Amelia contenía las lágrimas a duras penas. No hacía falta ser un lince para saberla humillada. La temblaba el labio inferior y tenía entrelazadas las manos con fuerza.
– ¿Vas a regresar a España? -preguntó Aitor.
– ¿Regresar? ¿Cómo? Es imposible, puede que me tengan fichada como comunista, no lo sé.
– ¿Eres del partido? -quiso saber José María.
– Bueno, soy del Partido Comunista Francés, en España nunca me hice ningún carnet.
– Entonces no estás fichada. Puede que te permitan regresar -respondió José María.
Creo que en ese momento aquella posibilidad se abrió pasó en la cabeza de Amelia.
– ¿Y tú? ¿Vas a quedarte a vivir en México?
Aitor calló, pero José María habló por él.
– Supongo que son personas de confianza, de manera que creo que podemos hablar con sinceridad. Por ahora es mejor que nos quedemos aquí; además, por lo que sabemos el Gobierno francés se está portando mal con los españoles, pero la gente de aquí no es así. Pensamos que deberíamos intentar ayudar a los de dentro, incluso ayudar a salir a los que quieran hacerlo ahora que Francia ha decidido cerrar la frontera. De eso hablamos ayer, porque Aitor conoce bien los pasos y aunque correría un gran riesgo a lo mejor es más útil en la frontera con España. Pero no hemos decidido nada. Primero tenemos que saber qué pasa exactamente y si de una vez termina esta maldita guerra.
– Los fascistas están ganando -aseguró Amelia.
Todos miramos a Albert James, esperando que fuera él quien corroborara lo que decía Amelia y nos informara de la situación real.
– Amelia tiene razón, la República ha perdido la guerra. Es cuestión de semanas que termine -sentenció el periodista.
– ¿Qué cree que va a pasar? -preguntó José María.
– No lo sé, pero es difícil pensar que Franco sea generoso con quienes han luchado por la República. Los que hayan sobrevivido en los dos bandos tendrán que enfrentarse a un país arrasado y librar otra batalla, esta vez contra la miseria y el hambre.
– ¿Y las potencias europeas? -preguntó Aitor.
– Nunca han considerado la guerra de España como su problema. Francia y el Reino Unido ya han reconocido el Gobierno de Burgos; Alemania e Italia son aliados de Franco. No, no se engañen: España está sola, lo ha estado durante la guerra y lo estará a partir de ahora. No constituye una prioridad para nadie -dijo James.
– Entonces quizá debamos cambiar de planes y que Aitor regrese cuanto antes. Tenemos amigos, nuestra gente en el otro lado de la muga, en Francia; allí no tendrá problemas, y podrá ayudar a pasar gente o acaso se organice alguna resistencia dentro… -reflexionó José María.
Nos habíamos quedado anonadados por la crudeza de la exposición de Albert James. No es que José María y Aitor fueran ingenuos, pero al fin y al cabo no podían dejar de tener un resquicio de esperanza de poder salvar a España de Franco, y salvarse ellos mismos.
Durante los siguientes días Amelia y Aitor compartieron todas las horas que pudieron. José María se llevó una sorpresa al escucharles hablar en vasco. Ninguno les entendíamos, tampoco él. El euskera entonces se hablaba en los caseríos y no era una lengua que los burgueses quisieran hablar, más bien al contrario, por eso resultaba extraño que Amelia lo hubiera aprendido.
– Veo que no se te ha olvidado -le dijo Aitor.
– La verdad es que no sabía que lo recordaba, hace tanto que no lo hablo…
– Mi madre decía que tenías don de lenguas.
– ¡Mi querida Amaya! Tu madre siempre fue tan buena y cariñosa conmigo…»
Tomás Jiménez cerró los ojos y me asusté pensando que le pudiera haber pasado algo. Pero enseguida los abrió.
– No se asuste, Guillermo, no se asuste, es que si cierro los ojos recuerdo mejor y puedo ver a Amelia y a mis amigos. Aitor y José María le dieron a Amelia varios números de teléfono y direcciones de compañeros del PNV que habían logrado refugiarse en Francia. Aitor le dijo a Amelia que si regresaba la buscaría. Supongo que lo hizo porque dos meses más tarde se marchó. José María se quedó en México y nunca más regresó a España. Desgraciadamente murió antes de que lo hiciera Franco.
Doña Raquel me despidió haciéndome prometer que regresaría a verles antes de dejar México.
No cumplí con mi promesa, estaba tan atrapado en la vida de mi bisabuela que sólo pensaba en escribir el relato y en que alguien prosiguiera con la historia. Telefoneé a Victor Dupont, no sabía si Pablo Soler y Charlotte continuaban en la capital francesa. Me confirmó que habían regresado ya a Barcelona. Estaba claro que el hilo conductor de mi historia seguía siendo el historiador, de manera que mi siguiente destino era España.
– Le invito mañana a almorzar, y así dispondremos de toda la tarde para hablar -me propuso Soler cuando lo llamé.
Acudí puntual a la cita con el profesor. Reconozco que me caía bien, y que cada vez que nos veíamos me sorprendía con alguna revelación. Durante el almuerzo le conté mi peripecia en México y él esperó a los postres para contarme lo que sucedió cuando Amelia y Albert James regresaron a París…
«Nos alegramos de volver a tener a Amelia entre nosotros. Danielle Dupont decía que se había acostumbrado a la «pequeña española» y que la casa parecía vacía sin ella. También el señor Dupont dijo que teníamos que celebrarlo. Creo que para Josep fue un alivio tenerla de nuevo, ella era su hada madrina, su protectora. Amelia quiso que la pusiéramos al corriente de lo que sucedía en España.
– En Madrid, el general Casado, apoyado por Julián Besteiro, se ha hecho con el control de la situación y ha puesto fin al Gobierno de Negrín. Parece que Casado está negociando con el Gobierno de Burgos para poner fin a la guerra y que la cosa es cuestión de días -relató Josep con un hilo de voz.
No fue cuestión de días, porque al día siguiente, 28 de marzo de 1939 las tropas de los nacionales entraron en Madrid. Para Amelia y Josep fue un mazazo. Aunque esperaban la noticia la verdad es que no estaban preparados para recibirla.
Lo peor fue cuando Albert James se presentó en casa el 1 de abril con un papel en la mano.
– Lo siento, acabo de conseguirlo: es el último parte de guerra.
– Léelo -pidió Amelia.
– «En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército rojo, las tropas nacionales han alcanzado sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado.» Lo firma el general Francisco Franco.
Amelia rompió a llorar y Josep tampoco pudo contener las lágrimas. Incluso la señora Dupont, Víctor y yo nos contagiamos. Sólo mi padre y Albert James fueron capaces de controlarse.
– Voy a ir a España -le dijo James a Amelia-. Pediré los permisos pertinentes para ir a Madrid.
– Iré contigo -respondió Amelia, secándose las lágrimas con el dorso de la mano.
– No creo que sea sensato, no sabemos lo que podría pasar -respondió Albert James.
– Si no voy contigo iré sola, pero iré, quiero ir a mi casa, quiero saber de los míos. Tengo un hijo, unos padres, un marido… -dijo entre sollozos.
– Veré qué puedo hacer.
Albert James se marchó prometiendo regresar más tarde con más noticias y mi padre salió también para ver a algunos de sus camaradas y recabar información.
Aquella noche cenamos todos en casa de los Dupont y estuvimos hablando hasta bien entrada la madrugada.
Josep dijo que no tenía otra opción que apuntarse a la Legión Extranjera; no quería volver a uno de los campos de refugiados donde se hacinaban miles de españoles huyendo de la guerra. Le pidió a Amelia que me llevara a España e intentara encontrar a Lola.
– Con su madre estará mejor.
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