Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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Amelia se daba cuenta del gran apego de Pierre por sus padres, y cómo, a pesar de las peleas continuas entre madre e hijo, estaban unidos por un profundo afecto.

A Amelia, aquel París le resultó diferente al que había conocido con sus padres. En esta ocasión sus días no los pasaba visitando a su tía abuela Lily, hermana de su abuela Margot; ni tampoco en recorrer museos, como había hecho guiada por su padre junto a su madre y su hermana Antonietta. Le hubiera gustado ir a ver a su tía abuela, pero ¿cómo iba a decirle que había abandonado a su familia? Tía Lily no lo hubiera entendido, seguro que hubiera reprobado su decisión. Pierre parecía tener prisa porque la conocieran sus amistades y, sobre todo, porque tomara el pulso a las actividades políticas de aquella ciudad fascinante donde parecía haber revolucionarios en todas las esquinas. Aun así, siempre encontraba tiempo para seguir con las clases de ruso que a Amelia le hacían tanta ilusión.

A los pocos días de llegar a París, Pierre avaló su ingreso en el Partido Comunista, pese a las reticencias de algunos camaradas, que consideraban precipitado dar la bienvenida a sus filas a una española a la que apenas conocían.

Jean Deuville, un poeta amigo y correligionario de Pierre, fue quien más firmemente se opuso a la entrada de Amelia en el Partido Comunista Francés.

– No sabemos quién es -argumentaba ante el comité de París-, por mucho que el camarada Comte responda por ella.

– ¿No te basta con mi aval? Te recuerdo que fue suficiente para que te convirtieras en nuestro camarada -contraatacaba Pierre.

Quizá porque se intervino discretamente desde la embajada soviética o porque Deuville decidió ceder para no perder la amistad de su amigo, lo cierto es que Amelia Garayoa se convirtió en militante del Partido Comunista de Francia. Ella, una extranjera, sin más credenciales que ser la amante de un hombre valioso para los soviéticos que estaba convencido de que la española podía serle de gran utilidad. Lo que Amelia no sabía es que, semanas atrás, el controlador de Pierre le había transmitido las últimas órdenes de Moscú del jefe de operaciones del INO: debería trasladarse a Sudamérica para afianzar y ampliar las redes que se estaban empezando a poner en marcha allí con agentes locales.

El jefe de operaciones le había advertido del carácter, a veces explosivo, de los sudamericanos, instándole a que fuera cuidadoso a la hora de elegir a sus colaboradores.

Pierre no había dejado de pensar en la misión que se avecinaba, y en que necesitaría una coartada más creíble que la de un librero en busca de joyas bibliográficas; eso tenía sentido en Europa, pero no en aquella parte del mundo, que se le antojaba tan lejana como ignota.

Cuando conoció a Amelia, empezó a pensar que la joven podía serle de utilidad. No sólo tenía una belleza delicada y ademanes elegantes, sino que además era una ingenua total, arcilla pura en sus manos, incapaz de ver más allá de sus propias emociones.

Instalarse en México o Argentina como dos enamorados que huyen de un marido abandonado daría verosimilitud a la coartada de por qué debían establecerse en el continente. Y siendo ella española, aún reforzaría más la coartada.

Tenga en cuenta que Pierre era un agente soviético, un hombre que sólo vivía por y para la revolución, y su ceguera era tal que los seres humanos que se iba encontrando en el camino eran sólo peones a los que utilizar y sacrificar en pro de una idea superior. Y Amelia no era una excepción.

Desde que decidió convertirla en parte de su plan sudamericano, Pierre procuró no dar ni un paso en falso con Amelia, ante la que se mostraba como un seductor que había caído en las redes del amor.

Para reforzar la dependencia de Amelia con él, Pierre no dudaba en hacerse acompañar por ella a todas las reuniones de amigos donde podían encontrarse con algunas de las amantes que la habían precedido y con las que intercambiaba alguna mirada cómplice que ponía en estado de inquietud a la española.

De manera que Amelia se vio envuelta en una vorágine de reuniones políticas desde el mismo día de su llegada, salpicadas por cenas con los amigos de Pierre, algunos de los cuales comentaban a sus espaldas no entender por qué un hombre de sus convicciones y valía se había rendido ante una mujer tan bella pero insustancial dada su ingenuidad.

En aquellos días las conversaciones giraban en torno a Léon Blum, y a las consecuencias de la disolución de Acción Francesa, a cuenta de que en febrero de 1936 unos jóvenes militantes de esta formación derechista agredieron a Blum cuando formaba parte del cortejo fúnebre del académico Bainville.

Y fue precisamente en una cena celebrada en La Coupole para celebrar el cumpleaños de Pierre donde se produjo el primer encuentro entre Amelia y Albert James.

Albert James era un periodista norteamericano de origen irlandés que trabajaba como freelance para varios diarios y revistas de su país. Alto, con el cabello castaño y los ojos azules, era bien parecido y tenía gran éxito entre las mujeres. Le gustaba comportarse como un bon vivant, era un antifascista furibundo, pero eso no le había llevado a enamorarse del marxismo. No era amigo de Pierre pero sí de Jean Deuville, así que se acercó al grupo a saludar, sobre todo atraído por la presencia de Amelia.

Bebió una copa de champán con el grupo de Pierre y procuró colocarse al lado de Amelia, que parecía estar fuera de lugar.

– ¿Qué hace una joven como usted aquí? -le preguntó sin preámbulos aprovechando que Pierre daba la bienvenida a otro amigo que se unía al alegre grupo.

– ¿Y por qué no habría de estar aquí?

– Se nota que no es su ambiente, la imagino detrás de unos cristales, bordando, a la espera de que llegue el príncipe azul a rescatarla.

Amelia rió ante la ocurrencia de Albert James, al que encontró simpático a primera vista.

– No soy ninguna princesa, de manera que difícilmente puedo esperar bordando a que llegue el príncipe azul.

– ¿Francesa?

– No, española.

– Pero habla francés perfectamente.

– Mi abuela es francesa, del sur, y con ella siempre hablábamos en francés; además, los veranos los pasábamos en Biarritz.

– Habla con añoranza.

– ¿Añoranza?

– Sí, como si fuera usted muy viejecita y recordara tiempos pasados.

– No te dejes engatusar por Albert -les interrumpió Jean Deuville-. Aunque es norteamericano, su padre era irlandés y ha aprendido el arte de la seducción de nosotros los franceses, y como suele suceder, el alumno supera a los maestros.

– ¡Oh, pero si no charlábamos de nada en especial! -se justificó Amelia.

– Además, aunque Pierre no lo parezca, es celoso, y no me gustaría asistir como padrino a un duelo entre dos buenos amigos -continuó bromeando Deuville.

Amelia enrojeció. No estaba acostumbrada a esas bromas desenfadadas. Le costaba acostumbrarse al papel de amante que había asumido entre aquellos hombres y mujeres aparentemente sin prejuicios pero que la escudriñaban y murmuraban a sus espaldas.

– ¿Es usted novia de Pierre? -preguntó Albert James con curiosidad.

– Más que su novia, es la mujer que le ha robado el corazón. Viven juntos -apostilló Jean Deuville para no dejar lugar a dudas al norteamericano de que no debía avanzar ni un paso más con Amelia.

Ella se sintió incomoda. No entendía por qué Jean había tenido que ser tan explícito colocándola en una situación en la que se sentía en inferioridad de condiciones.

– Ya veo, es usted una mujer liberada, lo que me sorprende siendo española, aunque me han contado que algunas cosas han cambiado en España y que gracias a las izquierdas las mujeres empiezan a tener un lugar destacado en todos los órdenes de la sociedad. ¿También es usted una revolucionaria? -preguntó Albert James con sorna.

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