– Te llamaba por si te apetecía venirte a cenar a casa, tengo un foie gras estupendo que compré ayer en París.
No vacilé ni un instante. Llamaría a mi madre para disculparme: una velada con Ruth se me antojaba más emocionante, sobre todo si empezábamos a mirarnos a los ojos a través del foie. Ruth era azafata de una compañía de bajo coste, y solía encargarse del vuelo de París, de manera que estaba seguro de que al foie le acompañaría un estupendo vino de Borgoña. Así que se prometía una noche la mar de feliz.
Mi madre refunfuñó, pero no se enfadó. La verdad es que cuando me dijo el menú que me había preparado, me reafirmé en mi decisión de cenar con Ruth. Mi madre estaba convencida de que me alimentaba fatal, así que cada vez que almorzaba o cenaba con ella se empeñaba en que comiera verdura de primer plato y un pescado a la plancha sin pizca de sal de segundo.
La noche resultó ser memorable. No me había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos a Ruth hasta que estuve con ella. La verdad sea dicha, ella tenía una paciencia infinita conmigo y no me presionaba para que nos casáramos. Me dejaba ir a mi aire, no sé si porque me tenía como chico-objeto para de vez en cuando o porque realmente intuía que yo no estaba maduro para comprometerme. En todo caso era la relación ideal.
Llegué a las once de la mañana a casa de las Garayoa. El ama de llaves me informó de que doña Laura seguía en cama y doña Melita estaba en el médico, haciéndose unas pruebas. La había llevado su sobrina nieta, Amelia María.
Edurne me esperaba sentada en la biblioteca. No se alegró de verme.
– ¿No ha tenido suficiente con todo lo que le conté?
– Le prometo no molestarla mucho, pero es que me gustaría saber qué pasó cuando Amelia vino con Pierre a Madrid. Me parece que fue en torno al catorce o quince de julio del treinta y seis. Doña Laura me ha dicho que usted la vio.
– Sí, la vi -respondió Edurne con un hilo de voz-. Cómo olvidar aquello…
«Amelia y Pierre llevaban un par de días en Madrid. Él le pidió.1 un matrimonio amigo que se ocupara de Amelia y no la dejara sola. Por más que ella se resistió a la compañía del matrimonio, no tuvo más remedio que ceder, pero al mismo tiempo se sentía tan agobiada por la falta de libertad y la desconfianza que Pierre manifestaba hacia ella, que comenzó a darle vueltas a la idea de abandonarlo. Pero Amelia en aquel entonces sólo sentía confusión, y lo mismo decidía poner punto final a su relación con Pierre que cambiaba de opinión al verlo aparecer sonriente con una rosa en la mano.
Llegó un momento en que él se dio cuenta de que no podía retrasar por más tiempo el encuentro de Amelia con su familia, que no podía seguir dándole largas. El diecisiete por la mañana, en presencia de Pierre, Amelia telefoneó a Laura. La señorita Laura no estaba en casa; había salido con sus hermanos, Melita y Jesús, y con su madre, doña Elena. Tampoco estaba don Armando. Amelia, angustiada, preguntó por mí. Quería ver a sus padres, pero no se atrevía a presentarse en su casa sin antes saber con qué iba a encontrarse, sobre todo si iban a recibir a Pierre.
Yo me volví loca de alegría cuando escuché su voz, y ella me pidió que me acercara a la pensión La Carmela, donde estaba alojada. Llegué en menos de diez minutos, y no puede usted imaginar cómo corrí hacia allí, porque la distancia no era grande.
Fue vernos y empezar a llorar de emoción. Estuvimos un buen rato abrazadas sin que Pierre lograra separarnos.
– ¡Vamos, vamos, dejad de llorar! ¿No teníais tantas ganas de veros? Pues en fin…
Amelia me pidió que le contara con detalle cómo estaban los suyos.
– Don Juan está mejor, se ha recuperado bien del ataque al corazón; doña Teresa no le deja ni a sol ni a sombra. Tu madre se pegó un buen susto, porque Don Juan estaba con ella cuando sufrió el desmayo. Menos mal que tuvo presencia de ánimo para llamar al chófer y que trasladara de inmediato a Don Juan al hospital. Eso le salvó la vida. Pero tu padre está triste, no es el mismo desde que te has marchado. Doña Teresa ha envejecido de repente, pero no desfallece, ella es el soporte moral de la casa. Tu hermana Antonietta también lo ha pasado mal, ha estado semanas enteras sin dejar de llorar.
– ¿Crees que si voy a casa mis padres me perdonarán?
– ¡Pues claro! Les darás una gran alegría.
– ¿Y qué dirán de Pierre?
– Pero ¿va a ir contigo?
– Pues sí, Pierre es… es… Bueno, es como si fuera mi marido.
– ¡Pero no lo es!
– Ya lo sé, pero da igual. En cuanto pueda me voy a divorciar para casarme con él, es sólo cuestión de tiempo.
– Pero tus padres están muy afectados por lo sucedido, ¿no podrías ir tú sola a verles?
A Amelia le hubiera gustado hacerlo así, pero Pierre no estaba dispuesto a dejarla encontrarse con su familia sin estar él presente. Temía perderla. En realidad, estaba a un paso de que así fuera.
– ¿Y mi hijo? ¿Cómo está Javier?
– Sólo sabemos de él por Águeda. Don Santiago no quiere saber nada de tu familia. Les ha dicho que prefiere poner distancia y que en el futuro ya se verá si les permite ver al niño. Pero es un buen hombre, porque consiente que tus padres llamen a Águeda cuando él no está para preguntar por el niño.
– ¿Tú no has vuelto a ver a mi hijo?
– No, no me he atrevido. Pero puedes estar tranquila, Águeda se ocupa bien de él, quiere al niño como si fuera su propio hijo, ya lo sabes.
Amelia rompió a llorar, se sentía en deuda con Águeda por los cuidados que prestaba a su hijo, pero al mismo tiempo le dolía que estuviera haciendo el papel de madre de Javier.
– ¡Pero es mi hijo! ¡Es mío!
– Sí, claro que es tu hijo, pero tú no estás.
Aquellas palabras fueron peor que si la hubiese abofeteado. Me miró con rabia y con dolor.
– ¡Quiero a mi hijo! -gritó.
Pierre la abrazó temiendo que se dejara llevar por la histeria, lo que no le convenía, dado que en La Carmela los tenían por un matrimonio.
– Cálmate, Amelia, nadie pone en duda que Javier es tu hijo, v lo recuperaremos, ya lo verás, pero todo a su debido tiempo. En Buenos Aires pondremos en marcha los trámites de tu divorcio, y luego vendrás a por Javier.
– ¿Te vas a Buenos Aires? -pregunté.
– ¡No lo sé! ¡No quiero ir a ninguna parte!
A Pierre se le notaba harto de la situación, y creo que a punto estuvo de decirme que me llevara a Amelia.
– No tienes que venir si no quieres. En realidad, yo he propuesto que nos marchemos para iniciar una vida nueva, lejos de nuestro pasado, pero si no me quieres…
– ¡Sí, sí te quiero! ¡Pero creo que me voy a volver loca!
– Lo mejor es que se marche, Edurne, ya sabe dónde estamos. Dígaselo a los tíos de Amelia, y si lo consideran oportuno iremos a su casa o a la de los padres de Amelia. Quiero pedirles humildemente perdón a don Juan y doña Teresa por el daño ocasionado, y que sepan que quiero más que a mi vida a Amelia y sólo aspiro a hacerla feliz.
Regresé a casa vivamente impresionada. Yo admiraba a Pierre desde el momento en que lo había visto en casa de Lola. Era tan convincente, parecía tan seguro… Y no dudaba que estaba perdidamente enamorado de Amelia. Aunque me daba cuenta que ella no era feliz, que estaba arrepentida del paso dado, que si hubiera podido volver atrás, lo habría hecho sin dudar. Pero yo no sabía cómo ayudarla, me sentía tan perdida como ella.
Doña Elena y sus hijas no llegaron hasta mediodía, y en cuanto les expliqué que Amelia estaba en Madrid, que parecía muy desgraciada y que quería verlos, la señorita Laura no lo dudó un momento.
– ¡Ahora mismo vamos a por ella!
Читать дальше