Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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Josep se ocupó de los apuros de Pierre e hizo lo imposible por animar al grupo. Finalmente, los dos hombres decidieron rendirse ante la actitud de las mujeres, y se enfrascaron en una conversación sobre los últimos acontecimientos políticos que giraban en torno a las evidencias cada vez mayores de que un sector del Ejército parecía querer poner fin a la experiencia republicana. El nombre del general Mola corría en boca de todos.

Amelia apenas probó bocado; todo lo contrario que doña Anita y Lola, que siempre tenían buen apetito.

Cuando terminó la cena, Josep se ofreció a acompañarles durante un trecho en dirección a casa de doña Anita. Pierre y Amelia caminaban delante, y aunque hablaban en voz baja, llegaban a mí retazos de su conversación.

– ¿Qué te pasa, Amelia? ¿Por qué estás triste?

– Por nada.

– ¡Vamos, no me engañes, te conozco bien, y sé que algo te está haciendo sufrir!

Ella rompió a llorar tapándose la cara con las manos mientras Pierre le echaba la mano por el hombro en un gesto protector.

– Yo te quiero, pero… creo que he sido muy egoísta, sólo he pesando en mí, en que quería estar contigo, y no he actuado bien, sé que no he actuado bien -repitió.

– ¿A qué viene eso, Amelia? Ya lo hemos hablado en otras ocasiones. Tú misma me dijiste que en España hay un refrán que dice que no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos. Sé que no es fácil romper con la familia, ¿crees que no lo entiendo? Tú te llevas mal con mi madre, pero es mi madre y yo la quiero, sin embargo creo que debemos darnos la oportunidad de empezar una nueva vida, y lo mismo que tú has dejado a tu familia, yo dejé a la mía, como también abandoné mi negocio, mi porvenir.

– ¡Pero tú no tienes ningún hijo!

– No, no tengo ningún hijo, pero aspiro a poder tenerlo el día que nuestra relación sea firme y definitiva. Nada me daría más alegría. Es la única pena que tengo, que no puedas llevar a Javier contigo, al menos por ahora, pero no descartemos que podamos tenerle con nosotros en el futuro.

– ¡Eso jamás sucederá! Santiago no lo consentirá, ni siquiera permite que mis padres vean al niño.

– ¿Y cómo es eso? ¿Has hablado con tus padres?

Amelia enrojeció. Sin darse cuenta se había puesto en evidencia, aunque después pensó que seguramente doña Anita se lo terminaría diciendo.

– He hablado con mi tía Elena. Había llamado a mi prima Laura pero no estaba, y mi tía se puso al teléfono.

– Eso está bien, no debes perder el contacto con tu familia. Sé que estarás más tranquila si sabes de ellos -afirmó Pierre disimulando que pensaba todo lo contrario-. Dime qué te ha dicho tu tía.

– Sabe que Javier está bien a través de Águeda, el ama de cría. Santiago no quiere tener tratos con mi familia y no les permite ver al niño. Mi padre se puso enfermo cuando me marché, el corazón… por mi culpa… ha podido morirse.

– ¡Eso sí que no te lo consiento! No voy a permitir que te culpes de una enfermedad de tu padre. Sé racional, nadie se enferma del corazón por un disgusto; si a tu padre le ha dado un ataque, la causa no has sido tú. En cuanto a que tu marido no les permita ver a tu hijo, me parece una crueldad, no habla bien de él, ni me parece justo castigar a los abuelos sin ver al nieto. No, Amelia, tu marido no está haciendo las cosas bien.

Las palabras de Pierre aumentaron la llantina de Amelia, que intentaba justificar a su marido.

– El es muy bueno y no es injusto, sólo que ver a mis padres le recuerda a mí, y tiene razones para querer olvidarme. ¡Me he portado tan mal con él! ¡Santiago no merecía lo que le he hecho!

Aquella noche Pierre la pasó consolando a Amelia, intentando paliar la herida abierta en su conciencia.

El día siguiente era 13 de julio, una fecha que resultaría clave en la historia de España: aquel día fue asesinado José Calvo Sotelo, líder de la derecha monárquica.

Pierre decidió ir a Madrid, aunque no tenía órdenes específicas de hacerlo; aquel acontecimiento era suficientemente grave como para ir a la capital y tomar contacto con algunos camaradas que puntualmente le pasaban informaciones precisas sobre el gobierno Azaña. Aunque en Madrid había agentes dependientes de la «rezidentura», ahora era Pierre quien quería evaluar la situación y enviar un informe preciso a Moscú.

Amelia recibió con alegría la noticia de que viajarían a Madrid. Pierre la engañó diciéndole que había tomado esa decisión en vista de la pena que ella sentía. La realidad es que no se atrevía a dejarla al cuidado de doña Anita, y Lola y Amelia se mostraban distantes la una con la otra, algo que en su momento tendría que averiguar por qué.

El viaje en tren se les hizo interminable. Cuando por fin llegaron a Madrid, encontraron la capital sumida en todo tipo de rumores. Pierre decidió instalarse en una pensión llamada La Carmela situada en la calle Calderón de la Barca, cerca de las Cortes. Los dueños de La Carmela mantenían la pensión limpia, y cuidaban mucho de quienes eran sus huéspedes. Se enorgullecían de contar entre sus clientes incluso con algún diputado. Sólo disponía de cuatro habitaciones y tuvieron suerte de que en aquel momento una de ellas estuviera vacía.

– Ayer se marchó don José, ya sabe, el viajante de comercio de Valencia que nos visita una vez al mes. Creo que ha coincidido con él en alguna ocasión -dijo la dueña, doña Carmela.

– Sí, creo que sí -respondió Pierre sin muchas ganas de charla.

– No sabía que estaba usted casado -preguntó doña Carmela, curiosa.

– Pues ya ve usted… -contestó Pierre sin decir ni que sí ni que no.

A Pierre le preocupaba qué hacer con Amelia durante su estancia en Madrid. No podía llevarla a todas partes, tenía que reunirse con agentes, mantener conversaciones confidenciales, lo cual sería imposible con Amelia presente. Pero si la dejaba sola estaba seguro de que ella terminaría cediendo a su impulso de ver a su familia sin que pudiera prever las consecuencias. De manera que decidió tomar la iniciativa, ser él quien facilitara el encuentro, y estar presente.»

– Quizá usted debería hablar con doña Laura. Ella mejor que yo le podrá decir qué pasó durante aquellos días en Madrid. Luego vuelva y continuaremos hablando -concluyó Pablo Soler sonriéndome satisfecho.

Pablo Soler me sonreía satisfecho. Llevaba más de cuatro horas hablando y yo no había abierto la boca. Yo no salía de mi asombro: mi bisabuela se había fugado con un francés agente de la inteligencia soviética y había ingresado en el Partido Comunista de Francia. Parecía increíble lo que ocurría con las mosquitas muertas, en cuanto te descuidas te encuentras con una Mata Hari en ciernes.

– ¿Volvió usted a ver a Amelia?

– Sí, claro que sí, en cuanto regresaron a Barcelona. Pero además ya le dije que uno de mis mejores libros trata sobre los agentes soviéticos en aquellos días, y Pierre era uno de ellos. De manera que tuve que investigar a fondo qué fue de él. Era un hombre muy interesante, un fanático, aunque no lo pareciera. Creo que debería leer mi libro, seguramente le será de mucha utilidad.

– ¿Habla de mi bisabuela?

– No, no hablo de ella.

Don Pablo se levantó y sacó de un estante un libro bastante voluminoso. Le agradecí el regalo y le aseguré que volvería a llamarle.

– Sí, hágalo, estos días no tengo tanto que hacer, acabo de mandar un libro a la imprenta, así que estoy medio de vacaciones.

Me acompañaba hacia la puerta cuando nos salió al paso su esposa.

– ¿No se queda a almorzar con nosotros? -preguntó sonriendo.

– Ah, Charlotte, no te he presentado al señor Albi.

– Encantado de conocerla, señora. Soy Guillermo Albi.

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