Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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– No se burle -acertó a decir Amelia, que suspiró aliviada al ver acercarse a Pierre.

– ¿Qué te están contando estos dos sinvergüenzas? -preguntó divertido señalando a Albert y ajean-. Por cierto, Albert, muy bueno el artículo del New York Times sobre el peligro del nazismo en Europa. Lo he leído a mi vuelta de España y, francamente, me ha sorprendido tu agudeza. Dices estar convencido de que Hitler no se estará quieto dentro de sus fronteras, que su objetivo será la expansión, y señalas como primer «bocado» a Austria, y que Mussolini no hará nada para impedirlo, no sólo porque es un fascista sino también porque sabe que perdería el embite ante Alemania.

– Sí, eso creo. He pasado un mes viajando por Alemania, Austria e Italia y así están las cosas. Los judíos son las principales víctimas de Hitler, aunque algún día lo será el mundo entero.

– La cuestión no es luchar contra el nazismo porque persigue a los judíos, sino porque es una lacra para la humanidad -respondió Pierre.

– Pero no se puede obviar lo que les sucede a los judíos.

– Yo soy comunista y mi único fin es la revolución, librar a todos los hombres de la losa del capitalismo que les aplasta y explota sin permitirles ser libres. Y me es indiferente que sean judíos o budistas. La religión es un cáncer, sea cual sea. Deberías saberlo.

– Hasta para no creer en Dios se tiene una idea de Dios -afirmó Albert encogiéndose de hombros.

– Si crees en Dios nunca serás un hombre libre, estarás dejando que tu vida la determine la superstición.

– ¿Y si sólo soy comunista? ¿Crees que seré más libre? ¿No tendré que estar pendiente de las directrices de Moscú? Al fin y al cabo, Moscú quiere salvar a los hombres del mal del capitalismo y muchos termináis convirtiendo el comunismo en una nueva religión. Vuestra fe es más grande que la de nuestros padres recitando la Biblia. No sé si te gustará tanto mi próximo reportaje sobre la Unión Soviética, donde espero viajar muy pronto. Ya sabes que el Ministerio de Cultura soviético ha preparado un tour para que periodistas y escritores europeos veamos los logros de la revolución; pero ya me conoces, tengo el defecto de analizar y criticar todo lo que veo.

– Por eso no le terminas de caer simpático a nadie. -La respuesta de Pierre reflejaba cuánto le fastidiaba Albert.

– Nunca he creído que los periodistas tengamos que caer simpáticos, más bien lo contrario.

– Puedes asegurar que lo consigues.

– ¡Vamos, vamos, chicos! -les interrumpió Jean Deuville-, cómo os ponéis por nada. No les hagas caso, Amelia, estos dos son así, en cuanto se encuentran se ponen a discutir y no hay quien los pare. Llevan el germen del debate dentro de ellos. Pero hoy es tu cumpleaños, Pierre, de manera que vamos a celebrarlo. A eso hemos venido, ¿o no?

Albert se despidió dejando a Pierre malhumorado y a Amelia sorprendida. Había asistido a la discusión en silencio, sin atreverse a decir palabra. Los dos hombres parecían mantener un duelo que venía de antiguo.

– Es un pobre diablo, que no deja de ser un capitalista como la mayoría de los norteamericanos -sentenció Pierre.

– No seas injusto. Albert es un buen tipo, solamente que no se ha «caído del caballo» como san Pablo; pero la culpa es nuestra, no hemos sido capaces de convencerle para que se una a nuestra causa, aunque tampoco está en contra. Pero si de alguien está cerca es de nosotros, odia a los fascistas -respondió Jean Deuville.

– No me fío de él. Además, tiene un buen número de amigos trotskistas.

– ¿Y quién no conoce un trotskista en París? -justificó Jean Deuville-. No nos volvamos paranoicos.

– Vaya, ¡cómo defiendes al norteamericano!

– Le defiendo de tu arbitrariedad. Los dos sois insoportables cuando queréis tener razón.

– ¡No me compares con él!

Había ferocidad en el tono de voz de Pierre, y Jean no respondió. Sabía que, de continuar hablando, terminarían discutiendo, y ya se habían enfrentado en las semanas anteriores a causa de Amelia, por la que ahora Jean sentía una sincera simpatía al darse cuenta de que era del todo inofensiva.

– Vamos, Amelia, no hay nada que no pueda arreglarse con una copa de champán -dijo Pierre cogiendo a Amelia del brazo y dirigiéndose con ella hacia la mesa en la que estaba sentado el resto del grupo que les acompañaba.

Pierre fue organizando con cautela el viaje que Moscú le había ordenado a Sudamérica. La primera parada sería Buenos Aires, donde el Partido Comunista local parecía contar con gran predicamento entre los sectores culturales de la capital argentina. Desde el punto de vista estratégico, la zona no era vital para los intereses soviéticos, pero el jefe del INO quería tener ojos y oídos en todas partes. Durante su entrenamiento en Moscú, los instructores del INO le habían insistido a Pierre acerca de la importancia de saber escuchar y recoger todo tipo de informaciones por insustanciales que pudieran parecer; en ocasiones, informaciones clave se recogían a miles de kilómetros del lugar donde se iban a producir determinados hechos. También le habían recalcado la importancia de contar con agentes que se movieran por las esferas de influencia del país en que tuviera que operar. De nada les servían militantes entusiastas cuya actividad laboral transcurriera lejos de los centros de poder.

Moscú ya contaba con un «residente» en Buenos Aires, pero carecían de agentes bien situados capaces de trasladar información de interés.

Amelia no quería marcharse de París, y le insistía a Pierre que esperaran un poco más, que aún no se hacía a la idea de estar tan lejos de su hijo. No es que tuviera en mente regresar a España, pero le parecía que si se iba a Buenos Aires, la distancia le resultaría insoportable.

Con mucho tiento y paciencia, Pierre la intentaba convencer de que era mejor iniciar una nueva vida en algún lugar donde nadie les conociera.

– Necesitamos saber si realmente lo nuestro merece la pena. Quiero que estemos solos, sin nadie que nos conozca, sólo tú y yo. Estoy convencido de que nada ni nadie logrará separarnos, pero debemos poner a prueba nuestro amor, sin interferencias, sin familia, sin amigos.

Ella le pedía tiempo, tiempo para hacerse a la idea de que lo mejor era emprender una nueva vida al otro lado del océano. Pierre no quería obligarla, temiendo que ella, angustiada, decidiera regresar a España.

En ocasiones le desesperaba la actitud de Amelia, porque en cuestión de segundos pasaba de la euforia al abatimiento. Con frecuencia la encontraba llorando, lamentándose de ser tan mala madre y de haber abandonado a su hijo. En otros momentos parecía alegre y feliz, le animaba a salir para divertirse un rato perdiéndose como enamorados en cualquier rincón de París.

Su madre, Olga, tampoco le facilitaba las cosas, convencida como estaba que perdía a su hijo por culpa de la española.

– ¡Vas a echar por la borda tu vida por esa mujer! ¡Y no se lo merece! ¿Qué haremos con la librería si no regresas? Tu padre está sufriendo aunque no te lo diga -le reprochaba a su hijo.

La realidad es que Guy Comte aceptaba resignadamente la decisión de Pierre de irse a vivir a Sudamérica. Tenía una fe ciega en su hijo, y estaba convencido de que si Pierre había tomado esa decisión, era la mejor. No obstante, en su fuero interno se preguntaba cómo era posible que su hijo sacrificara tanto por una mujer como Amelia, a la que encontraba bella pero insípida.

El 4 de junio de 1936, Léon Blum se convierte en presidente del gobierno del Frente Popular en Francia. Para entonces, don Manuel Azaña ya ha asumido la presidencia de la República Española en una votación en la que la derecha se abstuvo. Indalecio Prieto no pudo hacerse con el gobierno por el veto del sector largocaballerista del PSOE.

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