– ¿Qué está pasando en Madrid? -preguntó Amelia con angustia.
– Madrid resiste, y una parte de La Mancha y Valencia aún está en manos republicanas, pero no sé por cuánto tiempo, no creo que puedan resistir mucho más -respondió Josep.
– Ya sé… ya sé que es difícil que sepas algo, pero ¿tienes alguna noticia de mi familia? ¿Habéis visto a Edurne o a mi prima Laura?
– No, Amelia, no sé nada de ellas, nosotros hemos pasado buena parte de la guerra en Barcelona.
– ¿Y ahora qué piensa hacer? -preguntó Albert James a Josep.
– No lo sé, por lo pronto vivir. ¿Qué cree que va a hacer Franco con los comunistas?
Ni Albert James ni Amelia respondieron. Josep no necesitaba una respuesta; sabía mejor que nadie lo que les esperaba a sus camaradas.
– Puede que me apunte a la Legión Extranjera, me han dicho que es la única manera de librarse de ir a uno de esos malditos campos de internamiento -confesó Josep.
– Pero ¿y Pablo? Es un niño…, él… -Amelia no apartaba los ojos de mí.
Josep se encogió de hombros.
– Tendría que estar con Lola, es su madre, pero las cosas son como son, ya nos apañaremos.
Amelia convenció a Albert James de que nos ayudara a Josep y a mí; quería intentar que los franceses nos permitieran trasladarnos a París y evitar así el internamiento en los campos. No era fácil, porque si algo querían impedir los prefectos de la zona era precisamente que los refugiados pudieran llegar a otros lugares y sobre todo a París, pero Amelia demostró una vez más su talento para hacer frente a situaciones imposibles. Había plantado cara a los soviéticos en Moscú logrando la liberación de Pierre, y ahora estaba dispuesta a rescatar a sus amigos.
El hotel en el que estaban instalados pertenecía a un matrimonio con dos hijos, el mayor de los cuales trabajaba transportando frutas y verduras con un pequeño camión. Amelia le pidió que nos ocultara entre las cajas de hortalizas y nos trasladara a París. Ella nos acompañaría por si había algún problema. Naturalmente le ofreció una suma considerable de dinero, todo el que había ido ahorrando. El joven dudó, pero al final decidió aceptar.
Albert James no tuvo manera de convencerla de que aquello era una locura y de que si nos detenían, a pesar de que ella tenía la documentación en regla, no dejaba de ser extranjera -española, en ese momento lo peor que se podía ser en Francia- y podía terminar en un campo de refugiados.
Pero tuvo éxito y llegamos a París sin contratiempos. Amelia no dudó en llevarnos a casa de los Dupont.
Danielle no supo qué hacer cuando al abrir la puerta se encontró a Amelia con un niño agarrado de la mano y a Albert James y un desconocido flanqueándola. Invitó a pasar a aquel extraño grupo, a cuyos integrantes miró con cierta aprensión.
La familia estaba cenando en aquel momento, y la sorpresa de André Dupont y Víctor fue mayor si cabe.
– Permitidme que os explique -dijo Amelia, decidida a salvar la situación-. Josep es un viejo amigo, un camarada, y éste es su hijo Pablo. Han podido escapar de España. Franco tiene ganada la guerra y yo… yo quiero ayudarles.
Albert James le explicó a André Dupont los pormenores del viaje desde el sur de Francia hasta París y les pidió que nos acomodaran hasta que pudieran buscarnos un lugar donde vivir. Él mismo se comprometió a intentar arreglar la documentación necesaria para que pudiéramos vivir en la capital.
André Dupont se quedó en silencio. No sabía qué responder, ni cómo sortear el compromiso en que Amelia y James le habían puesto a él y a su familia. Por fin tomó una decisión.
– De acuerdo, pueden quedarse por un tiempo, pero no es una buena solución.
Amelia suspiró aliviada y Albert James, discretamente, hizo un gesto a Danielle y le entregó un sobre.
– Es para ayudar a la manutención de los amigos de Amelia -le susurró al oído.
– No… no hace falta -respondió ella un tanto azorada.
– Claro que sí, no podéis asumir una carga así -dijo James, dando por zanjada la cuestión.
Josep tuvo que dormir en el sofá y Victor ceder parte de su habitación a aquel español, adolescente como él, que acababa de irrumpir en su casa.
Según pasaban los días, Josep seguía insistiendo en que su única salida era apuntarse a la Legión Extranjera. El único problema era yo; no sabía qué hacer conmigo. El 9 de febrero de 1939 Franco promulgó la Ley de Responsabilidades Políticas, que era el preámbulo de las purgas y persecución a la que ya eran sometidos los perdedores.
Pero para todos nosotros supuso un golpe peor que Francia y Gran Bretaña decidieran reconocer al Gobierno de Franco instalado en Burgos. En esas fechas, finales de febrero, Albert James anunció a Amelia que tenían que viajar a México. Hacía tiempo que había pedido una entrevista con León Trotski y por fin el político ruso había aceptado. En aquel entonces vivía en México, que fue la última parada de un largo exilio que comenzó en Kazajistán, siguió por Turquía, Francia, Noruega y acabó recalando allí.
Yo solía acompañar a Amelia a la oficina de James, y allí me quedaba muy quieto leyendo en un rincón para no molestar. Mi padre salía temprano en busca de trabajo para lograr con qué mantenernos, y gracias a la ayuda de algunos camaradas franceses de vez en cuando conseguía alguna chapuza. Un día, fui testigo de una discusión entre Amelia y Albert James.
James estaba encerrado en su despacho escribiendo cuando recibió una llamada en la que le anunciaban la fecha en que Trotski le recibiría para la entrevista. Sería diez días después y tenía que responder de inmediato sí estaba dispuesto a viajar a México. Naturalmente, no lo dudó.
– Amelia, nos vamos a México -dijo saliendo del despacho.
– ¿A México? ¿Y por qué tienes que ir allí? -preguntó Amelia.
– He dicho que nos vamos, tú y yo. Me acaban de llamar y Trotski acepta recibirme. No sabes lo que he tenido que mover para conseguir la entrevista. En diez días tenemos que estar allí.
– Pero yo no puedo irme, y, además… bueno, no creo que allí vaya a serte útil.
– Te equivocas, precisamente en México es donde más te voy a necesitar. Serás mi intérprete, como cuando fuimos a la frontera con España.
– Pero Trotski habla francés…
– Sí, pero yo no hablo español y en México se habla español. No sólo voy a hablar con Trotski, espero poder hacerlo con la gente que le ha dado cobijo allí y también con sus enemigos del Partido Comunista.
Discutieron un buen rato. Amelia no quería dejarnos solos a Josep y a mí, pero Albert James se mostró inflexible y le recordó que aquel viaje era parte del trabajo.
Amelia le contó a Danielle que debía irse, y que por lo menos tardaría un mes en regresar. Sabía que ponía a los Dupont en un compromiso dejándonos a su cuidado, pero no tenía otro remedio ya que no podía permitirse perder el trabajo con James. A André Dupont no le gustó nada la noticia, pero al fin aceptó la propuesta de Amelia. En cuanto ella regresara, dijo, nos buscaría una solución, o mejor dicho se haría cargo de mí con todas las consecuencias, puesto que Josep iba a solicitar el ingreso en la Legión Extranjera.»
El profesor Soler dio por terminada la charla de repente y tengo que reconocer que esto me molestó.
– Mi querido Guillermo, tendrá usted que ir a México, yo desconozco lo que sucedió allí -sentenció, ante mi sorpresa.
– Pero profesor, ¿qué más da? Cuénteme qué sucedió cuando Amelia y James regresaron de México. Total: debieron de ir, hacer la entrevista y ya está.
– ¡Ah, no! Eso sí que no. Las señoras Garayoa le han contratado para que investigue usted, quieren saber lo más detalladamente posible todo lo referente a la vida de Amelia, y le aseguro que la investigación histórica no es un trabajo fácil, a veces incluso es ingrato.
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