Tahar Jelloun - Mi madre
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A mi hermano le gusta limar asperezas. ¡Cómo lo consigue! Cree que todo es negociable. A mi madre no le gustaba tomar decisiones, dejaba que el tiempo hiciese su labor. Mi padre decía siempre lo que pensaba a los demás, él no era partidario de limar asperezas.
Estamos todos a su alrededor. Todos pensamos lo mismo. Tiene los ojos entornados, una respiración dificultosa. Los olores de la cocina llegan hasta su cuarto. No lo ventilamos por miedo a que coja frío. Mi hermano ha puesto una cinta magnetofónica de un egipcio que salmodia el Corán. Se inicia una conversación sobre los distintos modos de recitarlo. El marroquí es el menos apreciado. Dicen que los egipcios son los ases en ese campo. Yo no participo en la conversación, no estoy bien. Uno de mis hermanos murmura los versos que recita el egipcio. Mi hermana está contenta. Le recuerda sus estancias en La Meca. Mi madre duerme profundamente. Keltum está de mal humor. Se diría que le molesta nuestra presencia. Me siento inútil. Mi hermano me dice lo mismo. Nos sentimos impotentes. Si dejáramos de darle las medicinas, se iría esta noche. ¡Se iría! Sin darse la vuelta. Salir volando. Dar la mano al ángel que la vela y dejarse llevar con elegancia, con ligereza. Recuperar la gracia y la belleza de antaño. Mi madre tiene dieciséis años y juega en el patio interior de la casa grande. Su padre la ve y la regaña: «¡Ya no eres una niña, ahora eres una mujer!». Su madre también la regaña: «¡Saltas como una cría, no olvides que estás embarazada! Se lo diré a tu marido. Se enfadará». Mi madre se suelta su larga melena negra y se tapa la cara. Quizá tiene vergüenza. Ha dejado de saltar y se va con su madre a la cocina canturreando. Sonríe y hace el ademán de bailar.
Su rostro ha perdido lentamente sus arrugas. La piel se ha vuelto lisa, macilenta; ha restituido el tiempo al tiempo, sabemos que ha pasado y se ha ido con sus huellas. En sólo unos días, se ha desprendido de los años que lastraban su cuerpo. Hace tiempo que se encamina a la extinción. Solía decir: «La muerte es un derecho, un derecho que no podemos cambiar ni desalojar. La muerte es un hecho, está por encima de nosotros, en nosotros, en nuestro nacimiento. ¿Qué es, pues, morir? El derecho se ejerce sobre nosotros y lo aceptamos en silencio». Ella lo aceptó con serenidad, sin jamás enfadarse ni discutir. ¿Para qué discutir, hablar de ello o querer ser más fuerte que lo irremediable?
Su rostro es el de una joven apaciguada por un sueño, una promesa, una primavera, suave y generosa. Su rostro se ha entregado a la muerte en la última de las verdades íntimas. ¿Quién mentiría en un momento así? Viva, no sabía qué era mentir. Al acercarse el final, estaba aún más bella porque la mentira era ajena a ella.
Su agonía fue lenta y sin ira. Su cuerpo se iba de ella poco a poco. Cuando aún tenía fuerzas para hablar, quería que la aseasen dos veces al día. Coqueta hasta el final. Elegante y dulce. La angustia la había dejado en paz. Ya no se preocupaba. Sabía que estábamos todos a su lado, unidos y conmovidos. Hablábamos con ella, movía los labios, pero ningún sonido salía de su boca.
Su rostro ahora está listo para entregarse a la tierra. Era una expresión que le gustaba: No hay que compadecer a quien ha entregado su rostro a la tierra, sino a los que quedan detrás, los que deberán vivir sin su presencia.
Me dijo un día: «Rabea se ha muerto al dar a luz, es como una voz que se ha interrumpido. Cuando algo sucede inesperadamente es así, una llamada telefónica que se corta, llamas, sigues llamando y cuesta aceptar que no hay nadie del otro lado del teléfono».
Ella no tenía miedo de su propia muerte, lo que no soportaba era el ritual que acompaña la muerte de los demás. Un miedo infantil. Pesadillas mal apaciguadas. Un grito en mitad de la noche, efluvios de perfume y de incienso de Arabia. Una mano glacial, rígida, arrastrándola hacia un precipicio. La muerte no es nada. Lo intolerable es lo que existe a su alrededor.
Llegaré dentro de un rato a casa. Entraré por el callejón Ali Bey. Empujaré la puerta del jardín, luego la de casa. Buscaré su cara de lejos, y no la veré. Iré a su dormitorio, donde ella ahora descansa, esperando que amanezca. No ha dormido en la cámara frigorífica de la morgue. Se ha apagado en su casa. Me inclinaré sobre ella y le daré un beso en la cara como hice hace cuatro días al despedirme. Voy a llorar, las lágrimas brotarán, abundantes, y me costará reprimirlas. No sé si viene bien llorar. Las lágrimas de los demás son las que provocan las mías. Es algo contagioso. Nunca he sentido vergüenza por llorar. Lloraré para vaciar el corazón y la mente. Y luego, las verdaderas lágrimas, las que temo, me despertarán, mucho más tarde, meses, años después de este 4 de febrero de 2002.
Tendré sueños obstinados, obsesivos, crueles. La imaginaré joven y bella, encinta de mí en el calor del verano de Fez, en Sidi Harazem, cuando aún soy un bebé pegado a sus senos, en la primavera de Ifrán, en casa de mi tía, despreocupada y feliz. Espero esos sueños, y estaré triste al despertar porque mi madre ya no está. Seré ese niño desconsolado, que se aburre en la escuela y prefiere el mundo de las mujeres, las fiestas por la tarde en casa. Iré a refugiarme al sótano, entre las tinajas de provisiones, y la asustaré. Saldré de allí gritando mi alegría por haber conseguido asustarla. La descubriré entre la muchedumbre y ella no me reconocerá. Me despertaré sobresaltado y pediré auxilio. Iré a la azotea de la primera casa en la que vivimos en Tánger y miraré el mar, junto a ella. Le hablaré y no me oirá. Le diré que la extraño y dejará que el viento desenrede su melena y le tape los ojos. No se resistirá al viento, se dará la vuelta y se irá de viaje, con él.
Quizá esta noche, su madre, su padre, sus hermanos, sus maridos la acojan en algún lugar y le digan: «Pero ¿qué has hecho de tus arrugas? ¿Y de tus canas? Llegas a nosotros con toda tu juventud, estas guapísima, aunque estás más bajita… Nos has llamado tantas veces que hemos acudido todos a recibirte. Has estado llamando durante muchos años a Muley Ali, a yemma, a Lal-la, a Sidi Hassan, no has dejado de llamarnos. Así que, aquí estamos todos. El viaje no ha sido muy cansado. El viaje o la travesía. Llegas en pleno invierno. Por fin vamos a dormir, dormir mucho tiempo, toda la eternidad, ven, acércate, siéntate, descansa. Ya verás, aquí el tiempo gira sobre sí mismo, hasta producirnos mareos. A ti no te gusta, cuando eras pequeña te caíste de un tiovivo en el parque de Jnane Sbile. Te mareaste y perdiste el sentido durante varios minutos. Aquí no hay tiovivos. Pero ya verás, notamos el fluir del tiempo por el aire que levanta al pasar. No desconfiamos ni del tiempo ni del viento. Ya nada nos puede afectar. Mientras alguien nos recuerde, existimos. El viento nos trae noticias, nos habla de cómo están las cosas que hemos dejado atrás».
37
Es verano, estamos en Fez. Hace mucho calor. Mi madre juega a los novios con Lal-la Jadiya, su prima y amiga. Están en la azotea, han montado un toldo con una sábana que les da sombra y que hace las veces de dajxuxa, de alcoba nupcial. Mi madre es la novia, está muy seria y cierra los ojos, en vez de mantenerlos bajos como exige el ritual. Se ha puesto carmín en las mejillas y en los labios. Lal-la Jadiya le ha dibujado un lunar negro en la cara y ella se ha pintado una barba y unos bigotes con un trozo de carbón. Hace el papel del novio que llega, montado en un caballo, en busca de la mujer que le han elegido como esposa. Imita la escena, haciendo mucho ruido, dando órdenes. Mi madre se baja el velo sobre el rostro. Está tímida, tiene ganas de reír, sobre todo al darse cuenta de que su prima se toma muy en serio su papel y de que el caballo es sólo una caña. «Ven, acompáñame, móntate en el caballo, eres mi esposa, eres mía, espero que tus padres te hayan educado bien, ¡si no, seré yo quien lo haga!». Mi madre no responde. «Es buena señal -dice Lal-la Jadiya-, una novia que guarda silencio, una perla que obedece y no protesta, ¡ésa es la mujer que yo he elegido! Bien educada y de una gran familia llena de nobleza». Mi madre agacha la cabeza pero le entra la risa, a Lal-la Jadiya también; de pronto se viene abajo la improvisada alcoba nupcial y grita: «Tú y yo nos casaremos el mismo día, espero que nuestros padres nos elijan dos hermanos altos y guapos. Estaremos unidas. Siempre seremos amigas».
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