– Le agradezco lo que me ha contado de mi bisabuela.
– Fue una mujer notable y muy valiente.
– Sí, supongo que sí.
No tenía excusa para continuar en Moscú, aunque lamentaba no poder alargar mi estancia un par de días. Además, me habría encantado ir a San Petersburgo pero teniendo en cuenta que ahora mis financiadoras eran las ancianas Garayoa, no me sentía capaz de abusar de su confianza; no obstante, aproveché el resto del día para recorrer Moscú. Por la mañana temprano debía regresar a España. Estaba expectante, porque no podía imaginar qué derroteros habría tomado mi bisabuela cuando regresó a París. Y me preguntaba a quién le encargaría ahora doña Laura que guiara mis pasos.
Mi madre me echó una bronca descomunal y no se apiadó cuando le conté que en menos de quince días había visitado Roma, Buenos Aires y Moscú.
– ¡Déjate de historias del pasado y ponte a trabajar!
– Pero madre, si no dejo de trabajar.
No obstante, para mi madre todo lo que no fuera un empleo con un horario de entrada y salida no era trabajo. Además, me conminó a abandonar la investigación sobre la bisabuela.
– Tu tía Marta siempre se pasa de original, te ha metido en el lío y ahora se desentiende, de lo cual me alegro, pero no me gusta que sigas con esta historia.
Me contó que, por mi culpa, había discutido con su hermana y que llevaban una semana sin hablarse. Luego volvió a insistir en que sentara la cabeza y buscara un buen empleo.
– Guillermo, hijo, yo no entiendo por qué otros que valen menos que tú están ahí, saliendo en la televisión. Mira Luis, que estudió la carrera contigo y que siempre ha sido un poco panfilo, y sin embargo presenta un informativo en la radio, y Esther… bueno, esa chica no vale nada, y ahí la tienes, de «estrella» de la televisión… y Roberto… bueno, de todos tus amigos era el más tonto y le han hecho director general.
– Lo siento, madre, pero es que tengo un defecto: no me callo, y eso no les gusta a los jefes.
– ¿Y tus amigos socialistas por qué no te echan una mano? En la campaña dijeron que querían periodistas independientes.
– ¿Y tú te lo creíste? ¡Vamos, madre, no seas ingenua! Los políticos abominan de los independientes, todo aquel que no sirva a sus intereses termina marginado. Y en esto son iguales los de derechas que los de izquierdas, y como yo me meto con todos, pues ya ves el resultado.
Las discusiones con mi madre siempre se me antojan inútiles. Ella cree a pies juntillas lo que los políticos dicen en televisión y no le entra en la cabeza que hagan lo contrario de lo que afirman.
Seguramente lo mejor de mi madre es la confianza que tiene en el ser humano.
Llamé a doña Laura para informarle de mi regreso a Madrid. Me dijo que ya me llamaría ella para indicarme los pasos a seguir, de manera que aproveché el tiempo que se me presentaba por delante para ver a Ruth, mi chica, ir a la redacción del periódico, tomar copas con los amigos y volver a discutir con mi santa madre. Hasta transcurrida una semana doña Laura no me telefoneó.
– Tendrá que llamar al profesor Soler. Él le orientará.
Cuando le escuché al otro lado del aparato tuve la impresión de encontrarme con la voz de un viejo conocido.
– Doña Laura me ha pedido que continúe guiando su investigación. No será fácil, pero entre lo que yo sé y algunas cosas de las que usted me cuente podré ir orientándole, si bien no es necesario que me dé detalles. Ahora debe ir a París. Hablará con un viejo amigo, Victor Dupont; él conoció a Amelia cuando era un adolescente poco mayor que yo.
– ¿Quién es?
– El hijo de un activista, un comunista. Nuestros padres fueron amigos, y nosotros vivimos una temporada en su casa de París al término de la guerra civil.
– ¿Usted vivió en París?
– Sí, con mi padre.
– ¿Y su madre?
– No sé qué fue de ella, quizá la fusilaron los franquistas. No quiso pasar a Francia; estaba dispuesta a seguir combatiendo aun después de que Franco hubiera ganado la guerra. Mi padre huyó a Francia conmigo.
– ¿Y qué puede saber el señor Dupont de Amelia Garayoa?
– Más de lo que imagina, la conoció y también ajean Deuville y a Albert James.
– ¿Y cree que se va a acordar de lo que sucedió entonces?
– Desde luego. Además, Victor es documentalista, su padre fue periodista, y, bueno, cuando éste murió Victor guardó todos sus papeles. Pero no le quiero adelantar nada. Vaya usted a París, Victor Dupont le recibirá de inmediato.
Llovía en París, lo que no me sorprendió porque rara vez he ido a la capital francesa sin que me haya caído algún chaparrón. Pero olía a primavera y eso me animó.
Había reservado habitación en un hotel de la orilla izquierda, cerca del domicilio de Victor Dupont.
Me llevé una sorpresa al conocerle. Era un hombre muy entrado en años, pero aún le quedaba mucha energía por gastar.
Documentalista y archivero de profesión, el señor Dupont me pareció un sabio nada despistado.
Por su aspecto físico deduje que debía de haber sido guapo; alto, con los ojos azules, ahora tenía el cabello blanco y el porte erguido de un viejo galán.
– Así que está investigando la historia de su bisabuela, ¡en menudo lío se ha metido! -dijo el señor Dupont mientras colocaba sobre la mesa dos vasos de burdeos para acompañar un plato de queso.
– Sí, eso dice mi madre, que me he metido en un buen lío.
– Hijo, hay cosas que es mejor no remover, sobre todo las cosas de familia. Pero allá usted. Le ayudaré en todo lo que pueda porque me lo ha pedido mi buen amigo Pablo. ¿Por dónde quiere que empiece?
– Bueno, por lo que sé, Amelia Garayoa regresó a París a principios de octubre de 1938 acompañada de Jean Deuville y Albert James. Volvían de un congreso de intelectuales en Moscú.
– Sí, un congreso organizado a mayor gloria de la propaganda soviética, pero que resultó muy efectivo en aquel momento.
No me atreví a preguntarle si él era comunista, dado que su padre lo fue y además era amigo del padre de Pablo Soler, que también lo era, pero Dupont debió de leerme el pensamiento.
– Fui comunista, y no se imagina con cuánto ardor. Los comunistas han hecho cosas reprobables, pero también mucho bien. Y en sus filas ha habido gente abnegada, creyentes, tan buenos como santos, en su afán de ayudar a los demás. Hace años dejé la militancia y eso me ha permitido analizar mi propia vida con una perspectiva y sinceridad de la que no habría sido capaz si continuara dentro. Pero no es de mí de quien vamos a hablar. ¿Sabe?, su bisabuela vivió en mi casa.
Me quedé boquiabierto, aunque, pensándolo bien, a esas alturas ya no debía sorprenderme por nada. Dupont continuó su relato…
«Jean Deuville era amigo de André Dupont, mi padre. Le llamó para preguntarle si quería alquilar una habitación a una amiga suya, pues sabía que teníamos un cuarto libre porque vivíamos en casa de mi abuela. Esta era grande y además mi abuela había muerto unos meses antes.
Fue mi madre, Danielle, la que tomó la decisión de aceptar a Amelia, ya que eso suponía un pequeño ingreso extra. Hasta unos meses antes, mi madre había trabajado en una papelería, pero el dueño murió y sus hijos cerraron el negocio, de manera que nos venían bien unos cuantos francos por el alquiler de la habitación.
Además, todos ganábamos con el acuerdo porque cuando Amelia llegó a París estuvo instalada un par de días en un hotel, pero no quería malgastar el poco dinero que tenía y Jean pensó que alquilar una habitación no le resultaría tan gravoso.
Entonces yo tenía quince años y le confesaré que me enamoré de Amelia nada más verla. No parecía una mujer real, estaba extremadamente delgada y tenía un aspecto etéreo.
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