Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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Mi madre quiso saber cuánto tiempo se quedaría, pero Amelia le dijo que aún no sabía qué iba a hacer.

– Señora Dupont, quiero regresar a España, pero no sé si eso será posible, y si no lo fuera tendré que buscar un trabajo.

– ¡Pero es imposible que vaya usted a España! -exclamó mi madre.

– El Gobierno legítimo de la República aún conserva Madrid, Cataluña, Valencia… pero no creo que se pueda ser optimista. En julio el general Rojo logró romper las posiciones de Franco en el Ebro, pero no ha podido mantenerlas. No creo que pueda llegar usted a España -intervino mi padre.

Amelia se encogió de hombros. Parecía resignada a hacer lo que fuera posible aunque sin desafiar a la suerte.

Aunque era muy reservada y rara vez sonreía, tenía mucha paciencia conmigo y también ayudaba a mi madre en las cosas de la casa. Ya sabe, fregar, planchar, coser…

Yo escuchaba las conversaciones de mis padres, las que mantenían con otros camaradas como Jean Deuville.

Jean le había contado a mis padres lo sucedido en Moscú. Para el aquello fue un shock tan grande que quebrantó su fe en el comunismo. No se atrevía a dejar el partido, pero en Moscú había perdido la virginidad ideológica, además de a Pierre, su mejor amigo.

Decirle a los padres de Pierre Comte que su hijo había muerto no resultó fácil ni para Amelia ni para Jean Deuville. Al día siguiente de llegar a París, Albert James, Jean y Amelia acudieron a casa de los padres de Pierre. Por lo que sé, la escena fue más o menos así:

Olga, la madre de Pierre, abrió la puerta y al ver a Amelia soltó un grito y preguntó dónde estaba su hijo. Jean intentó abrazar a la mujer para darle el pésame y explicarle lo sucedido, pero Olga le empujó.

– ¿Dónde está Pierre? ¿Qué has hecho con él? -preguntó a Amelia.

Albert James tuvo que sujetar a Amelia porque ella empezó a temblar y temió que no pudiera resistir la escena. En realidad fue Albert James quien se hizo cargo de la situación, porque tanto Amelia como Jean se encontraban demasiado afectados.

El padre de Amelia salió al recibidor alertado por los gritos de su mujer.

– Pero ¿qué sucede? ¿Qué hacéis aquí? ¿Y tú, Amelia…? ¿Dónde está Pierre?

Amelia les relató lo sucedido. No les ocultó nada. Ni que Pierre había sido un agente soviético, ni los pormenores de su vida en Buenos Aires, la orden de viajar a Moscú, los meses vividos en la capital rusa, la desaparición de Pierre, su estancia en la Lubianka, las torturas que le habían infligido y su convencimiento de que le habían asesinado. Lo único que no les dijo, como tampoco se lo había dicho a Albert James ni a Jean Deuville, es que ella se había enterado de la detención de Pierre por Iván Vasiliev. No quería poner en peligro a aquel hombre que al menos la había ayudado a saber dónde estaba Pierre.

Olga lloró desconsoladamente mientras escuchaba el relato de Amelia y el padre de Pierre pareció envejecer según iba sabiendo del horror al que se había enfrentado su hijo.

– ¡Tú tienes la culpa! ¡Tú y tus malditas ideas sobre el comunismo que metiste en la cabeza a nuestro hijo! No quisiste escucharme y ahora nuestro hijo está muerto. ¡Tú también le has asesinado! -gritó Olga a su marido.

– ¡Por favor, señora Comte, cálmese! -le rogó Albert James.

Pero no había manera de controlar la ira y el dolor de Olga, ni de encontrar palabras para consolar al padre de Pierre. Jean Deuville tampoco suponía ninguna ayuda, puesto que tampoco era capaz de reprimir las lágrimas.

Olga les echó de su casa maldiciendo a Amelia, a la que advirtió que nunca más la quería volver a ver.

Jean Deuville y Albert James se hicieron cargo de Amelia. Parecían sentirse responsables de ella. En aquel momento gobernaba Francia Édouard Daladier y los extranjeros, sobre todo los españoles, comenzaban a tener problemas para residir legalmente en el país. El éxodo de españoles huyendo de la guerra había desbordado a la Administración francesa, y París empezó a legislar en contra de los extranjeros.

Así que tanto Jean Deuville como Albert James tuvieron que recurrir a todas sus amistades para lograr un permiso de residencia para Amelia. A nadie le extrañó que Albert James la contratara como secretaria. Hasta el momento no había necesitado ninguna, pero era la manera de ayudarla sin ofenderla. En cuanto a Jean, se convirtió en su sombra, solía ir a buscarla a casa y la obligaba a salir a pasear, al teatro, a escuchar música. Amelia se dejaba llevar y parecía una autómata, como si nada de lo que sucedía a su alrededor le importara realmente.

Mis padres se preguntaban por qué un periodista como Albert James había decidido ocuparse como lo hacía de Amelia. El caso de Jean Deuville era distinto, había sido el mejor amigo de Pierre y eran camaradas en el Partido Comunista, pero no era el caso de Albert James, que tampoco conocía tanto a Amelia. Pero la ayudó cuanto pudo.

Albert James colaboraba con algunos periódicos y revistas estadounidenses, y también con algún diario británico. Para el gusto de mis padres era extremadamente independiente. Ellos creían que en la época que les estaba tocando vivir había que tomar partido. La objetividad de James les irritaba, y discutían abiertamente con él. En realidad Albert James se negó a ser «compañero de viaje» del partido, lo que le convertía en un personaje incomodo. No obstante le respetaban, tenía una enorme influencia, y sus artículos eran tenidos en cuenta tanto por el Gobierno estadounidense como por el británico y el francés.

Lo que escribió del congreso de intelectuales en Moscú fue decepcionante para sus anfitriones soviéticos. James afirmó que las aldeas y las fábricas que habían visitado parecían escenarios destinados a convencer a los forasteros de que todo era de color de rosa en la Unión Soviética y criticó que en ningún momento les permitieran viajar por el país a sus anchas ni visitar nada fuera de programa. Aseguró en uno de sus artículos que allí no se respiraba libertad. En fin, que sus críticas fueron un jarro de agua fría para las autoridades soviéticas, aunque naturalmente las opiniones de James fueron compensadas por una multitud de elogios de otros intelectuales europeos.

Amelia acudía todas las mañanas, temprano, a la oficina de James, y se encargaba de responder el correo, ordenar sus archivos, organizarle la agenda, pasar a limpio algunos de sus escritos y llevar la contabilidad.

Quizá la mayor alegría que tuvo en aquellos días fue la aparición en París de Carla Alessandrini. La diva iba a permanecer quince días en la ciudad interpretando La Traviata en la Ópera Garnier. Su llegada se convirtió en un gran acontecimiento.

Jean Deuville se comprometió a acompañar a Amelia a la ópera para escuchar a Carla.

Aún la recuerdo la noche del estreno. Amelia tenía una elegancia natural y aunque en aquella época no disponía de ropa adecuada parecía una princesa con su traje negro, sin adornos.

Carla Alessandrini estuvo magnífica; puestos en pie, los espectadores la aplaudieron cerca de veinte minutos. Según nos contó Jean, Amelia lloró de emoción y al concluir la función se dirigió al camerino de Carla convencida de que le permitirían ver a la diva, pero los responsables de la Opera habían montado un dispositivo para que nadie que no hubiese sido invitado expresamente por la gran Carla pudiera acceder al camerino.

– Dígale que está aquí su amiga Amelia Garayoa -le dijo a un poco convencido hombrecillo que le impedía el paso en dirección a los camerinos.

Pero para su sorpresa sí le dieron el recado y minutos más tarde salió a su encuentro Vittorio Leonardi, el marido de la diva.

Vittorio estrujó a Amelia entre sus brazos, la regañó por su excesiva delgadez, apretó la mano de Jean como si fueran amigos de toda la vida y les condujo al camerino.

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