Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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– Pero…

– No hay «peros», Guillermo, usted tiene que llenar todas las lagunas. No sabemos lo que sucedió realmente en México, pero convendrá conmigo en que entrevistar a Trotski tuvo su importancia.

– De acuerdo, iré, pero ¿por qué no me cuenta qué sucedió cuando Amelia regresó? Luego, a la hora de escribir, ya ordenaré correlativamente los hechos.

– No, no, tiene que ir paso a paso, hágame caso. Doña Laura me ha pedido que le guíe y eso estoy haciendo. En mi opinión debe ir a México.

Me resigné a seguir su consejo, aunque el viaje me parecía que sería una pérdida de tiempo. En realidad no se me ocurría cómo buscar una pista sobre Amelia en la capital azteca. Pero la suerte estaba de mi lado, porque me telefoneó Pepe, el redactor jefe del periódico, para anunciarme que me enviaba unos cuantos libros a casa para que los fuera leyendo y le mandara las críticas cuanto antes.

– Oye, ¿tú no fuiste trotskista? -le pregunté.

– Sí, ¿a qué viene eso? -me respondió mosqueado.

– Trotski vivió en México, ¿no es así?

– Sí, allí le asesinaron.

– ¿Crees que aún hay trotskistas en México?

– ¡Pero a qué viene esta bobada! ¿A ti qué te importa si quedan trotskistas en México?

– Necesito que me busques un contacto con algún trotskista mexicano.

– ¡Tú estás pirado! Hace veinte años que dejé todo ese rollo.

– Bueno, pero seguro que sabes de alguien que me pueda ayudar. Busco un trotskista en México, no un marciano en la Gran Vía.

– ¿Me puedes decir para qué? No sé en qué andas metido, pero me estoy mosqueando…

– Te estoy pidiendo ayuda, no creo que te cueste tanto.

Discutimos un buen rato pero al final le convencí para que me echara una mano. Mientras organizaba el viaje al Distrito Federal esperé impaciente la llamada de Pepe, que al final llegó.

– He perdido toda la tarde para encontrar a alguien que conociera a algún camarada en México. Por fin he dado con un amigo que estuvo una temporada trabajando en la secretaría de relaciones internacionales de la Liga, y me ha dado el teléfono de un periodista mexicano que debe de tener más años que Matusalén. Llámale, pero a mí no me metas en tus líos, que no sé ni por qué te ayudo.

– Porque a pesar de ser un explotador tienes tu corazoncito.

– ¡Guillermo, no me vaciles que no estoy de humor!

– Eso es porque nuestro querido director te explota, aunque no tanto como a mí, al menos te paga mejor.

– ¡Oye, nada de discursos! Cuanto antes me envíes las críticas de los libros que te he mandado, mejor que mejor.

Y, en efecto, estaba de suerte, porque llamé al periodista mexicano y éste se mostró encantado de ayudarme no bien llegara a su país.

El viejo colega resultó ser de lo más eficaz, porque cuando lo llamé desde el hotel para decirle que había llegado ya me había preparado una cita.

– Mañana le recibirá don Tomás.

– ¿Ah, sí? Estupendo… y dígame, ¿quién es don Tomás?

– Un hombre sorprendente, es muy anciano, más que yo, este año cumple los cien.

– ¿Cien años?

– Sí, cien años, pero no se preocupe, tiene una memoria prodigiosa. Conoció a Trotski, a Diego Rivera, a Frida…

2

Tomás Jiménez resultó ser de verdad sorprendente. Con cerca de cien años, conservaba la mirada viva y una memoria extraordinaria. Vivía en Coyoacán con uno de sus hijos y su nuera, que me parecieron casi tan mayores como él. Me aseguró que tenía más de veinte nietos y una docena de bisnietos.

Había dedicado su vida a la pintura, y frecuentado a algunos amigos del grupo de Diego Rivera y Frida Kahlo, aunque no formó parte del círculo de amigos íntimos de la pareja.

La casa donde vivía don Tomás era una vieja casona solariega, con un patio interior que olía a jazmín y gozaba de la sombra de varios árboles frutales. La verdad es que quedé prendado de Coyoacán, un oasis de belleza en medio del caos de la capital mexicana.

Doña Raquel, la nuera de don Tomás, me avisó de que no debía cansarle.

– Mi suegro tiene buena salud, pero tampoco está para muchos trotes, de manera que confío en su buen juicio -me advirtió.

– De manera que es usted bisnieto de Amelia Garayoa. Guapa mujer, sí señor, muy guapa -me dijo don Tomás al verme.

– ¿La conoció usted?

– Sí, por casualidad. Ella llegó a México en marzo de 1939 con un periodista gringo. Por aquel entonces yo era un trotskista que procuraba estar al tanto de cuanto sucedía alrededor de mi líder.

– ¿Trató usted a Trotski?

– Un poco. Tenía miedo, Stalin había intentado matarle unas cuantas veces y desconfiaba de todos. Llegar hasta él no era fácil, y eso que aquí tenía muchos partidarios, yo entre ellos. Tiene usted que visitar la Casa Azul.

– ¿ La Casa Azul?

– Sí, allí vivió Trotski con su mujer, Natalia. La casa era de Frida Kahlo, ahora es un museo. Cuando su bisabuela y el periodista llegaron a México, las cosas no iban bien entre Trotski, Diego Rivera y Frida. Diego era un genio y tenía un carácter endiablado. Actuaba por impulsos y tan pronto se declaraba un trotskista convencido como discutía abiertamente con Trotski. Se enfadaron porque Diego no apoyó a Lázaro Cárdenas, al que, claro, Trotski tenía mucho que agradecer. En realidad Trotski no confiaba demasiado en Diego, le admiraba como artista pero no le veía como un político. Se enfadaron y Trotski y Natalia dejaron la Casa Azul, pero se quedaron aquí en Coyoacán, en una vivienda que hoy se ha convertido en el Museo León Trotski.

– ¿Cómo conoció a Amelia Garayoa?

Don Tomás se tomó su tiempo antes de responder. Sacó un cigarro, lo encendió y aspiró el humo, después continuó su narración.

«En aquel mes de marzo de 1939 unos amigos galeristas me invitaron a participar en una exposición colectiva. Como puede imaginar para mí era muy importante. A la inauguración vinieron muchos amigos, camaradas trotskistas sobre todo, y uno de ellos lo hizo acompañado de Amelia Garayoa y el periodista norteamericano Albert James. Este amigo mío, Orlando, que es mi compadre, también era periodista y dirigente del partido; formaba parte del círculo de Trotski y al parecer había sido el intermediario de James para conseguirle la entrevista.

Verá usted, a su bisabuela era imposible no verla porque era bellísima. Parecía muy frágil, casi etérea; despertó de inmediato mi curiosidad y la de mis «cuates», y eso que en este país no tenemos predilección por las mujeres flacas, pero ella parecía especial. También le diré por qué no la he olvidado y es porque tuvo el valor de reconocer que en mi pintura no había nada genial. Se puede imaginar que aquel día yo sólo recibía parabienes y elogios nada sinceros, pero su bisabuela no tuvo el menor empacho en decirme la verdad. Mi amigo Orlando nos presentó pero omitió decir que yo era el autor de aquellos cuadros que no dejaba de alabar. A mí me pareció que Amelia torcía el gesto y miraba con indiferencia las pinturas.

– ¿No le gustan los cuadros? -le pregunté.

– Creo que el pintor domina la técnica del retrato, pero le falta «alma»; no, no creo que sea un genio.

Nos quedamos todos callados sin saber qué decir. Albert James miró molesto a Amelia, y el bueno de Orlando se quedó igual de desconcertado que yo.

– ¡Ah, las mujeres! Ahora opinan de todo. Pues mire chiquita, Tomás es uno de los mejores aunque usted no entienda mucho de pintura -le recriminó mi compadre.

– No soy una experta en pintura, pero reconocerá conmigo que todos somos capaces de saber cuándo estamos ante una obra maestra y genial. Sin duda estos cuadros no están mal, pero no son nada especial -insistió Amelia, que parecía seguir sin enterarse de que yo era el autor de las pinturas.

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