Tahar Jelloun - Mi madre
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«Cuando cae la lengua significa que se acerca el fin», me dice un primo mío, un buen hombre. Y añade: «¡Pero todo está en manos de Dios! ¡Quién sabe quién se irá antes! Tengo preparada una mortaja para tu madre. La tenía reservada para mí pero yo aún aguanto, aunque todo está en manos de Dios. No dudes en llamarme a cualquier hora del día y de la noche. Hay gestiones que hacer y tú aún eres joven, o digamos, inexperto en este campo, pero yo estoy acostumbrado a todo, la vida, la muerte, la enfermedad, la edad, el tiempo. Todo llega y se va, como el viento y las tempestades, ¿acaso podemos elegir? Voy tirando con mis achaques, con mi vieja próstata, y me obligo a salir todos los días a caminar una hora aunque lo que vea por las calles me desagrade enormemente. Quiero mucho a tu madre, es la nobleza personificada, la elegancia de corazón, la generosidad y la paciencia. ¿Sabes? Me ha reconocido, aunque tenga la lengua pesada y articule mal. ¿Te das cuenta? ¡Si tuviéramos hospicios para los ancianos en Marruecos…! Allí estaría yo y tu madre también. ¡Qué horror! ¡Qué decadencia! En fin, voy a seguir mi paseo, y no te olvides, el sudario corre de mi cuenta!».
A mi madre le cuesta cada vez más despertarse. Duerme profundamente. ¿Cómo hacer para despabilarla? Keltum se queja. Le tiene que dar sus medicinas. Yo la observo. Ella está lejos, quizá en otra ciudad, en otra vida. Escala montañas y desciende ligera. A ella le gustaba mucho esa imagen: subir, bajar, para expresar su desconcierto, su insatisfacción. ¿Dónde estará ella ahora? Ya no habla de Fez ni de la vieja casa de su infancia. Cuando era pequeña, prefería jugar con las verduras, que su madre preparaba para la comida, que con las muñecas. Les daba a cada una un nombre y una función, luego las echaba en la olla, lo que enfadaba a su madre. Así fue como aprendió a cocinar.
«Son los efectos del decubitus», me dice el médico. Esa posición, tumbada, complica todo en su cuerpo. Mi madre nos llama. Creo entender que es una llamada de socorro. No, está preocupada por la cena. «¿Está la cacerola en el fuego?». Eso es lo que quiere decir. Mantener su estatus hasta el último momento, hasta el final.
Keltum nos traduce sus amagos de frases. Más que oír lo que intenta decir mi madre, lo adivina.
Le he dado de comer. Mi madre, mi hija. Un sorbito de leche y algo de queso. Una niña pequeña comiendo, con los ojos cerrados, y mi mano tiembla de emoción. Los ojos se me llenan de lágrimas y renuncio a seguir. Keltum toma el relevo y le da de comer como de costumbre. Salgo del cuarto y me seco las lágrimas pensando no en mi madre sino en mis hijos. No sé cómo llegué a esa asociación.
Tomar su mano, sentir sus huesos bajo la piel marchita, hablar con ella, contarle una historia y esperar una señal de sus párpados o de los labios que apenas mueve. Los recuerdos necesitan sol, luz y música. Es verano en la azotea de la casa del barrio del Marshán frente al mar. El viento de levante está agitado, pone nerviosa a mi madre, dice echar de menos la época en que vivía en Fez, en la medina, adonde el viento jamás se aventuraba. La observo y la recuerdo con su pañuelo atado a la cabeza. Le gustaba ver el mar y las olitas blancas que anunciaban la llegada inminente de ese viento conocido por enloquecer a las personas de carácter irascible. Unas voces se cruzan en esa luz equívoca del pasado, unas miradas se mezclan en busca de una paz sosegada. Mi madre siempre fue una persona serena. Nunca perdió totalmente esa capacidad de estar presente en el mundo con tranquilidad y elegancia. Esas cualidades siguen destacando en ella. Quizá su principal frustración la cause el sufrimiento que ahora se ceba en esa elegancia que siempre tuvo con naturalidad.
Sonríe, y luego cierra los ojos. No quiere verse reducida al estado de una niña enferma. Se va por las callejuelas de Fez y pasa toda la tarde en el mausoleo de Muley Idriss. Dice que es su antepasado, llegado de Arabia en el año 808 para fundar la ciudad de Fez. Habla con él y le cuenta sus preocupaciones, le pide que vele por la salud de su hijo enfermo y que ayude al otro hijo a aprobar los exámenes. «¡Muley Idriss!, santo de los santos, el hombre más cercano de Sidna Mohamed, nuestro Profeta, escucha mi oración, no te olvides de mí, haz que la enfermedad se aleje de nuestra casa y que tu luz nos abra el camino del Bien. ¡Muley Idriss!, patrono de la ciudad, hombre santo, haz de mensajero de mi confianza, de mi fe, haz que mi casa esté llena de tu luz, hazme una señal para que continúe teniendo salud y me ocupe de mis hijos, de mi marido que no tiene suerte, aleja de nosotros el mal de ojo, el ojo de los envidiosos, de los resentidos, el ojo malo de los que hacen pactos con Satán, yo no sé responder al mal que me hacen, sólo se rezar, sólo conozco el camino que me lleva a ti».
No necesita intermediarios. El vínculo es estrecho. Lo lleva dentro, como su madre y su abuela. Los jueves pedía permiso a mi padre para ir a Muley Idriss. Iba a visitar el santuario con su prima, su mejor amiga, llevaba algo de dinero que deslizaba discretamente en la ranura de la caja de limosnas a la entrada. Daba lo que podía y no hablaba nunca de ello. Al regresar a casa, se sentía feliz, risueña y tranquilizada. La visita al santo era su libertad. Al rezar por la noche la oíamos recordar a Muley Idriss todo lo que le había pedido. Mi padre no hacía ningún comentario pero esbozaba una sonrisa burlona.
Keltum está enfadada. Llora a menudo. En la casa se nota cada vez más el abandono. Vuelvo a pensar en lo que me decía mi madre: pintar las paredes, preparar el salón para el funeral. El primo que ha prometido el sudario me ha telefoneado. Opina que Keltum se aprovecha de la situación. «Tu madre es una gran señora, merece un final digno y noble. Pero Keltum es una mujer ignorante, una mujer de la cábila que quiere hacerse la indispensable. Tu madre tiene que volver a su dormitorio y a su cama, en lugar de estar en el cuarto de la televisión para complacer a las dos mujeres que la cuidan. Ya sé que su estado es delicado como para que la trasladen de aquí para allá, pero conozco a dos buenos enfermeros, Layachi y Lamrani, que la podrían llevar a su cuarto sin hacerle daño, y qué esas dos se fastidien sin el culebrón egipcio o brasileño. Es tu madre, tienes el deber de velar por su comodidad. Sabes que aunque no hable, aunque ya no tenga fuerzas para expresarse, es consciente de lo que no va bien. Habla con ella, aunque parezca que no te escucha. Al contrario, te escucha y le gusta todo lo que le dices. El oído sigue viviendo. No hay que fiarse de las apariencias. Bueno, mañana vienes conmigo al cementerio. Larussi tiene reservadas algunas parcelas. Hablaré con él. No es correcto enterrar a una gran señora en el borde de un camino del cementerio, aunque esté junto a su marido. Y el sudario es cosa mía, no lo olvides. Hasta mañana».
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Insomnio. El rostro de mi madre ocupa todo el espacio. Está posando para Zailachi, el amigo fotógrafo. Se coloca bien el pañuelo en la cabeza, mira derecho al objetivo e intenta sonreír. Tiene cincuenta años. Fue entonces cuando empezó su enfermedad. Me observa. Estoy detrás de Zailachi. Me dice: «Mi madre tuvo lo mismo, desgraciadamente murió cuando yo estaba estudiando en Estados Unidos». Se lo cuenta a ella. Ella contesta con un deseo: «¡Que Dios me lleve mientras vivan mis hijos!». O bien: «¡Que Dios nos guarde de la separación!».
Estoy pensando en Roland que no entiende lo unido que estoy a mi madre. Me dice: «Los vínculos que me interesan son los de la ruptura y la polémica. Sin embargo, tú te pegas a tu madre como un loco de Dios a la santidad». Es cierto, pero qué importa. Quiero a mi madre por lo que es, por lo que me ha dado y porque ese amor es casi religioso. A menudo me pregunto: «¿Qué sería yo sin la bendición de mis padres?». La bendición no tiene nada que ver con la religión. Pero debemos respeto, asistencia y amor a los que nos han engendrado. No me avergüenzo de reivindicar esa bendición. Es una pasión, un hilo de seda tendido entre dos seres, un amor gratuito, sencillo, no requiere explicación.
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