Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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Aunque aquél no fue el primer encontronazo que tuvieron, sí fue el que más afectó a Amelia; tanto, que no la volvimos a ver los días siguientes, y fue Josep el que una noche al llegar a casa anunció que Pierre Comte y Amelia se habían ido a París.

– ¿Continúa enfurruñada conmigo? -preguntó Lola.

– No lo sé, ni siquiera sé si le ha comentado a Pierre vuestra discusión. El no me ha dicho nada; en cuanto a ella, continúa siendo igual de encantadora que siempre. Ya sabes que has metido la pata -le reprochó Josep.

– ¿Yo? ¡Porque tú lo digas! Estoy harta de esa mosquita muerta, os ha engatusado a todos, a ti también, si no se llega a cruzar Pierre habría terminado liándose contigo. ¿Crees que no me daba cuenta de que te miraba embobada? Y tú venga a adoctrinarla como si te fuera la vida en ello.

– ¡Vamos, Lola, no te comportes como una mujer celosa! No me gustas en ese papel.

– ¿Ah, no? Pues ya me dirá el señor cómo le gusto e intentaré complacerle. ¿Quiere el señor que baje los ojos y me ruborice cuando me mire?

– ¡No digas más sandeces!

Terminaron a gritos, sin percatarse de mi presencia. No era la primera vez que se peleaban, pero nunca de aquella manera. Lola destilaba rabia. Era lógico que así fuera. Ella era una mujer valiente, capaz de grandes sacrificios por sus ideas, y además no sabía utilizar armas de mujer en su trato con los hombres. Les trataba como iguales, y en aquella sociedad, por más que a las gentes de izquierdas se les llenara la boca al hablar de igualdad entre hombres y mujeres, lo cierto es que todos eran fruto de lo que era el país, y aquellos hombres estaban acostumbrados a mujeres sacrificadas, pero no iguales.

Lola había luchado por tener el respeto y la consideración de sus camaradas, se había comportado con entereza y valentía durante los disturbios de la huelga general de octubre del treinta y cuatro. Era una revolucionaria auténtica, por convicción, por origen, y porque la razón le decía que ése era el camino de la liberación para mujeres como ella. Le irritaban, y sentía un íntimo desprecio, los hombres que no se rendían ante la valía de mujeres como ella, y no sabían librarse de la impresión que les causaban mujeres como Amelia. Lola defendía la igualdad, se había ganado el derecho a que la trataran como tal, pero en su fuero interno le irritaba que los hombres se olvidaran de que también ella era una mujer, no sólo un camarada.

3

A Amelia no le fue demasiado bien con su nueva familia en París. ¿Que cómo lo sé? Pues, como le dije, llevé a cabo una exhaustiva investigación sobre los espías durante la guerra civil española para escribir el que considero uno de mis mejores libros. Y Pierre fue un agente muy especial; aparentemente colaboraba con la Internacional Comunista, y eso le permitía entrar en contacto con sus camaradas de todo el mundo, pero la realidad era, como le dije, que pertenecía al INO.

No crea que no me costó reconstruir su vida para poder contextualizar su importancia dentro del movimiento revolucionario y su presencia en la guerra civil. Pasé varios meses en París entrevistándome con gente que tenía informaciones precisas de él; algunos le conocieron, otros tenían información de segunda o tercera mano. Desde luego su liaçon con Amelia no fue ningún secreto, y hay documentos que acreditan la presencia de «la bella española» en aquellos días en París.

La madre de Pierre, Olga, la recibió de mala gana. No le gustaba que su hijo uniera su suerte a una mujer casada. El padre, Guy, como buen francés, toleró mejor la situación. Además, conocía bien a su hijo y sabía que éste no se apartaría un ápice de sus obligaciones como revolucionario, ni siquiera por la «bella española». Guy Comte estaba al tanto de la colaboración de su hijo con la Internacional Comunista, al fin y al cabo si Pierre era comunista era gracias a él, pero ignoraba que se hubiera convertido en un agente soviético.

– Así que has abandonado a tu familia por mi hijo -le preguntó Olga sin ningún miramiento cuando Pierre les hubo puesto al tanto de la situación.

Amelia enrojeció. Había sentido la animadversión de Olga apenas cruzó el umbral de la puerta del piso que Pierre compartía con sus padres.

– ¡Por favor, madre, trata con más cortesía a nuestra invitada!

– ¿Nuestra invitada? Mejor di: tu amante. ¿Acaso no se les llama así a las mujeres casadas que pierden la cabeza por un hombre y dejan su hogar para vivir una aventura que no tiene futuro?

– ¡Mujer, no hables de esa manera! Si Pierre quiere a Amelia, bienvenida sea a nuestra familia, formará parte de nosotros. Y tú, hija, no te dejes acobardar por mi mujer, ella es así, dice lo que se le pasa por la cabeza sin pensar, pero es buena persona, ya lo verás, terminará queriéndote. -Y, dirigiéndose a Olga, añadió-: Es tu hijo quien la ha elegido, nuestro Pierre, y debemos respetar sus decisiones.

– Quiero a Pierre, de lo contrario… de lo contrario no habría sido capaz de haber hecho lo que he hecho… y además… creo en la revolución, quiero ayudar… -balbuceó Amelia con los ojos anegados de lágrimas. Se sentía humillada, y puede que por primera vez se diera cuenta de que a los ojos del mundo su decisión la convertía en una paria.

– Madre, Amelia es mi mujer, si no la aceptas nos iremos ahora mismo, tú decides. Pero si quieres que nos quedemos, la tratarás con el respeto y la consideración que merece una mujer que ha demostrado ser valiente y que ha sacrificado una vida cómoda y sin problemas para luchar por la revolución mundial. No solo tiene mi amor, también mi más profundo respeto.

Pierre miraba a su madre con ira, y Olga se dio cuenta de que si no quería perder a su hijo tendría que aceptar a aquella española loca. Tendría que resignarse una vez más, igual que cuando aceptó que su marido y su hijo fueran comunistas furibundos.

Olga había conocido a Guy Comte cuando era señorita de compañía de una anciana aristócrata rusa, una duquesa, que pasaba temporadas en París. La anciana era una lectora empedernida y gustaba de comprar personalmente los libros, así se convirtió en clienta asidua de la librería Rousseau, situada en el boulevard Saint-Germain, en la margen izquierda del Sena y propiedad de monsieur Guy Comte.

Olga y Guy primero se miraban de reojo. Luego Guy empezó a hablar con ella mientras la duquesa husmeaba entre las estanterías buscando libros. Más tarde, Guy, con permiso de la duquesa, consiguió una cita con Olga. Si por Guy hubiera sido, su relación con Olga no habría pasado de una simple seducción, pero la duquesa no estaba dispuesta a que echaran a perder la reputación de su señorita de compañía, y en cuanto se enteró de que Olga se había quedado embarazada, les conminó a casarse. Ella misma fue madrina de la novia y la dotó con una buena cantidad de dinero.

Ya fuera los años vividos con la aristocracia, ya fuera que no le gustaban los revolucionarios porque constituían una amenaza para su burguesa existencia con su marido librero, el caso es que Olga jamás se dejó engatusar por ideas que, según afirmaba, no sabía adónde conducían. De manera que, para Olga, Amelia era sólo una chica tonta que se había dejado engatusar por su muy atractivo hijo, la dejaría plantada en cuanto se cansara de ella. Así terminaban esas historias de amores prohibidos; bien lo sabía ella, que se había leído a todos los clásicos rusos. Tolstoi, Dostoiesvski, Gogol, eran su mejor referente.

Pierre disponía de dos cuartos dentro de la casa paterna; uno le servía como dormitorio y el otro, como despacho. Amelia pasó más tiempo en el despacho de Pierre que en el salón de la casa para no encontrarse con Olga. Las dos mujeres se trataban con frialdad y procuraban evitarse.

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