– ¡Amelia, gracias a Dios que sabemos de ti! ¿Dónde estás?
– Tía, no tengo mucho tiempo para explicarle… ¿Dónde está Laura?
– A estas horas está en clase, lo sabes bien. Pero ¿y tú? ¿Dónde estás? ¿Piensas regresar?
– Tía, yo… yo no puedo explicarle… siento mucho lo que ha pasado… ¿Cómo está mi pequeñín? ¿Y mis padres?
– Tu hijo está bien. Águeda lo cuida como una madre, aunque no lo hemos vuelto a ver. Santiago… bueno, Santiago ha preferido cortar todo contacto con la familia. Tus padres llaman a Águeda para saber del niño.
– ¿Y mi padre? ¿Cómo está mi padre? ¿Sabe algo de herr Itzhak?
– Tu padre… bueno, sufrió un ataque al corazón cuando te marchaste, pero no te asustes, no fue nada grave, el médico dijo que era por la tensión, ya se ha recuperado.
Amelia rompió a llorar. De repente se daba cuenta de las consecuencias que había desencadenado su fuga. No había querido pensar en lo que dejaba atrás, prefería pensar que todo seguiría igual, que nada cambiaría. Y se encontraba con que Santiago impedía que sus padres pudieran ver a Javier, que su padre había sufrido un ataque al corazón… y todo por su culpa.
– ¡Dios mío, qué he hecho! ¡Nunca podrá perdonarme! -decía entre lágrimas.
– ¿Por qué no regresas? Si lo haces, todo se arreglará… Estoy segura de que Santiago te sigue queriendo, y si le pides perdón… tenéis un hijo… él no puede negarle el perdón a la madre de su hijo. Vuelve, Amelia, vuelve… Tus padres se llevarían una alegría, no hay día que no lamenten tu ausencia, lo mismo que nosotros. Laura también ha estado enferma, y ha sido del disgusto… Estoy segura de que si regresas no habrá reproches. ¿Te acuerdas de la parábola del hijo pródigo?
– ¿Y Edurne? -acertó a preguntar Amelia.
– Está con nosotros, tu prima Laura insistió para que se quedara aquí… Santiago no quería tenerla…
– ¡Qué he hecho! ¡Qué he hecho!
– Hija, la culpa han sido las malas compañías. Esa Lola, esos comunistas… Déjales, Amelia, déjales y regresa.
El hombre decidió cortar la comunicación. Intuía que aquella joven amante del camarada Pierre estaba a punto de ceder a las súplicas de su tía. Lo mejor era que no continuaran hablando y llamar de inmediato a doña Anita; ella sabría qué hacer.
– ¡Oiga, oiga, se ha cortado la línea! -gritaba Amelia intentando llamar su atención.
– Un momento, señorita, veré si puedo restablecerla, aguarde en la cabina.
Pero en lugar de eso telefoneó a doña Anita, a la que explicó rápidamente cuanto había escuchado.
– Retenía, que no tardo ni un minuto en llegar allí. Estas burguesitas se creen que la vida es un juego.
Amelia aguardaba impaciente en la cabina a la espera de que se restableciera la comunicación con la casa de sus tíos. Hubiera preferido hablar con Laura, pero su tía se había mostrado cariñosa y comprensiva. Si regresaba… acaso todos la perdonarían.
De repente sintió unos ojos fríos que la taladraban. Doña Anita se dirigía hacia la cabina donde aguardaba.
– Amelia, querida, ¡qué casualidad! He tenido que salir a un recado y me ha parecido verla desde la calle, ¿quiere que la acompañe? ¿Con quién espera hablar, hija?
Sintió deseos de salir corriendo, de escapar, pero doña Anita ya había cerrado su mano sobre su brazo.
– Quería hablar con mi familia -respondió entre lágrimas.
– ¡Claro, claro! Bien, esperaré mientras le ponen la comunicación.
– No, no se preocupe, hay problemas en las líneas, ya volveré a llamar.
– Pero no hace falta que venga hasta aquí, ya sabe que en la librería dispone de teléfono, es uno de los pocos lujos que me permito.
– Era por no molestar… -se excusó Amelia.
– ¿Molestar usted? De ninguna manera, Pierre y usted son bien recibidos en mi casa. Tenemos un ideal común. Hija, no sabe la suerte que tiene con que Pierre se haya enamorado de usted. ¡Cuántas mujeres no desearían ser las elegidas! Y es tan atento y caballero con usted… Aproveche la vida y no renuncie a este amor tan grande, se lo digo yo que tengo experiencia.
Amelia pagó el importe de la llamada, y salió de la central de teléfonos agarrada por doña Anita, que no la soltaba del brazo.
– Bien, ahora le acompañaré a comprar sus telas, ¿le parece bien? Y deje de llorar, se le ha puesto la nariz como un pimiento morrón, y los ojos se le han empequeñecido a causa de las lágrimas. ¡Qué disgusto se llevaría Pierre si la viera así! Vamos, y esta tarde visitaremos a su amiga Lola, seguro que ella sabrá cómo animarla.
Doña Anita no la volvió a dejar sola ni un minuto. Disimulando la irritación que sentía por convertirse en «guardiana» de la «burguesita», como ella calificaba a Amelia, pasó el resto del día acompañándola en un deambular sin sentido por la ciudad. Cuando por la tarde se reunieron con Pierre, doña Anita a duras penas ocultaba su malhumor y Amelia tampoco hacía ningún esfuerzo por mantener a raya la depresión que la había invadido después de la conversación con su tía.
Pierre ya había sido informado por el hombre de la central de teléfonos del contenido de la conversación entre Amelia y doña Elena.
– ¿Qué tal habéis pasado el día? -preguntó haciéndose de nuevas.
– Bien, muy bien, hemos estado de compras. Amelia necesitaba algunas cosas para vuestro viaje a Buenos Aires -respondió doña Anita.
– Bueno, si os parece os invito a cenar. Me he encontrado con Josep y se va a unir a nosotros con Lola y Pablo. Cenar con amigos es lo mejor después de un día de trabajo. Vamos, Amelia, alegra esa cara y arréglate un poco; mientras, quiero hablar con doña Anita del libro que he venido a buscar, necesito el consejo de su ojo experto.
Amelia, obediente, se encerró en el cuarto que compartía con Pierre. Se le hacía cuesta arriba tener que ver a Lola, sobre todo en un momento en que tenía el ánimo por los suelos. Pero no se atrevía a contrariar a Pierre, de manera que abrió el armario y buscó ropa que ponerse. Mientras tanto, Pierre y doña Anita habían bajado a la librería, lejos de los oídos de Amelia.
– Ya sé lo que ha pasado, me avisó el camarada López al mismo tiempo que a ti. Por lo que me ha contado, la charla con su tía fue insustancial -afirmó Pierre.
– A mí no me ha podido decir de qué han hablado, pero la chica lleva todo el día lloriqueando y lamentándose por su hijo. No sé, pero me da que vas a tener problemas con ella. Es muy joven y para mí que está arrepentida de haber abandonado a su familia -respondió doña Anita.
– Si se convierte en un problema yo mismo la enviaré a Madrid.
– ¡Vaya, te hacía enamorado de ella!
Pierre no respondió. Le irritaba perder el control sobre Amelia. Estaba harto de comportarse como un rendido enamorado, harto de tener que fingir ser un seductor a diario, de estar pendiente de cualquier mohín. Casi deseaba que ella le dijera que volvía a Madrid. Si no fuera porque ya había diseñado su cobertura en Buenos Aires con Amelia, la dejaría plantada allí mismo, en Barcelona, y que ella se las arreglara como pudiera para regresar a Madrid.
Amelia bajó a buscarles y todo en ella indicaba desgana: el gesto, la manera de caminar, su actitud ausente.
Fueron andando hasta un pequeño restaurante cerca del Barrio Gótico propiedad de un camarada donde ya estaban esperándoles Josep, Lola y Pablo.
– Os habéis retrasado -se quejó Lola-, llevamos aquí más de media hora. Pablo está hambriento.
Nos sentamos en una mesa un poco separada del resto, y Pierre, haciendo un esfuerzo, intentó poner un poco de alegría en la reunión. Pero ni Amelia ni Lola estaban por la labor, y doña Anita tenía los nervios de punta después de todo el día de andar con contemplaciones con Amelia.
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