Graham Joyce - Amigos nocturnos

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Graham Joyce lo ha vuelto a hacer. Nos brinda uno de esos libros que no sabes bien cómo, pero que no puedes dejar de leer, pues te engancha desde la primera página. Con una prosa engañosamente sencilla, aunque mucho más elaborada de lo que parece a simple vista y una estructura de capítulos cortos que invitan a ir avanzando con celeridad, Joyce te envuelve en su particular universo de manera eficaz.
En esta ocasión, el protagonista es un chico -Sam Southall- y sus amigos de pandilla que viven en Coventry, escenario habitual del autor. Lo que inicialmente parece un simple relato de aventurillas juveniles, empieza a adquirir rápidamente tintes un tanto oscuros (el incidente del lucio, la masacre de los padres de uno de los protagonistas) y sobre todo, la aparición del primer y único elemento fantástico de la narración: una especie de duende perverso que sólo puede ser visto por el protagonista.
Es evidente que el libro admite varias lecturas. Una más superficial que nos presentaría las aventuras y desventuras de un joven acosado por un personaje sobrenatural que destruye todo lo que tiene cerca y que no deja de fastidiar terriblemente a la única persona que, en condiciones normales puede verlo.
Pero esa sería una lectura demasiado superficial. Es evidente que las intenciones del autor son otras. La narración es una alegoría del paso de la infancia a la madurez a través de una problemática adolescencia, con los clásicos miedos y temores que comporta, la explosión de sentimientos, la confusión, la necesidad de rebelarse contra lo establecido y el descubrimiento del sexo.
La novela, que en otras manos podría haberse convertido en una novela de terror, no produce miedo en ningún momento, como mucho una cierta inquietud ante lo desconocido. Especialmente ante los capítulos en que otras personas pueden percibir en cierta manera al duende, cuya naturaleza no queda clara en ningún momento, cosa que potencia el elemento mistérico de la narración.
En definitiva, otra excelente novela de Joyce que nos tiene malacostumbrados a estas pequeñas joyas que de tanto en cuanto los editores nos ofrecen traducidas. Espero que dicha tendencia se mantenga en el futuro y podamos disfrutar de más obras de este peculiar autor.

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– ¿Me lo prometes? -insistió Linda.

– Claro -dijo Terry-. Sí.

Entonces Linda besó a los dos antes de acercarse a Derek. Un abrazo final a Dot y subió al coche. Todo el mundo decía adiós con la mano, todos gritaban, todos lanzaban besos. Linda se había ido.

Los adultos se marcharon, excepto Derek, con las manos en los bolsillos, contemplando la carretera por la que ella se había ido.

– Volverá -dijo Alice con ánimo.

– No es que no la vayas a ver nunca más -añadió Terry.

Derek alzó la mirada. Había malicia en sus ojos.

– ¿Qué sabréis vosotros? -espetó con amargura-. No sabéis nada. Sois tan solo unos críos. Para vosotros solo soy el novio de Linda, alguien a quien intentar incordiar. Pero ella se ha ido, y ya está. No puedo competir allí donde se ha marchado. Estoy fuera. No puedo competir.

Se metió en el Mini y cerró de un portazo. El motor rugió enfurecido y los neumáticos chirriaron al rodar por el asfalto. Derek aceleró y se alejó de ellos muy deprisa.

34. Tu blues

– Muchacho, hay algo que tienes que entender -decía Skelton-. No tienes esa clase de poder. No lo tienes. Yo no lo tengo. Nadie lo tiene.

Skelton intentaba, y no por vez primera, aliviar a Sam de la culpa que sentía por el asunto de la mano de Terry. No era su primera cita con Skelton desde el accidente con la bomba casera. De hecho, en la vida de Sam se había establecido un patrón regular. Sam tenía una cita anual con el psiquiatra. Skelton había determinado que no era necesario tener reuniones con más frecuencia.

– Tan solo queremos medirte el cráneo -bromeó- y así todo el mundo estará contento.

Sin embargo, cualquier incidente en la vida de Sam, desde que lo pillaran fumando a estar envuelto en la construcción de bombas, resultaba, gracias a la insistencia de Connie, en una cita adicional.

Sam había explicado todo el asunto de la mano malvada y de la promesa de la duende de retribución.

– ¡Coincidencia! -siseó Skelton-. Aunque sí puedo asegurar alegremente que puede ser que tuvieses alguna intuición especial de lo que ocurrió antes del suceso. Lo cual quiere decir que sabías que había peligro. Sabías cómo se hacían esos malditos y estúpidos cacharros. Por lo que sé se sostienen con una mano y se golpea el extremo con la otra. Sabías todo esto. Lo previste. Tan solo es la acción de la inteligencia. ¡No eres responsable!

– ¿Y qué hay de cuando el padre de Terry se disparó después de matar a su familia?

– Quizá viste algo allí también. Fuiste capaz de presentir un peligro hacia tu amigo, algo en el comportamiento de su padre que era profundamente desconcertante. Querías sacarlo de allí. La mente es un instrumento de medición increíble, Sam. Sabe más de lo que piensas. Sabe más de lo que debería.

– ¿Cómo sabe todo eso?

– Forma parte de mi trabajo.

– La duende dijo que Terry me debía su vida de todas formas.

– ¿Y por lo tanto se podía permitir coger una mano?

– Sí. Eso es lo que la duende me contó.

– ¡Que se joda la duende! -gritó Skelton cuando se le agotó la paciencia-. ¡Por qué no coges a esa duende y le echas un buen polvo!

– Ya lo hago. A veces.

– Sí, sí, sí. Ya sé que lo haces. Me lo has dicho. Simplemente me quedo sin ideas.

Skelton era brutalmente honesto con Sam en cuanto a lo limitado de sus habilidades para tratar su problema. Para el psiquiatra, Sam era un caso único. Skelton se había encontrado con una multitud de pacientes infantiles y adultos con peligrosos amigos imaginarios, pero por su experiencia, estas entidades o desaparecían un día y nunca volvían o se desarrollaban hasta presentar los clásicos síntomas de la paranoia, la esquizofrenia, u otra condición ilusoria retroalimentadora. Sam parecía operar de manera totalmente normal excepto por aquella única convicción. Como había informado Skelton hacía tiempo, nunca había sido un peligro para sí mismo ni para los demás. Hasta entonces.

– Y ¿qué hay de esa maravillosa… Alice? ¿Es Alice? Estoy seguro que cuando te tumbes en la hierba con esa Alice tan maravillosa, no verás de nuevo a la duende.

– ¿Cómo lo sabe?

– ¿Cómo lo sé? ¡Me pagan por saberlo! ¡Forma parte de mi trabajo! Y no me importa decirte que estoy decepcionado con tus progresos. Tienes que intentarlo, hijo. Intentarlo. ¿Sabes cuál es el secreto del éxito en lo que a las mujeres se refiere? Intentarlo. Puede que recibas un guantazo. Puede que en alguna ocasión sufras una buena reprimenda o alguna humillación fulminante. Pero si quieres que la cesta se llene de manzanas, tendrás que colocarla bajo el árbol. ¿Entiendes? ¡Tienes que intentarlo!

– Ahora es más imposible que nunca.

– ¿Por qué? Dime por qué.

Skelton estaba al borde de las lágrimas debido a la frustración.

– Porque de eso iba todo esto. De mí y de Terry. Los dos queremos a Alice. Por eso salió volando la mano de Terry.

– ¡Y por eso te he dicho que no tienes tales poderes! -gritó el psiquiatra-. ¡Dios santo, dame paciencia!

– En la tele -dijo Sam mientras se subía las gafas- a los psiquiatras no se les va tanto la cabeza como a usted.

Skelton enseñó sus dientes manchados de nicotina.

– Voy a ir a tu casa con un ladrillo y lo voy a reventar contra el televisor. Ahora vete. Pide otra cita con la señorita Marsh cuando salgas. No hagas más bombas. Que tengas un buen año.

– ¿Hay noticias sobre el Interceptor? -dijo Sam al levantarse de la silla.

– ¿Qué? Ah, no, no hay nada de lo que informar. A todo el mundo que se lo he mencionado le parece una buena idea pero demasiado descabellada. Aún lo estoy intentando.

– Bueno, no quiero que lo patenten a mi nombre. Quiero que lo hagan a nombre del padre de Terry. Él lo inventó.

– Ya lo sabía.

– ¿Cómo? ¿Cómo lo sabía?

– Sal de aquí -dijo Skelton.

Sam pasó mucho tiempo caminando por el bosque, intentando aclararse con todo aquello. Sabía que debía evitar el lugar donde el cadáver de Tooley se hallaba en descomposición. Sin embargo, la extraordinaria y radiante presencia de la flor carroñera lo atraía como un faro. A veces se quedaba a una distancia de veinte metros, observando la planta desde detrás de un árbol. En ocasiones se acercaba, la rodeaba, prestando atención a la base del tronco hueco del que crecía. Se preguntaba qué parte en concreto del cadáver de Tooley rodeaba sus raíces, si el cerebro o las tripas.

Un día Sam se sintió extrañamente vigorizado. Se detuvo cerca de la planta, inspeccionando las hojas púrpura y el estambre blanco. Pareció haber alcanzado cierta madurez y, Sam creyó, estaba preparada para sufrir una transformación espectacular. El grueso estambre estaba a punto de explotar. El aire que lo rodeaba vibraba.

Sam experimentó una puñalada de impaciencia, casi como si la estuviera asestando la propia planta. Se sintió motivado a ayudar a la naturaleza. Con un palo escarbó entre el mantillo de hojas en la base de la planta hasta descubrir el hongo amarillo, venenoso y acolchado que había debajo. Se había hinchado de manera considerable desde la última vez que estuvo allí y había crecido hasta el tamaño de un pequeño cráneo. Sam lo tocó con el palo. El tumoroso saco blanco respondió a la presión con un resoplido de aire y se hinchó de manera visible. Sam dejó caer el palo por la sorpresa y dio un paso atrás. Hubo un segundo suspiro tísico de aire antes de que el saco venenoso se hinchara aun más. Los cortos chorros de aire comenzaron a acelerarse, y lentamente el hongo se puso como un balón de fútbol inflado con una bomba de bicicleta. La bola siguió resoplando e hinchándose con velocidad creciente, hasta que comenzó a formar un rostro identificable. El de Tooley. Estaba amarillento, ictérico y corrupto, las mejillas estaban llenas de horribles cicatrices, y los ojos acuosos por el odio.

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