Lo que más me preocupa es cómo se sentirá mamá cuando nos escapemos, eso le partirá el corazón. Pero Janek me dice que es culpa suya, debería haberlo pensado mejor antes de acoger en su casa a niños raptados. Ella provocó su propia desdicha y no hay nada que hacer al respecto.
– Ahora tienes que aprender a mentirles.
– No, Janek. ¿De qué serviría? Ya les ocultamos cosas, les robamos, es suficiente.
– Tienes que endurecerte, falsa Kristina. Tienes que curtirte la piel o no sobrevivirás a la larga marcha hasta casa.
– No puedo hacerlo, Janek.
Al día siguiente, cuando Greta sube a nuestro cuarto después del colegio encuentra el contenido de los cajones de nuestras cómodas en el suelo: bragas, calcetines y leotardos, camisetas y jerséis, volcados y desparramados.
– ¡Mamá! -grita-. ¡Ven a ver lo que ha hecho Kristina!
Subo pisándole los talones a mamá y me quedo mirando los estragos, atónita.
– ¿Has hecho tú esto? -me pregunta mamá con ira controlada.
Denunciar a Johann está completamente descartado, así que digo:
– Sí. -Me tiembla el estómago.
– ¿Por qué? -Su voz resuena aguda.
– Estaba… estaba buscando una cosa y se me ha olvidado… volver a ponerlo todo en su lugar.
– ¿Qué buscabas?
– …
– ¿Qué buscabas, Kristina?
– El osito de los platillos.
– ¡Miente! -chilla Greta-. El oso está aquí mismo en el estante, como siempre, no lo guarda nunca en la cómoda.
Mamá se lo ha contado al abuelo, que me llama y se queda mirándome con ojos tristes.
– ¿Qué te está ocurriendo, pequeña? -suspira-. Has cambiado. Tu madre me cuenta que te estás volviendo mala. ¿Por qué has montado semejante lío en tu cuarto?
– Porque me ha dado la gana.
Las comisuras de la boca se le descuelgan, su tristeza se convierte en gravedad, me coge las dos muñecas con una de sus manazas, me acerca de un tirón y me obliga a inclinarme sobre su regazo. Me retuerzo para escapar, pero me presiona hacia abajo con una manaza y empieza a darme azotes con la otra, toma toma toma en las nalgas, cosa que no había hecho nunca. El dolor me indigna, grito y forcejeo y mi resistencia alimenta su enfado, los golpes me llueven cargados y rápidos, noto que el trasero se me pone rojo, lo que ocurre porque toda la sangre se precipita a la superficie de la piel para averiguar qué demonios ocurre, aúllo, pataleo y, al cabo, la ira se le agota, me aparta de sí y caigo al suelo, llorando y temblando fuera de control, y él me dice que me vaya fuera de su vista.
Al salir, paso por delante de Greta, que estaba en el umbral, observando la escena con Annabella en brazos. Me lanza una sonrisa de satisfacción.
– Felicidades, Krystynka. Has pasado la prueba. Dime… ¿qué tal el dolor?
– Bien.
– ¿Eres capaz de aguantar más?
– Tak.
– Bien. ¿Y ya ves cómo son los alemanes?
– Tak.
Es el día de San Valentín.
Estamos sentados a la mesa del desayuno, untando pan seco en los cuencos de achicoria humeante -no queda chocolate, ni mantequilla, ni queso, ni jamón, ni mermelada-, cuando ocurre: la superficie en calma se quiebra y el caos estalla en medio de nuestra casa. Lo que ocurre es que el abuelo está sollozando en su cuarto. En cuanto empiezan los sollozos, todos nos quedamos inmóviles como si jugáramos al Alto, mamá cruza una mirada con la abuela de lado a lado de la mesa, veo el destello de pánico en sus ojos y lo entiendo: ha ocurrido lo peor. Pero ¿cuál de los peores? ¿Papá ha muerto o Hitler ha muerto o qué? ¿Qué ocurre? Los sollozos cobran cada vez más fuerza, el abuelo sale de repente de su habitación y oímos la radio al fondo, va en calzoncillos largos con la barriga colgando como una enorme bola blanca, tiene la cara húmeda de lágrimas y se agarra el pelo blanco, dejándose mechones de punta como un payaso. ¿No se da cuenta de que está ridículo? ¿No sabe que no hay que salir en ropa interior delante de todo el mundo?
– Kurt -dice la abuela, que se incorpora para ir hasta él, pero el abuelo se aparta y empieza a golpearse la cabeza contra la pared, una y otra vez. ¿Cuenta los golpes como Johann en la casa de Kalisz?
Entonces sus sollozos se convierten en una palabra:
– Dresde -está diciendo-. Dresde, Dresde, Dresde, Dresde, Dresde.
Si dices la misma palabra un millón de veces, ¿perderá su sentido?
Mamá nos manda arriba a nuestros cuartos, y cuando bajamos a mediodía la casa está manga por hombro y no hay comida esperándonos. Helga barre el suelo de la sala, que está cubierto de porcelana rota hecha por el padre del abuelo en Dresde y el precioso reloj ha quedado hecho añicos, igual que el joyero, la diminuta bailarina ha ido rodando hasta el pasillo, mirando al frente siempre al frente mientras giraba para no perder el equilibrio, unos desconocidos han venido a llevarse al abuelo pero él se ha encerrado en su cuarto, uno de los hombres pisa por accidente la bailarina y la cabeza se le quiebra sin que él se dé cuenta siquiera, mamá y la abuela, una junto a otra en el sofá, se han convertido en estatuas, Helga nos dice a todos que volvamos a nuestros cuartos.
Johann y yo nos quedamos en la ventana mirando el patio vacío. No hay nadie jugando. Quietud absoluta. Frío pétreo. Ningún pájaro. Árboles deshojados.
– Se lo tenían merecido -dice Johann.
– ¿Quiénes?
– Todos. Todos los alemanes, da igual, merecen morir todos.
– No digas eso, Janek -le advierto en polaco-. No digas eso, por favor.
– Da igual. Son todos unos monstruos, Krystka. El año que nací los alemanes escogieron a un monstruo por líder, llevan toda mi vida matando polacos, matan a nuestro pueblo, invaden nuestra tierra, destruyen nuestras ciudades, ¿lo sabías? Varsovia, nuestra capital, ardió hasta los cimientos el año pasado, ¿lo sabías?
Habla en voz tan queda que apenas alcanzo a oírlo.
– Pero los niños, Janek… las criaturas…
– ¿Crees que perdonaron a los niños polacos? Krystyna, los hijos de los monstruos son monstruos.
– ¿Qué me dices de los animales? ¿Se merecían ellos morir?
Hay un silencio. Noto que se retrae de mí otra vez.
– Igual ya es muy tarde para ti -dice, al cabo-. Quizá eras demasiado pequeña cuando te raptaron y lograron hacer de ti una alemana. Igual tú y yo somos enemigos, no amigos.
Sus palabras me erizan el vello de la nuca. Me aprieto la marca de nacimiento con el pulgar.
– Por favor -susurro a la desesperada-. Por favor, Janek. Soy polaca igual que tú. Debemos mantenernos juntos.
– Mantenernos juntos… contra el enemigo.
– Tak, tak.
Me rodea con el brazo.
– Dobrze -dice en polaco, de acuerdo.
– Janek… si alguien en Dresde tenía una salamandra de mascota… sigue viva, ¿no? Pueden vivir en el fuego.
– No, eso es una leyenda. Había cantidad de salamandras en el bosque cerca de nuestra casa en Szczecin. ¿Has visto alguna vez una de cerca?
– No.
– Tienes la cabeza llena de ideas, Krystka, pero no has vivido. Seguro que nunca has dado un paseo por el bosque, ¿verdad?
– No.
– Las salamandras son animales mágicos. Son negras con motas anaranjadas, tienen grandes fauces, ojos negros y una presencia cálida. Mi hermano y yo acostumbrábamos buscarlas por el bosque. Siempre salían después de llover. Se las veía al acecho bajo las raíces de los árboles, en lugares oscuros y húmedos. Una vez mi hermano capturó una y la llevamos a casa. Le construimos un terrario e intentamos alimentarla, pero se negó a comer. Trajéramos lo que trajésemos (semillas, plantas, lombrices, insectos), lo dejaba allí. Pasaron semanas, no comía nada pero no se moría, sólo se movía con más lentitud… Tras seis meses no quedaba nada más que un esqueleto recubierto de piel translúcida, pero seguía moviéndose. Al final segregó una sustancia blanca que le cubrió el cuerpo entero… entonces se secó y empezó a pudrirse… Un día fuimos a echarle un vistazo y sólo encontramos un montoncito de gelatina.
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