sin pena ni gloria toda una vida. Encontraba esto Durán representado también en las cadenas de televisión de todo aquel año, con la jetset de su edad, con las Eugenias y los Colates y los toreros cuyas imágenes , cuyas ropas , cuyos aires eran accesibles, aunque no sus vidas, fuera o antes o después de las instantáneas, las imágenes. Mientras estaba en el Ritz, Durán pensaba que aquélla era la mejor vida posible, y apenas se daba cuenta de que el Ritz era una idea del Ritz que había tomado prestada de Salazar, quien, a su vez, aun siendo una persona conocida, no era, sin embargo, un auténtico personaje sino sólo una ensoñación para sí mismo: la ensoñación de un hombre maduro que ha ligado con un chico guapo con quien toma copas en el bar del Ritz. Es posible que una cierta inocencia sea compatible con las ensoñaciones desinformadas de Durán y con la ensoñación tramposa de Javier Salazar: una inocencia que podría redimirles a los dos si el mundo se clausurara esa misma tarde. Esos días tenía Durán la sensación de que su relación con Salazar prosperaba e iba camino de convertirse en algo importante, que sólo se retrasaba un poco como todas las cosas importantes y definitivas de la vida se retrasan. El Ritz era un claro tema de conversación telefónica con su madre, una fuente legítima, en opinión de Durán, de las medias verdades que su madre necesitaba oír casi diariamente. Una de las razones por las que se le hacía difícil sentir por Juanjo algo distinto de aquella compasión asfixiante, era que le resultaba difícil imaginar a alguien como Juanjo, con su chándal, en el Ritz (y eso que, a simple vista, la mala y desaseada pinta de los clientes del Ritz a media tarde hoy en día a duras penas justifica el entusiasmo desinformado de Durán). El Ritz, en suma, producía un efecto adormecedor en Durán, y hacía que se relajase y bajase la guardia, y en especial aquella rara guardia que mantenía en pie Durán desde que se había visto en secreto con Allende y, sobre todo, desde que se veía en secreto casi a diario con Juanjo Garnacho. Así que fue en el Ritz, una tarde de domingo tras el segundo gin fizz, cuando Durán lo soltó todo. Deseaba ser divertido en aquel momento, fascinante, estar a la altura de aquel estilo liberal, festivo, de bohemia artística años veinte, que para él -por sugerencia de Salazar- evocaban aquellos comedores y aquellas salas, con dos o tres camareros pendientes siempre de ellos. Deseó de pronto ser ese personaje joven, ese chico fascinante que, según le contó Javier Salazar, acompañaba siempre a Jean Cocteau en sus viajes. Todos eran iguales -contaba Salazar-: todos eran uno y el mismo por muchos que hubiese: Cocteau los dibujó en su Libro blanco : caras aniñadas de expresión inocente, con enormes penes erectos. En esta ensoñación del gin fizz, que convertía a Salazar en un hombre elegante, inofensivo (agreste y bondadoso a la vez), enamorado de Durán (así aparecía en la ensoñación: en la ensoñación Durán y Salazar se amaban tiernamente y se besaban en público en sitios como el bar del Ritz), Durán con frecuencia hacía confidencias: se sintió avergonzado de no haber sido sincero con Salazar, de no haberle contado antes lo que ahora iba a contarle. De pronto su temor desapareció, sus miedos se disiparon: Salazar es inofensivo y él me ama y yo le amo.

– ¿Sabes que tengo aquí un amigo, aquí en Madrid?

– ¿Ah, sí? ¿Y qué amigo es ése?

Salazar observa de reojo a su compañero y observa el rubor, la emoción amorosa que le envuelve, la ensoñación que le vuelve ingenuo.

– Es una persona que tuvo mucha importancia para mí en Málaga: lo más importante que me pasó.

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo no me has hablado de este amigo nunca?

– Porque no me atrevía, pensé que igual no te gustaba, que ibas a pensar cualquier cosa de mí, no sé qué.

– Ah, pero tú y yo, mi amor, no tenemos secretos. ¿Tenemos secretos tú y yo?

– No. No tenemos.

– Pero sí que teníamos éste, éste sí.

– No llega a ser un secreto ni siquiera -murmura Durán endulzado y como dormido.

– Sí que lo es. Un poco sí. Cuéntamelo.

– Pero ¿no vas a pensar mal?

– ¿Yo? ¡Qué va! Yo nunca pienso mal, yo siempre pienso bien, mi vida. ¿No te has fijado que nunca me equivoco? No me equivoco porque pienso bien, siempre pienso lo justo. Mi conciencia se ajusta a los objetos que pienso, como un cepo. ¿No te habías fijado en eso?

Durán declara que no se había fijado. Tiene ganas de pedir disculpas, tiene ganas de sincerarse, de abrir el corazón. Ahora lamenta haber sido tan reservón con el único amigo que le ha querido en Madrid. Salazar le observa de reojo y encarga otros dos gin fizz. Incluso murmura:

– Tú sabes que yo no siento la más mínima curiosidad por nada. Lo más que siento es interés personal por ti. Pero no curiosidad. En el tiempo que llevamos juntos has podido comprobarlo tú mismo. ¿A que sí?

– Sí -responde Durán. -Entonces háblame de este amigo nuevo.

– Era mi entrenador de futbito en Málaga.

Durán no tiene freno ya. Ahora el deseo de narrar su historia se une a la energía vibratoria del tercer gin fizz. El afecto le llena el corazón, le hace amar a Javier Salazar, contarlo todo.

Dentro de unos meses Durán se preguntará cómo pudo confiar tanto en Salazar aquella tarde. Confusamente, Durán ha creído percibir en estas invitaciones de Salazar al Ritz un impulso amoroso disimulado, guasón, pero auténtico. Por eso -y no sólo por el gin fizz o fascinado por el Ritz-, Ramón Durán se ha sentido impulsado a la confidencia. Esta situación, estas invitaciones, hacen sentir a Ramón Durán que Salazar no se avergüenza de él, que le hace partícipe de su importancia, que está contento con su compañía aunque no exprese gran cosa y que se merece la confidencia que ahora está haciéndole. Lo notable es el veloz tránsito en la conciencia de Durán de la desconfianza a la repentina confianza. Y esta repentina confianza tiene una estructura narrativa: no es sólo un sentimiento amplificante, una cálida atención a su compañero: es más que eso: es una positiva necesidad de ser amado por su compañero, de ser escuchado e interpretado y ajustado verbalmente por Javier Salazar. Hay en esto mucho de nostalgia, pero una nostalgia que no es el deseo de regresar a una situación previamente disfrutada: nunca, ni siquiera con Juanjo, ni siquiera con su madre, disfrutó Durán de una situación de apertura tal que, conocerse y ser conocido, amar y ser amado, proteger y ser protegido, leído e interpretado sin daño alguno, se cumpliese en la realidad. La nostalgia de Durán es una nostalgia absoluta: un mundo de camaradería y comprensión. De pronto, en la figura elegante de Salazar, descubre Durán al camarada imaginario, al Juanjo de todos los Juanjos -por absurda que suene la frase-, al ser de todos los seres, al alma de todas las almas. Y sin darse cuenta confunde deseo y realidad. No sabe que para el propio Cernuda no hubo nunca, en última instancia, realidad paradisíaca alguna, sólo hubo ensoñación: Bien sé yo que esta imagen /fija siempre en la mente / no eres tú sino sombra / del amor que en mí existe. Al fin y al cabo -reflexiona Durán esa tarde en el Ritz-, ¿quién acompaña a Salazar? ¿Con quién quiere Salazar estar? ¿A quién trae al Ritz? A mí. No hay ninguna otra persona. Luego me quiere a mí, aunque no lo parezca a veces. Luego es digno de esta confidencia. Y aunque a veces, con lo de Allende, con lo de Juanjo al principio, ha temido Durán que Salazar quisiese maliciosamente intervenir en la relación, ahora, de pronto, eso está olvidado: una gran emoción, cálida y redonda, como el atardecer de un día soleado, ha sustituido a la desconfianza: ahora Durán está persuadido de que Salazar le quiere, sólo que, por haber sufrido mucho en la vida, no está en condiciones de expresar a Salazar todo su afecto: por eso es seco y aparentemente reservado. Está a la defensiva porque tiene miedo de que le hieran, piensa Durán. Por eso, de golpe, le cuenta todo lo de Juanjo.

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