Yo quedé molesto con los comentarios de la española, así que los dejé plantados y me fui a seguir escuchando alabanzas de mis otros invitados. ¡Era mi día!, y ella me lo acababa de fastidiar.
La volví a ver tres días más tarde, en casa de mi compadre Orlando, que había organizado una cena a la que nos dijo que acudiría Trotski. Yo fui deseoso de poder hablar con Trotski, pero al final no acudió. Ya le he dicho que vivía obsesionado con la seguridad porque Stalin había intentado matarle en más de una ocasión, y como sabe al final lo consiguió.
Albert James estaba eufórico. Había conseguido la entrevista con Trotski mucho antes de lo previsto.
– Pensaba que me iban a tener varios días esperando, pero ha sido llegar y hacerla. Es un personaje muy interesante, lástima que siga empeñado en defender los excesos de la revolución -dijo James.
– ¿Excesos? ¿Cree que es posible derrocar un régimen sin sangre? ¿Quiere decirme cómo se libraron los norteamericanos de la Corona británica? ¿Y qué tuvo que hacer su admirado Lincoln para acabar con la esclavitud? Mi querido amigo, sin derramar sangre la historia no avanza -dije yo convencido y jaleado por mi compadre Orlando.
– En Rusia no hubo más remedio que acabar con los zaristas y con todos los elementos contrarrevolucionarios, de lo contrario habría sido imposible que los trabajadores se hicieran con el país.
– El problema no es la revolución, sino que el camarada Stalin no quiere compartir el poder con nadie. Ha ido desterrando de su lado a los viejos camaradas bolcheviques -añadió Orlando.
Además del gringo, Amelia era la única que conocía bien la Unión Soviética, y ¿sabe?, fue mucho después cuando pensé en lo prudente que fue en sus apreciaciones. Por más que le preguntamos cómo se vivía en Moscú, Amelia no hizo ninguna crítica ni dijo nada que pudiera darnos una sola pista sobre la realidad. Nos describió Moscú como si lo hiciera para una guía turística pero poco más.
Le pregunté qué le había parecido Trotski, puesto que había acompañado a Albert James a la entrevista.
– Creo que está sufriendo mucho. No debe de ser fácil vivir en el exilio sin saber en qué momento van a intentar asesinarte. Eso le hace ser profundamente precavido, desconfiado; pero claro, tiene razón para serlo. Me ha impresionado más su esposa Natalia.
– ¿Sí? Pues yo no la encuentro nada especial -respondí, asombrado de que le hubiera llamado la atención la esposa de Trotski.
– Supongo que a simple vista Natalia no parece una mujer especial, pero lo es; ha seguido fielmente a su marido al exilio, le cuida, le mima, le protege, le perdona -afirmó Amelia.
– ¡Ah, ya le han contado chismes sobre Trotski! -exclamó Orlando-. No se crea que es un mujeriego, aunque pueda haber tenido alguna aventura como cualquier hombre.
– A mí me parece que vivir con un hombre como él y en estas circunstancias es un acto de heroicidad -sentenció Amelia.
Ya sabe que se dijo que Trotski y Frida Kahlo mantuvieron un romance. Algo sin importancia para ambos, puesto que para Frida no existía nadie más que Diego y seguramente Trotski necesitaba a Natalia. Pero las mujeres no comprenden a los hombres y les juzgan muy alegremente. Frida era muy especial y Trotski, un hombre que no tenía por qué resistirse a una mujer así, ¿no cree?
Amelia y Albert James se quedaron unos días más en México. El periodista quería conocer algo de la política mexicana, e incluso consiguió una entrevista con el presidente Lázaro Cárdenas, pero además entró en contacto con españoles que habían llegado meses atrás. Precisamente fui yo quien les puse en contacto con algunos de estos exiliados, entre ellos con mi amigo José María.
José María Olazaga era vasco, y había escapado a través de la frontera con Francia poco después de que las tropas de Franco derrotaran a las fuerzas republicanas y de que cayeran en sus manos Asturias, Santander y el País Vasco.
Llegó a México en compañía de su mujer y su hijo, además de un joven que hacía las veces de secretario. Eran nacionalistas del PNV, no habían ocupado puestos importantes en ese partido pero ambos estaban significados.
Le propuse al norteamericano Albert James que se reuniera con José María, porque él podía contarle cómo se estaba organizando el exilio español en México. James aceptó de inmediato y yo lo acompañé a la cita con mi amigo que, como Trotski, también se había instalado en Coyoacán.
Hoy Coyoacán es un barrio más del Distrito Federal, pero entonces era una pequeña población a diez kilómetros del centro de la capital. Mi amigo había instalado una imprenta que funcionaba bien y que se había convertido en un lugar donde la gente del exilio imprimía su propaganda y sus carteles.
José María nos esperaba expectante, le habían dicho que al periodista norteamericano le acompañaba una española. No sabe usted el susto que nos llevamos cuando, nada más entrar en la casa de mi amigo, Amelia soltó un grito tremendo. Era un grito de sorpresa, de alegría. Junto a José María estaba un chico, su secretario, llamado Aitor. Amelia y él se conocían; según contaron después, la hermana de Aitor había sido la criada de Amelia.
– ¡Dios mío! ¡No puede ser! -gritó Amelia.
Se abrazaron y Amelia rompió en lágrimas, mientras que Aitor reprimía las suyas.
– ¡Pero qué haces aquí! Te hacía con tu madre en el caserío… -le dijo Amelia.
– Tuve que huir. Ayudé a don José María y a su familia a pasar la frontera. ¿Recuerdas que me pediste que te enseñara los caminos de pastores que pasan a Francia? Pudimos salir de allí de milagro. Una vez en Francia pensé en volver, pero…
– Pero yo le aconsejé que no lo hiciera -intervino José María-, era peligroso. La gente sabía que trabajaba con nosotros y corría peligro. Ya sabe usted lo que está pasando, llegan los falangistas a los pueblos y siempre hay alguien dispuesto a denunciar a algún vecino. Están matando a mucha gente, no crea que todas las bajas se producen en el frente.
– Y tú, ¿qué haces en México? Edurne nos contó… Bueno, sé que te fuiste a Francia -dijo Aitor, un tanto azorado.
– Sí. Supongo que te lo habrá contado todo.
Aitor bajó la cabeza y murmuró un «sí» que apenas escuchamos. Parecía avergonzado de saber lo que sabía y Amelia también se sintió incómoda.
– Mi hermana sigue con tu prima Laura -explicó Aitor-. Creo que estaban bien, aunque hace mucho que no sé de ellas.
– ¿Y tu madre, y tus abuelos? -se preocupó Amelia.
– Sé que continúan en el caserío. Los llevaron para interrogarles al cuartelillo de la Guardia Civil, pero los soltaron. Tú los conoces, sabes que nunca se habían metido en política.
– Dime lo último que sepas de mi familia…
– Lo están pasando mal. Tu marido… bueno, sí, tu marido está con las tropas republicanas, y hasta donde sé fue herido pero se recuperó y volvió al frente; ahora no sé qué ha sido de él. Tu padre y tu tío también estaban movilizados, las mujeres se quedaron en Madrid. Mi hermana quiso quedarse con tu prima Laura, además… Tú sabes que se hizo socialista o comunista…
– Sí, lo sé. ¿Sabes algo de mi hijo?
– Lo último que nos contó Edurne es que de vez en cuando acompaña a tu prima Laura a verlo cuando su ama, creo que se llama Águeda, lo saca a la calle. Tu marido no quiere saber nada de tu familia, pero parece que esa tal Águeda es una buena mujer y que a escondidas ha permitido que tus padres y tus tíos vieran a Javier. Como el niño ya habla y Águeda teme que se lo diga a su padre, han acordado que ella lo saca a pasear y ellos le ven de lejos, pero ya no se acercan porque saben que si tu marido se entera despedirá a la buena de Águeda.
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