Tahar Jelloun - Mi madre
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Ya no habla. Su mirada está vacía. ¿Qué hace el tiempo? No estoy seguro de que pase. La esquiva, como si ella ya no contase para nadie. El tiempo pasa por encima de ese cuerpo reducido a tan poquita cosa, lo ignora. Y ella sigue ahí, inmovilizada en los años cuarenta, fiel a sus fantasmas. Se quita el pañuelo de la cabeza. Keltum se lo arranca de las manos y se lo vuelve a colocar con malos modales. Le riñe. Ella, resignada, no responde.
Pide un espejo. Keltum duda. Mi madre insiste. Se ha contemplado en un espejito de bolsillo rajado en su mitad. Se echa a reír. «¿Quiénes son esas dos mujeres que me observan fijamente? Se parecen. Están locas, locas y viejas. Una se parece a Lal-la Buría, la madre de mi madre que murió hace cien años. ¿Qué viene a hacer aquí? Si está muerta, no tiene por qué estar aquí. La reconozco, es ella, la trataban como a una reina porque después de parir a mi madre sólo había tenido varones, cuatro chicos, todos guapos e inteligentes. La otra no sé quién es. Quizá es mi madre, pero ella no está muerta, almorzó con nosotros hace un rato. ¿Y esas canas grises tan feas? Se las tendría que haber cubierto con un pañuelo, de preferencia amarillo canario. Me gusta ese color. Le sienta bien a mi corazón. Toma, te devuelvo tu espejo roto. Tú lo has roto. Han roto todo en esta casa. Si pudieran, también me romperían a mí. Pero mi hijo vela por mí, y mi padre viene a verme dos veces al día. ¿Quién vive en ese espejo? ¿Ves lo que yo veo? ¡Qué extraño, se parece a Muley Ali, mi hermano! ¿Te das cuenta? Todo el mundo me decía que estaba muerto pero él nunca se había ido de nuestra casa, sólo había cambiado de domicilio, vino a casa a refugiarse, su mujer no lo entiende y le hace la vida imposible, mira ese espejo, ¡es lo bastante grande para ocultar a mi hermano menor! Él habla conmigo, ¿lo oyes?, dice que espera que llegue nuestro padre para salir de su escondrijo. Siempre he oído decir que un espejo no miente. Es cierto, ¡qué guapo es mi Muley Ali! ¡Ay, si su mujer lo viera, ella que convenció a todos de que había muerto! Mi hermano está vivo, tengo pruebas de ello. Ve a ver los otros espejos, la casa está llena de ellos, comprueba que tu padre, que sí está muerto y enterrado, no ha intentado esconderse detrás del espejo grande del corredor, el que compró al rabino de Tánger, decía que era un espejo que venía de lejos, de una ciudad sobre el agua en Europa. ¡Ay, esos espejos, cuántas sorpresas nos ocultan! Bueno, ya oigo los pasos de mi padre, veo que lleva a un niño de la mano, ¿quién es? Quizá es Abdelkrim, el que perdí cuando enfermó de unas fiebres muy altas. Era un niño muy guapo, tenía cuatro años cuando los ángeles vinieron a llevárselo. Se fue, ligero como un ángel. Pero ¿por qué lo trae de la mano mi padre? Vienen los dos del paraíso… A menos que los espejos… los espejos me jueguen malas pasadas, no estoy loca, veo a mi padre inclinándose hacia mí, intento besarle la mano, la retira, ¿no ves nada?, pero, hijo, abre bien los ojos, es tu abuelo, Muley Ahmed, el hombre que todo Fez adora y venera, nunca hizo daño a nadie, ni siquiera pensó mal de nadie… El espejo te lo confirmará. Pero ¿quién ha cogido mi muñeca? Es tan bonita mi muñeca fabricada con los trapos que ha dejado el costurero judío. Yo la dibujé en mi mente y Moshé, el judío, me dio la lana y los retales. Es verano, qué calor hace en Fez, Moshé no tiene calor con su chilaba negra. Trabaja sin descanso. Mi madre le ha dado huevos duros y tomates. No come nuestra comida, lo lamenta porque huele los aromas de la cocina y le dice que le hubiera gustado probarla, pero su religión se lo prohíbe. Ayer me trajo una torta hecha con harina blanca sin sal. La probé por curiosidad, no sabe a nada. Moshé es un buen colchonero. Siempre trabajó para nuestra familia.
»¿Mi muñeca? ¿Dónde está? Jugaba con ella a vestirla de novia. Mi hermana pequeña me la ha quitado. Tiene envidia, se cree más lista que yo, y me callo, aunque voy a consultarlo con el espejo, él no miente. Cuando me miro en él, veo otro mundo, gente extraña a mi alrededor, no sé dónde estoy. Creo que son las medicinas. Ellas provocan mi locura. Keltum se lo dijo el otro día al doctor. Pero yo no estoy chalada, estoy de viaje y paso temporadas en la ciudad de mi niñez, allí me encuentro con mis padres, mis objetos, mis perfumes. Por cierto, aborrezco el perfume de esa borrica de Keltum, no me oye, ha salido, así que puedo decir que es una borrica, esa mujer me asusta, ¿dónde estoy? Me da vueltas la cabeza, tengo ganas de dormir, no te vayas, quédate conmigo, dame la mano…».
Mi madre, pues, sólo tiene recuerdos. Ocupan toda su mente. Cuando llego, no reacciona. Mi madre se ha ido lentamente. Ya no habla de su funeral. Creo que es porque piensa que está muerta y enterrada. Ya está del otro lado. Me da pena y no digo nada.
33
«La lengua ha caído»; a mi madre le cuesta articular. No entiendo lo que dice. Capto una palabra y adivino las demás. Su rostro tiene una palidez extraña. Los ojos abiertos observan el techo. El médico le ha quitado la dentadura postiza. La boca es un agujero que se ha tragado el labio inferior. Tiene las manos muy delgadas. Está tumbada boca arriba y no se mueve. En cuanto se la toca, grita tímidamente. Ausencia o sueño. Por intermitencia. Se ausenta y ronca. Hay que controlarle la glucemia, la fiebre, el sudor. Limpiarle los ojos vidriosos.
Me siento a su lado y le cojo la mano. Quiere ver a sus hijos. Estamos todos aquí. Sólo falta Turía, que se ha ido a La Meca.
Su médico, al que reconoce sin equivocarse nunca, viene a verla mañana y noche. Ahora soy yo quien habla con ella, le cuento mi juventud: «Has adelgazado, ¿te acuerdas de cuando gozabas de buena salud, lo guapa y vivaracha que eras? Corrías detrás de mí para castigarme porque había cometido alguna travesura. ¿Te acuerdas de nuestra casa de Fez, la última casa que construyó mi padre? Era grande y no tenía comodidades». En invierno, nos helábamos de frío, dormíamos bajo unas mantas pesadas, el suelo estaba cubierto de cemento, mi padre no tenía dinero para comprar azulejos, en cambio la casa de mi tía estaba llena de mármol importado de Italia. Para nosotros eso era el lujo supremo. Ya desde pequeño descubrí que había un montón de pobres, y de ricos, aunque el marido de mi tía era rico porque trabajaba mucho, yo le tenía aprecio, era discreto y amable, siempre me deslizaba un billete en la mano, me sonreía y yo no debía contárselo a mi padre, se habría enfadado, pero yo daba ese dinero a mi madre, que se ponía contenta; un día me pidió que la acompañase a la medina, al zoco Dhab, el mercado del oro, sacó un pañuelo, deshizo el nudo que había atado, me mostró la pequeña suma de dinero que había dentro y me dijo: «Es tu dinero, lo he ahorrado, ahora me vas a hacer un regalo con él». ¡Un regalo! Nadie le había regalado nunca nada. Nada. Ni siquiera un ramo de flores o una caja de bombones. Mi madre se sentía orgullosa y contenta de que su hijo le ofreciese su primer regalo. Conté el dinero y pregunté al joyero: «¿Qué me das por este dinero?». Contó los billetes y dijo a mi madre: «Con esto puedes comprar una pulsera, elige la que quieras, no, la gruesa, no, elige una de las finas, además las gruesas ya no están de moda». Mi madre estuvo dudando un buen rato y por fin se decidió. Me lo dio y esperó a que yo se lo ofreciese. Yo estaba emocionado, ella también. «¿Recuerdas? Nunca olvidé esa historia de la pulsera; mucho tiempo después, te regalé tu primer cinturón de oro, me acuerdo del comentario de mi tía, que consideró que era menos bonito que el suyo, pero los tiempos habían cambiado, tú respondiste diciendo que a ti no te gustaban las alhajas pesadas y caras, pero que lo habías aceptado por complacer a tu hijo. Te lo pusiste poco y un día decidiste regalárselo a mi mujer». Mi madre esboza una sonrisa, luego gime. Sonreír le duele. Le aprieto la mano. Hace un esfuerzo para apretarme la mía. Al cabo de una hora pasada junto a ella, me acostumbro a su palidez y a su enorme cansancio. Cuando llegué el otro día, mi primera impresión fue brutal; lloré, tuve que cubrirme la cara con las manos.
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