Nancy Huston - Marcas De Nacimiento

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– ¿Cómo te escogieron?

Johann se da la vuelta y le veo apretar las mandíbulas.

Nos escogieron, Krystka. Nos escogieron porque parecíamos alemanes. Porque éramos rubios, de ojos azules y piel perfectamente blanca.

– Eso no puede ser cierto.

– ¿Qué quieres decir?

– Yo no tengo la piel…

Me acerco a él y me subo la manga para dejar al descubierto la marca de nacimiento. El corazón se me dispara.

– Es un lunar que me hace diferente de todos los demás -le explico-, y es lo que me hace cantar. Cuando me lo toco penetro en mi alma y recojo toda la belleza que hay y salgo volando a través de mi propia boca como un pájaro. Puedes tocarlo si quieres.

Johann me cubre la marca de nacimiento suavemente con dos dedos y frunce el ceño. Retrocedo. ¿Le parece feo?

– ¿Qué pasa?

– No, nada… Estoy sorprendido, nada más. Vi cómo despachaban a niños por mucho menos que eso.

– ¿Despachaban…?

– Cuéntame más sobre ti, Krystynka. ¿Qué más te encanta hacer aparte de cantar?

– Comer, sobre todo grasa. Cuando crezca quiero ser la Gorda del circo.

Se le escapa una carcajada.

– Te queda mucho camino por delante, pequeña -me advierte, mirándome las piernas de palillo.

La puerta del armario se abre de repente y vemos a Greta con gesto herido y triunfante al mismo tiempo. Nos ha oído hablar. Johann no le ha dicho nunca, nunca una palabra. Él está más cerca de su edad que de la mía, y ¿cómo puede estar interesado en un bichejo feo como yo cuando hay una joven encantadora como ella sentada a su lado en la mesa? Es incomprensible. Arde en celos. Me agarra por el brazo, me lleva a rastras hasta nuestro cuarto y cierra la puerta.

– ¿Qué estabais haciendo los dos ahí? -me pregunta con un siseo-. ¡Voy a chivarme!

– Greta -le digo, fortalecida por mi nueva lengua, mi nuevo hermano, mi nueva nacionalidad-, no hay nada de lo que chivarse.

– ¡Estabais susurrando, os he oído!

– No es ningún crimen susurrar.

– ¡Pero eso significa que Johann sabe hablar! ¿Por qué no habla con nosotros?

– Pregúntaselo a él.

– No me contestaría.

– Eso es problema tuyo.

– ¿Sabes qué, Kristina?

– ¿Qué? -le digo, y me vuelvo hacia ella.

Me escupe a la cara.

– ¡Eso! -dice.

Nada podría hacerme renunciar a mis conversaciones secretas con Johann, ahora salpicadas de palabras en polaco. De acuerdo se dice dobrze, sí es tak y no es nie, soy tu hija es Jestem wasza córka. Quiero saberlo todo.

– Las Hermanas Pardas nos llevaron a los niños elegidos en tren hasta un lugar llamado Kalisz, donde nos dejaron en manos de hombres de bata blanca, tal vez doctores, tal vez no. Separaron a los niños de las niñas…

– ¿Y después?

– Después nos midieron.

– ¿Para ver lo altos que erais?

– No. Sí. Todo. Nos hicieron quitar la ropa y midieron hasta la última parte de nuestro cuerpo. La cabeza, las orejas, la nariz. Las piernas, los brazos, los hombros. Los dedos. Los dedos de los pies. La frente. El pene, los testículos. El ángulo entre la nariz y la frente. El ángulo entre la barbilla y las mandíbulas. La distancia entre las cejas. A aquellos cuyas cejas estaban muy juntas los despachaban. Igual que a aquellos que tenían marcas de nacimiento… nariz grande… testículos pequeños… y a los que tenían los pies vueltos hacia dentro o hacia fuera… Luego midieron nuestra salud, la resistencia, la coordinación, la inteligencia. Una prueba tras otra tras otra. Los que obtenían bajas calificaciones eran despachados…

– ¿Despachados…?

– Shhh, Krystka, déjame que te lo cuente… Nos pusieron nombres nuevos y nos dijeron que éramos alemanes de mucho tiempo atrás, teníamos sangre alemana en las venas, nuestra identidad polaca era un error pero aún podíamos corregirlo. Nuestros padres eran traidores y los habían fusilado. Nuestras madres eran putas que no merecían criarnos. Se nos educaría como alemanes a partir de ese momento. Si hablábamos unos con otros en polaco se nos castigaría. Hablamos entre nosotros en polaco. Se nos castigó.

– Oh, pobre…

– No, nunca digas «pobre». Si dices «pobre» dejaré de hablar.

– Lo siento -me apresuro a decir, y en polaco-: Jest mi przykro.

– Nos pegaban en la cabeza en plena noche. -Cierra los ojos y golpea el aire violentamente con la mano-: Bum… . bum… bum… bum… Contábamos los golpes y cambiábamos impresiones por la mañana. A menudo más de un centenar de golpes, bum… bum… bum… bum… Al principio duele pero después de un rato deja de doler, utilizas el ritmo para convertirlo en alguna otra cosa, piensas que es un hacha cortando un árbol en el bosque, o un martillo que clava un clavo, bum… bum… bum… bum… Acusas el golpe pero no el dolor, hasta el mareo se vuelve monótono. Pero ni siquiera así estaba dispuesto a dejar de hablar polaco. Así que una Hermana Parda me llevó a la capilla y me hizo arrodillar en las losas. Era invierno, Krystka, y me hizo estar arrodillado durante horas con los brazos extendidos así, me tenía vigilado y cada vez que bajaba los brazos me daba con una vara. Me daba varazos en la espalda, en el cuello, en la cabeza, jadeando como loca, con un gruñido de satisfacción cada vez que me alcanzaba. Al final ya no pude aguantar más, me volví y le arrebaté la vara, y en un segundo la expresión de su rostro pasó del placer malvado al miedo animal: ahora yo estaba al mando, tenía la vara. Empecé a golpearla, gritándole en polaco, insultándola, zahiriéndola mientras se acurrucaba en el suelo hecha un guiñapo tembloroso de miedo; la hubiera matado, Krystka, te lo juro.

Se interrumpe. No digo nada. Tengo los ojos abiertos de par en par.

– Me castigaron encerrándome en el escobero durante dos días, a oscuras, sin agua ni comida. Me negué a pedir ayuda, quería demostrarles que mi voluntad era tan fuerte como la suya, así que me sumí en mí mismo y esperé. Luego el doctor en jefe me llamó a su despacho y me dijo: «Joven, es usted excelente material alemán, pero no tendrá más oportunidades, la próxima vez que infrinja una norma, se lo despachará.»

Hace una pausa.

– Así que a partir de entonces dejé de hablar polaco. Me arrancaron mi lenguaje de raíz.

– Y a mí también.

– Y a ti también.

En mi sueño, una campesina corpulenta con un pañuelo anudado a la cabeza se inclina sobre un jardín. Se parece a la abuela y tira de algo con fuerza, gruñe y el esfuerzo le enciende la cara, lo arranca por fin y lo echa a un cesto. ¿Qué está arrancando? «Trabajo duro», dice, al tiempo que se yergue jadeante y se enjuga la frente con el dorso de la mano. Al acercarme, veo que tiene la cesta llena de lenguas humanas, todavía moviéndose, con las raíces agitándose indefensas cual diminutas langostas. «¡Ay -digo-, si las arranca de raíz ya no podrán hablar más!» «¡De eso se trata!», responde la mujer y, agachándose otra vez, reanuda la tarea.

– Nos atraparon la Navidad de mil novecientos cuarenta y tres, y durante un año entero nos machacaron con el alemán de la mañana a la noche. Bum, bum, bum, bum… . como lo golpes en la cabeza. Palabras alemanas, historia alemana, poemas y cuentos alemanes… y luego, cuando volvió a llegar el invierno, villancicos alemanes. «Noche de paz, noche de amor»… «Venid, pastorcillos»… «Belén, campanas de Belén»… Bum, bum, bum, bum. ¡Ay, cómo detesto esos estúpidos villancicos, falsa Kristina, cómo los detesto! ¿No te pasa lo mismo?

– S… s… s… í, supongo.

Sé que antes los adoraba, pero eso era cuando creía pertenecer a esta familia y a este idioma y a esta casa. De momento no tengo gran cosa para sustituirlos, apenas unas palabras en polaco y mi amor por Johann, pero todo llegará. Relego los villancicos a lo más profundo de la cabeza. En el colegio, cuando aprendemos a deletrear nuevas palabras pienso en cómo se las metieron por la fuerza a Johann en la cabeza, se las hicieron memorizar a fuerza de bofetadas y varazos, se las alojaron en el cuerpo en contra de su voluntad, y ahora las palabras me suenan malvadas y aprenderlas me duele aunque me digo que pronto podré sustituirlas por palabras de mi lengua materna y podré desterrarlas del cerebro como cuando tiras de la cadena del váter y tus desechos se van bien lejos hasta el océano. El abuelo dice que la gente que va al infierno son los desechos de la humanidad, pero ya no quiero citar al abuelo; por mucho que sea bueno conmigo no es mi abuelo y no sé hasta qué punto son valiosos sus conocimientos.

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